Los monos infinitos y la máscara veneciana
Emile Borel postuló a comienzos del siglo veinte que si un millón de monos mecanografiaran diez horas al día era improbable que pudiesen producir algo coherente. ¿Cómo es posible que a partir de ahí se haya llegado a popularizar la idea de que un mono, pulsando teclas al azar en un teclado durante un periodo de tiempo infinito, podría llegar a escribir El Quijote? Esto, que parece absurdo, no está tan alejado de lo que sucede a diario en internet: cualquiera con un teclado y disponiendo del suficiente tiempo acaba escribiendo una estupidez sobre algo o alguien; la diferencia radica en que el mono no posee maldad y carece de intención de hacer daño.
Stanley Milgram puso a prueba una teoría sobre la obediencia en la universidad de Yale allá por la década de los sesenta. Un grupo de estudiantes participaron en un estudio en el que deben aplicar descargas eléctricas a unos sujetos que, por supuesto, no los ven. Las descargas van aumentando progresivamente en intensidad y los sujetos muestran signos de dolor creciente hasta ser insufrible, el instructor les dice que continúen por el bien del experimento y prácticamente todos obedecen, sometidos a la autoridad y amparados en el anonimato. Los sujetos son sometidos a pequeñas pruebas, si las superan toda va bien, si se equivocan se les aplican las descargas que van aumentando a medida que acumulan errores. Por supuesto, las descargas son ficticias, los sujetos son actores y lo que el experimento Stanford trata de estudiar es el efecto que ejerce la autoridad sobre el criterio de las personas para tomar decisiones justas y libres. El anonimato ejerce una influencia terrible porque cuando el instructor que ejerce de autoridad no está presente los estudiantes, que ejercen de “carceleros”, continúan el experimento y se comportan de un modo sádico y cruel amparados en el anonimato. Como dijo Zimbardo en una entrevista concedida a Punset « El anonimato significa: “yo no soy yo, no soy responsable de mi comportamiento”. Me pongo una máscara, una capucha, como los terroristas. Si se roba un banco, se esconde la identidad, pero si lo haces durante suficiente tiempo, pierdes la identidad y te conviertes en la máscara. En nuestro estudio, cada turno era peor que el anterior, pero lo peor era el turno de noche, porque sabían que yo tenía que irme a dormir en algún momento (dormía en mi oficina, en el piso de arriba, en el Departamento de Psicología). Al día siguiente, mirábamos el vídeo y veíamos que habían hecho cosas terribles, y yo les decía que no se pasaran tanto, y me decían: «sí, señor», pero al día siguiente empeoraba todavía más.»
Si contemplamos ambos modelos y los extrapolamos a Internet podemos comprender mejor lo que está sucediendo a diario en las redes sociales, cerca de nosotros. Personas que se esconden tras el anonimato y son capaces de decir cosas terribles, cosas que en su vida real son incapaces de decir, probablemente porque no se lo toleraría su jefe, su pareja, sus amigos. Pero escondidos en el anonimato, convertidos en otra persona tras la máscara de una identidad ficticia se permiten hacer y decir lo que no pueden en su vida real, se resarcen tal vez de años de fracasos y humillaciones que no tiene otra válvula de escape que vociferar en las gradas de los estadios o aquí, en este mundo virtual que lo permite todo, salvo que la propia dignidad se lo impida.
Que la sociedad haya degradado a sus miembros hasta este punto comenzó en Roma, tal vez antes. Pan y circo. Charlton Heston se mesaba el cabello a lomos de su caballo mirando los restos de la estatua de la libertad en la playa.