06 diciembre 2025

Crepúsculo

Capítulo 205 Crepúsculo 


Tiempo estimado de lectura: dos horas y diez minutos.


En el capítulo anterior…

Carmen llegó a casa rescatada por Tomás de las garras de Diego. Mario la esperaba en el salón a oscuras, frío como un extraño. Lo que había entre ellos se ha roto; ella lo ha sentido en el abrazo sin fuerza y en sus ojos sin vida.

Se desnudó para enseñarle los tatuajes: tres pentágonos en el pecho, «mi rango»; dos corazones en el pubis, «símbolo de nuestro amor» según Tomás; la flecha atravesando el pezón, «esta vez no estaba drogada»; el gran pentágono en la espalda, «tanto lo deseabas, ya lo tienes». Luego vino la confesión completa: la orgía bajo los efectos de las drogas de la que solo recuerda fragmentos brutales, la pareja de clientes sevillanos y sus perros, el deseo prohibido que la avergonzó y la fascinó, la lengua de Deimos en sus pies, el orgasmo mientras Rosalía era montada por Phobos, al que ella misma rechazó e impidió cruzar la última línea.

Mario escuchó sin consolarla, la juzgó con dureza. Cuando ella entró en la ducha, llamó a Tomás y pactó apartarse de Carmen para siempre: fingiría que no perdona, que lo vivido es intolerable, le pidió que la saque de la prostitución y la cuide. «Solo un estúpido perdería a una mujer como ella», dijo Tomás; él lo reconoció entre lágrimas.

Sola en casa, Carmen abrió la caja con los recuerdos de Luna convertida en caja de Pandora, se puso el viejo collar, extendió la manta en el ático, se arrastró bebiendo de la escudilla como una perra. La vergüenza la golpeó después como un mazazo. Aún con el collar puesto llamó a Rosalía y dejó la puerta entreabierta a volver.

La llegada de Esther, destrozada por el fracaso de su matrimonio, fue el detonante. Carmen vio a Mario consolarla con una ternura que no le daba a ella y lo malinterpretó como prueba de una relación secreta entre ellos. Enloquecida de celos y dolor, decidió sacrificarse, convertirse en la villana de la historia, asumir toda la culpa y empujar a Mario hacia Elvira, su primer amor, para evitar que la relación con Esther destruya a la familia.

Mario, mientras tanto, avanza en su propio plan de abandono convencido de que él es el veneno que la ha destruido y sólo alejándose, Carmen podrá algún día ser feliz.

En medio del caos, la ansiedad la devoró. Desesperada, Carmen acudió a Claudia (su antigua amante, quien la provee de droga) para conseguir algo que mitigue el ruido en su cabeza.


En el próximo capítulo…

Carmen cruza la puerta de la mansión de Claudia. Mario sigue dando pasos hacia la ruptura definitiva. 

Y el collar de Luna sigue guardado en la caja de Pandora.


Crepúsculo 


Ojalá se te acabe la mirada constante

La palabra precisa, la sonrisa perfecta

Ojalá pase algo que te borre de pronto

Una luz cegadora, un disparo de nieve

Ojalá por lo menos que me lleve la muerte

Para no verte tanto, para no verte siempre

En todos los segundos

En todas las visiones


Silvio Rodríguez Ojalá 1978


Claudia


Esto debe de ser una reminiscencia, no puede estar sucediendo de nuevo. 

Desde la cama los escucho hablar en voz baja al otro lado de la puerta, no entiendo lo que dicen; discuten, no es un sueño, está sucediendo de nuevo. Me encojo hasta hacerme un ovillo. Claudia se impone, le hace callar, escucho un portazo, Poco después entra con sigilo y se acuesta a mi lado, me acurruco en su cuerpo tibio, suave, perfumado y me acoge en su abundante pecho.


…..


Me mueven. Abro los ojos. Es ella quien me mueve. 

—Tranquila, ya pasó.

—Qué… ha ocurrido…

—Estabas gritando.

—¿Sí?

—Tómate esto.

—¿Qué es?

—Lorazepam, te ayudará a descansar.

—¿Qué… qué hora es?

—Cierra los ojos, ven.


….


Me despierta una tos. No sé dónde estoy. El cuerpo que está pegado a mi lado es… Ya recuerdo. 

Claudia. El olor, el tacto. Mi rostro está hundido en su costado. Su olor me llena. Mi mano recoge el calor de su vientre. 

Intento recordar.

La acogida fue fría, ¿qué otra cosa podía esperar. Me ofreció coca como quien da un analgésico, no lo rechacé, es a lo que había venido. Estaba dispuesta a todo con tal de aliviar el desasosiego que me consumía. Pasaría por la vergüenza de aguantar los duros reproches de la mujer que sabía cómo humillarme con un gesto y a continuación hacerme sentir importante, deseada, la más bella, joven y excitante de todas las que han pasado por su cama. Mentiras que yo me creo porque Claudia sabe hacer que las crea.

Las primeras rayas me calmaron; no recibí ningún reproche por el desdén con el que la había tratado, eso terminó de desarmarme; quise corresponder, pero me frenó. Lo primero, dijo, es limpiarte. Me dio a esnifar otras dos rayas; después, en la cocina, preparó ella misma una infusión bien cargada de una mezcla de hierbas que tenía en un frasco de loza blanco. No quise saber qué era, un líquido oscuro, amargo y caliente que no me atreví a rechazar. Luego, en la alcoba, me mandó desnudarme. Está bien, pensé, pagaré por los cuidados recibidos. Me equivocaba. Entramos en el cuarto de baño, me hizo meterme en la ducha, se encargó de graduarla y de dirigir el potente chorro por mi cuerpo sin que yo hiciese nada. Calor, frío, calor alternando mientras yo, apoyaba en la pared, obedecía cuando me ordenaba darme la vuelta. Luego, me secó cuidadosamente con una gran toalla mullida.

Talita me esperaba en la sala de masajes. Sus manos obraron el milagro y borraron por completo la tensión de mi cuerpo. El tiempo se detuvo. Al acabar, me besó en la mejilla. Con asombro, noté la ausencia del deseo que aquella chiquilla me provocaba con su hermosa ambigüedad. Redujo la luz y me dejó en reposo.

Flotaba lejos, muy lejos, cuando Claudia apareció. Traía una bata; me condujo a la cocina. Al entrar, el aroma despertó mi apetito de inmediato. Sobre la mesa del office había preparado un auténtico despliegue, tentador a la vista:

Un bol de yogur natural coronado con frutos rojos y nueces picadas, listo para aderezar, junto a la avena y las semillas de chía. Había fruta fresca cortada, un vaso de zumo de naranja recién exprimido, tostadas de pan integral con mantequilla y tomate triturado, y, por supuesto, la nota cálida: huevos revueltos y café humeante.

Lo devoré, sin saber de dónde había salido tanto apetito. Claudia me acompañó con un vaso de zumo y me miró comer. Luego me dio una pastilla. “Te ayudará a descansar”, dijo para vencer mi recelo.

Y volvimos a la cama.


…..


Despierto lentamente. El calor de la cama de Claudia me envuelve como una caricia suave; el roce sedoso de las sábanas sobre mi piel desnuda provoca un cosquilleo delicioso que enciende una chispa de alegría en mi pecho. Su respiración tranquila es un murmullo pausado lleno de paz, y el peso de su brazo sobre mi cintura me ancla con una presión cálida y firme, despertando una sensación de seguridad que me abraza por dentro y por fuera.

Abro los ojos. Su cabello claro, casi plateado, esparcido sobre la almohada como hilos de seda, contrasta con el fondo oscuro y aterciopelado de la habitación. Un nudo de ternura brota en mi garganta al verla tan serena. El aire trae el aroma de su perfume mezclado con un toque de lavanda de las sábanas, y siento el frescor de la mañana colándose por una rendija de la ventana hasta mis pies. Mis dedos se hunden en la tela arrugada bajo nosotras; el crujido suave al moverme añade una textura reconfortante. Una mezcla de gratitud y amor florece en mi corazón.

Una calma profunda me inunda, como si el mundo se hubiera detenido, dejándome saborear la calidez de su cuerpo y el latido sordo de mi propio corazón antes de que el día comience. No recuerdo si ha pasado algo entre nosotras. Consigo quedar boca arriba y me examino. ¿Qué podría encontrar, sino huellas de mi propia excitación? No, estoy limpia. Ella ha dormido a mi lado, ha cuidado mi sueño. No recuerdo qué me hizo gritar, solo sé que ella estaba conmigo y calmó mi zozobra.

Se me cierran los ojos.


…..


La claridad que entra por el ventanal desata mis alarmas. Estoy sola en la inmensa cama de la inmensa alcoba. No estoy en condiciones de ausentarme, sobre todo después de una semana de vacaciones a la que le siguió una reincorporación fuera de lo normal, que ya debe haber levantado más que simples rumores. Tengo la cabeza acorchada, pero estoy mucho más relajada de lo que he estado en mucho tiempo.

Necesito una ducha rápida, agradecer a Claudia lo que ha hecho por mí y salir corriendo. Primero iré a casa; debo cambiarme de ropa. De camino, llamaré al gabinete y pondré cualquier excusa, solo para dar señales de que estoy viva. Luego, apareceré allí, ofreciendo el aspecto de normalidad que ayer no pude mostrar.

—¡Buenos días! ¿Has descansado?

No me acostumbro a la manía de Claudia de no respetar mi intimidad. Me sorprende desnuda, buscando la ropa interior que debió de quitarme ella misma anoche. No es pudor, es respeto lo que echo en falta.

—Buenos días. Sí, estoy mucho mejor, gracias. Voy a darme una ducha y me marcho, no puedo faltar después del día que tuve ayer.

—Lo imagino, estarías en pleno bajón —dice, mientras detecta mis esfuerzos por localizar mi ropa. Recoge las bragas y el sujetador del lugar donde los puso y me los ofrece.

—Gracias. Voy a...

Entro al baño. Me sigue. ¿Cómo decirle que necesito estar sola? No puedo hacerlo, después de todo lo que me ha ayudado.

—Haces bien. Hoy debes actuar con naturalidad, ni se te ocurra encerrarte en el despacho, ¿me oyes? Muévete, habla con la gente, cuenta anécdotas de tus vacaciones, cualquier cosa. Que vean que eres la de siempre. Lo de ayer se olvidará.

Medio discurso lo he escuchado sentada en la taza, orinando, mientras ella me gradúa la temperatura de la ducha.

—¿Te ha contado algo Ángel?

—Estaba preocupado, ayer te vio mal, muy mal. Ha tenido que desmentir algunos comentarios, aunque tampoco pudo implicarse demasiado; bastante tiene con lo que ya se habla de vosotros. ¡Qué poco cuidadosos habéis sido!

Aguanté la bronca como si fuera mi madre. Luego, me organizó la vida mientras me maquillaba: primero, desayunar. Por lo visto, Ángel me había dejado el terreno preparado con una reunión ficticia; podía ir a casa con tranquilidad a cambiarme de ropa antes de ir al gabinete.

—Os escuché discutir anoche.

—Quería entrar a ver cómo estabas, pero no me pareció buena idea. Lo mandé a dormir al cuarto de abajo; esta mañana se ha ido temprano después de verte.

—Gracias.

Se levantó con brusquedad. Desde la puerta de la cocina, respondió:

—Avísame cuando estés lista, te acercaré a donde quieras.

—No te molestes, puedo pedir un taxi.

—Voy a Madrid de todas formas, no es molestia.

Me dejó sola terminando el desayuno. Claudia mantenía una distancia propia de quien se siente dolida. No le faltaba razón, y a mí me causaba remordimiento haberla ignorado tanto tiempo. Aunque la estrategia que usó para conseguir a Sara no era justificación suficiente, yo había estado demasiado inmersa en mis problemas y me había olvidado de ella, como de tantas otras personas.

Terminé de desayunar y la busqué.

—¿Lista?

—Cuando quieras.

Claudia cogió un pequeño paquete del escritorio y me lo ofreció. Imaginé el contenido.

—Gracias.

—Toma. —Me tendió una nota. Estaba escrita a pluma, con aquella letra suya, pulcra y estilizada—. Llámale de mi parte, te suministrará lo que necesites. Te tratará bien, puedes estar tranquila. Ya no tendrás que pasar el mal trago de verme.

—Claudia, no digas eso.

La detuve. La emoción explotó sin que pudiera contenerla, y derrumbó su máscara de dureza. Me arrojé a sus brazos pronunciando su nombre. Me acogió como no lo había hecho hasta entonces. Pedí perdón, le rogué que olvidase mi desdén. Por primera vez la vi débil; nos consolamos una a la otra. Le prometí no volver a fallarle y ella contuvo, con la madurez que a mí me faltaba, el intento de echar por tierra lo que la sensatez demandaba. “Tenemos que irnos”.

Salió a poner el coche en marcha mientras yo recomponía el maquillaje, una excusa para sollozar a solas. Luego, miré alrededor y salí a su encuentro. Rota.


…..


Carmen se detuvo en el umbral del salón lista para partir. La luz de la mañana se colaba por las cortinas de lino blanco bañando la habitación en un resplandor suave. Frente a ella, el imponente mueble de madera tallada, de un azul profundo adornado con intrincados motivos florales en relieve, dominaba la pared, una pieza antigua que evocaba otros tiempos a través de sus cerraduras de hierro.

En el centro del salón, sobre un sofá blanco de líneas suaves y cojines mullidos, descansaba Talita envuelta en una bata larga; su presencia llenaba el espacio, la piel bronceada, evocaba las raíces filipinas. Su cabello, una cascada negra, caía en ondas desordenadas sobre los hombros enmarcando un rostro de pura feminidad: pómulos altos suavizados por labios carnosos teñidos de un rojo sutil, ojos almendrados de marrón ardiente. Las cejas, arqueadas con precisión, añadían un toque de firmeza masculina en contraste con la delicadeza de su expresión. La niña o el adolescente, según se la mirara, se había transformado en virtud del maquillaje.

La figura esbelta destacaba sobre el tejido claro del sofá; el pecho pequeño, bien formado resaltaba su feminidad, aunque con una línea andrógina que añadía intriga. Carmen recordó que más abajo, un hermoso pene equilibraba su encanto y desafiaba las normas integrándose en una armonía única. Por primera vez, la atracción se manifestó con fuerza. Sus piernas, largas y esculpidas denotaban potencia; cruzaba con gracia los tobillos adornados con un delicado brazalete de perlas, sus manos finas, de dedos fuertes y uñas pintadas de rosa pálido, descansaban con una tensión contenida reflejo de su energía interior. 

—Gracias por ese masaje tan increíble —dijo con una sonrisa cálida—, me siento como nueva. Prometo volver pronto.

Talita abrió los ojos devolviéndole una sonrisa tímida pero genuina.

—Siempre estoy aquí para ti, cariño. —respondió con voz suave, antes de entornar los ojos de nuevo, con la promesa de un reencuentro flotando en el aire.


El gabinete

Claudia detuvo el auto en doble fila, justo frente a la puerta. Hubo un instante de silencio que rompí antes de que se volviera incómodo.

—¿Quieres subir? ¿Un café? —Añadí para evitar la ambigüedad. Claudia reaccionó como era de esperar.

—No, gracias, tengo prisa.

Posé una mano sobre la suya que aferraba la palanca de cambios, lista para arrancar.

—Claudia, yo…

—Anda, vete, vas a llegar tarde.

Me acerqué un poco, quise besarla, pero ella se retiró. ¿Prudencia o rechazo? Jamás lo sabré.

….

Justo en el momento que terminaba de cambiarme de ropa, recibí una llamada de Ángel; supuse que Claudia le había puesto al corriente.

—Dime.

—No tardes mucho. Avísame antes de llegar. 

—Y eso, por qué.

—Estrategia, te conviene. Voy a recibirte, casualmente, en la puerta. Te felicitaré por el éxito de tu reunión con Sánchez Fradejas. Memorízalo: Sánchez Fradejas. No abras la boca, limítate a sonreír.

—Pero…

—¿Quieres que se olviden del espectáculo que diste ayer?, entonces hazme caso y no digas ni una palabra.

Así lo hice. A una manzana del gabinete le avisé, al entrar lo encontré dándole conversación a la recepcionista. Al verme, dejó los papeles e inició un aplauso.

—Aquí está, la number one, ¡sí señor!, has hecho doblar la rodilla al rival más duro con el que he lidiado en mucho tiempo.

Siguió aplaudiendo y se volvió hacia los que estaban en el vestíbulo. Poco a poco se unieron con más o menos entusiasmo a los aplausos, yo me limité a sonreír como estaba estipulado y esperé a ver cómo se desarrollaba el espectáculo.

—Ochocientos mil euros de una primera tacada, ¡ciento treinta millones de pesetas! Bien jugado, Carmen, muy bien hecho, y lo que vendrá en el próximo semestre.

El alboroto alertó a Andrés que salió del despacho. Amelia le informó del supuesto éxito obtenido por su pupila. Me felicitó efusivamente, demasiado efusivamente a ojos de los cotillas oficiales, poco a poco se calmaron las aguas y pude refugiarme en el despacho. 

Ángel entró sin llamar, cerró la puerta con el pie y se apoyó en la mesa.

—¿Te ha gustado el numerito?

—¿Me vas a contar quién es Sanchez Fradejas?

—¿Te han preguntado? —preguntó Ángel, con media sonrisa.

—Tres veces antes de llegar al despacho. El último ha sido Elizondo; casi se arrodilla para que le cuente “la jugada maestra”. Me he hecho la misteriosa. Eres un hijo de puta. —respondí mientras me quitaba los zapatos y me masajeaba los pies.

—Y tú estabas preciosa sonriendo como una idiota entre tanto aplauso. Casi me creo yo mismo la milonga de los ciento treinta millones de pesetas —dijo Ángel, sentándose en el borde de la mesa.

—¿Es mentira?

—Digamos que tiene altas probabilidades de convertirse en realidad si tú pones toda la carne en el asador. —dijo haciendo un gesto obsceno con las dos manos: tetas, carretas… Qué asco.

Me lo tragué. Ya, qué importaba.

—Ochocientos mil euros. Dime que por lo menos está bueno.

—Pasable.

Nos quedamos mirando en silencio. Creo que no detectó la tristeza profunda en mis ojos.

—Gracias por taparme, Ángel. Ayer… ayer fue un puto desastre. No sé ni cómo llegué a tu casa.

—Llegaste porque te metí en un taxi y le di cien euros al conductor por si vomitabas en su Seat Toledo. 

—¿Tan mal estaba?, no me acuerdo.

Tenías temblores, taquicardia, sudor frío…, parecía un síndrome de abstinencia de manual. Me asustaste de verdad —dijo Ángel, serio, acariciándome el pelo. —Debí haberte acompañado, pero me era imposible.

—¿Cómo supiste…?

—Claudia me avisó.


«—Ángel, ¿sabes qué le pasa a Carmen?

—No, ¿por qué?

—Está mal, me ha llamado, creo que está con un síndrome de abstinencia. Va a venir a las siete. Échale un ojo. Me preocupa.»


—Vine a verte, ¿no te acuerdas? Estabas muy nerviosa, temblabas. Intenté hablar contigo, calmarte, pero reaccionaste fatal. Te dejé sola, aunque estuve pendiente por si cometías alguna tontería. Algo debiste de hacer porque se comentaban cosas. Sobre las seis volví; tuve suerte, ya estabas más calmada. Te acompañé a la calle fingiendo que íbamos a algún sitio. Pedí un taxi; el taxista te vio mala pinta, estuvo a punto de rechazarte, pero le pagué una pasta.

—No me acuerdo de nada.

—Avisé a Claudia para que estuviese atenta.

—Se ha portado como una amiga, no sé cómo agradecérselo.

—Lo importante es que hoy estás entera, y eso ya es mucho. Pero no va a haber más “ayeres”, ¿me oyes? Te quiero viva, no como un cadáver con tacones —sentenció Ángel.

—Ángel, esto no es…

—¿Lo que parece? Ya hablaremos. Ahora, prométeme que no te voy a volver a ver como ayer.

—Prometido.

—Bien. Pues ahora toca currar de verdad, campeona de los ciento treinta millones: tengo un regalo para ti.

Separó una de las carpetas que traía en la mano.

—Toma, nuevo paciente. Prioridad absoluta. Viene derivado directamente desde Interior con sello de “confidencial”. Ignacio de la Torre y Herrera. Subsecretario de Interior, cincuenta años. Ingreso voluntario urgente mañana a las nueve en una suite medicalizada de un hotel. Ya nos informarán cuándo intervenimos —explicó Ángel.

—¡Joder…! Este es uno de los que salen en las ruedas de prensa cuando hay un atentado —reconocí al ver la fotografía.

—El mismo. Hace cinco días intentó suicidarse en el despacho. Lo encontró su chófer, pistola en mano; afortunadamente, consiguió desarmarlo. Está ingresado en el Jiménez Díaz “por estrés agudo”. Quieren seguirlo de un modo discreto, sin prensa ni historial que trascienda —detalló Ángel.

—Depresión mayor con ideación autolítica activa —leí en voz alta—, consumo abusivo de alcohol —hasta ocho gin-tonics/día en las últimas semanas, destaqué levantando la mirada del informe—, insomnio crónico tratado con Noctamid 2 mg,  ocasionalmente Lexatin 6 mg. Antecedentes: divorcio en trámite, hijo en la cárcel por lo de Gescartera, investigación en curso por adjudicaciones de material antidisturbios a una empresa de un cuñado… Vamos, el pack completo.

—Y un narcisismo grandioso que se le ha venido abajo. El típico “yo controlo el país” que de repente se ve como un delincuente en presidio. Vergüenza tóxica nivel Dios —añadió Ángel.

—Me lo quedo. Es como mirarme en un espejo dentro de diez años si no me controlo —dije, mordiéndome el labio.

—Pues usa el espejo para espabilar, no para repetir el patrón. Te quiero a ti liderando el equipo terapéutico, pero con una condición: nada de coca, supervisión diaria conmigo. Si mañana te veo aunque sea la resaca de una caña, te aparto del caso y lo pongo en conocimiento de Andrés. Esta vez no hay teatro que valga —advirtió Ángel, señalándome con el dedo—. Cuando lo estabilicen, entramos nosotros.

—No tienes de qué preocuparte. —añadí inclinándome a darle un beso rápido.

—Esta noche, a las nueve, en el piso de Alejo. Sin excusas. —propuso, pellizcándome la barbilla.

—Me encantaría, pero tengo cosas que resolver con Mario.

—Mario, Mario, siempre en medio, ¡joder!

—Qué quieres, es mi marido.

—Y yo soy el hombre que te vuelve loca, reconócelo.

—No seas vanidoso, anda déjame trabajar. Basta, estate quieto, puede entrar alguien. ¡Vete!

Logré sacarlo del despacho a tiempo, me recompuse el sujetador, me remetí la blusa, la abroché y dos minutos después apareció Andrés. Parecía satisfecho.

—Te tomas unas vacaciones y nada más llegar, firmas un acuerdo del que no me habías contado nada, eres una bruja.

Sonreí buscando a toda velocidad una forma de evitar esa conversación.

—¿Ha habido novedades con lo de Santander?

—De eso venía a hablarte: se adelanta el viaje, hay un catedrático tratando de meter mano en el pastel, Paco Castiello, anda fisgoneando por los despachos para enterarse de quién dio la autorización, cuál es el presupuesto asignado y esas cosas. Nos vamos en cuanto centre un par de asuntos.

Pensé en Tomás, lo más probable es que tuviera planes inmediatos, entre ellos, rematar el asunto Santacruz.

—Acabo de llegar, tengo muchísimo que hacer. 

—Lo vamos hablando, estáte preparada.


Ramiro

Antes de que volvieran a interrumpirme, hice la llamada que llevaba demorando desde el día anterior.

—Consulta del doctor Vallejo.

—Ángela, buenos días, soy Carmen Rojas, ¿puedo hablar con Ramiro?

—Debe de estar a punto de terminar con una paciente.

—Dile que me llame en cuanto pueda.

—Si es urgente, le paso la llamada.

—No hace falta.

Estas excepcionalidades no nos convenían. Ángela era muy discreta, daba por hecho que no tenía la menor sospecha, pero nunca se sabe. Diez minutos después, me estaba llamando.

—Carmen, buenos días. Dice Ángela que necesitas hablar conmigo con urgencia, ¿pasa algo?

—Necesito verte cuanto antes, estoy asustada —reconocí por primera vez.

—¿Puedes venir?

—Claro.

—Pues ya estás tardando.

Salí sin dar explicaciones. En la puerta, cogí un taxi al vuelo. Al llegar, Ángela me condujo a una sala de espera vacía. “Enseguida te recibe”, dijo con un tono tranquilizador. La espera se me hizo eterna, aunque debieron de ser menos de diez minutos. El propio Ramiro salió a recibirme y me condujo a la consulta.

—Cuéntame.

Qué difícil. Ramiro estaba habituado a escuchar los excesos de su vieja amiga, y lo que pudiera contarle solo rebajaría unos cuantos grados mi imagen, sin sorprenderle. Empecé por el viaje a Sevilla, por una fiesta con unos conocidos que se fue de madre...

No. Se merecía saber la verdad.

—Te conté que trabajo con un empresario al que ayudo a cerrar contratos.

—Me dijiste que te tutela, y eso es algo más que cerrar contratos.

—Es cierto: me acuesto con sus clientes. Pero para eso ya tiene otras chicas mejor preparadas; mi experiencia de psicóloga aporta un valor importante: detecto el perfil del cliente, sus fortalezas y debilidades. Analizo las conversaciones en las que estoy presente; esto facilita la toma de decisiones por ambas partes. Tomás me paga una importante comisión por cada contrato conseguido, pero no es el dinero lo que me motiva.

—Adórnalo, pero eso que haces tiene un nombre.

—Prostitución. Dilo. Soy una escort de cierto nivel.

—Te relacionas con gente importante, pero…

—Hasta ahora. —le interrumpí mostrando mi preocupación.

—¿Qué quieres decir?

Tomé aire.

—Ramiro, llevo trabajando como prostituta en un club de Sevilla desde el año pasado. Vaya sorpresa, ¿eh? Voy a veces, no es habitual. Trabajo para el dueño, en la barra del club. Me vendo, Ramiro, follo por dinero. No mucho, la verdad, pero insisto: no es el dinero lo que me motiva, es… otra cosa. No es momento de hablarlo.

—Carmen…

—Déjame seguir. Esta vez fue diferente: estuve con muchísimos hombres. Diego, el dueño, me drogó porque pretendía venderme a unos árabes y, antes de que llegaran, montó una especie de orgía en su casa. Hubo de todo: gang bang, sexo en grupo... No sé con cuánta gente estuve, ni las veces que follé, ni cuántas mamadas hice. Sé que utilizó alguna droga que me anuló la voluntad porque no era yo, Ramiro, no dije que no a nada. Afortunadamente, me rescataron de allí y pude volver a Madrid el domingo. Es de locos, ¿verdad?

El estupor mantenía a Ramiro paralizado. Yo perdí la falsa sonrisa con la que pretendía banalizar la historia para protegerme.

—Tengo miedo. Ya pasé por esto una vez y tuve suerte, si se le puede llamar suerte a quedar embarazada y sufrir un aborto. Ahora mismo me pongo en lo peor; no quiero esperar a saberlo.

—Pasa detrás del biombo y prepárate —dijo sin apenas voz.

Me oculté tras el biombo, me desnudé, me puse la bata y, sin pararme a pensar, me senté en la camilla. Dejó pasar un tiempo prudencial y entró. Tenía el semblante demudado. La exploración fue aséptica, nada que ver con las anteriores. Tomó muestras y le pidió a Ángela que me extrajera sangre. De nuevo solos, tomó la palabra.

—Mira, Carmen, te voy a hablar como tu médico: estás normalizando una conducta de riesgo que, tarde o temprano, te va a conducir al desastre. Si esta vez te libras, tómatelo como la última advertencia, porque no va a haber más. No sé qué te está pasando, sea lo que sea, intenta solucionarlo.

—Esto no es un juego ni un desvarío, es algo más profundo. Puede que el camino que he escogido sea equivocado, pero no pienses que es la locura de una mujer aburrida que lo tiene todo.

—Vamos a esperar los resultados.


Ángel

El supuesto éxito anunciado como mío eclipsó por completo los comentarios sobre mi estado de la víspera, él mismo propagó la buena noticia en los puntos estratégicos, allí donde los críticos se agazapan. ¿Quién iba a atreverse a murmurar de la “number one”, la que convierte en oro todo lo que toca? Pero los rumores nunca se apagan, quedan guardados esperando un mejor momento y, tarde o temprano, alguien cedería a la tentación de sacarlo a flote: “¿Os acordáis de aquella vez que vino drogada?”. La envidia no olvida, se atrinchera.

En un par de días puse en orden todos los proyectos abiertos; las reuniones con Ángel eran cotidianas, manteníamos un tono profesional que no dejaba de sorprenderme. Veía en ello la influencia de Claudia, porque tampoco había hecho ninguna alusión a mi estancia en su casa. Eso me hizo bajar la guardia. Una tarde, cerca de las ocho, después de cerrar la estrategia para la próxima reunión con Asenjo, dimos por terminada la jornada. 

—Claudia me ha dicho que te han tatuado.

Sentí un escalofrío por la espalda.

—No debería habértelo dicho.

—Es mi esposa, nos lo contamos todo.

—¿Qué te ha contado?

—Me confirmó lo que vi, que llegaste a casa muy mal, con un síndrome de abstinencia preocupante y estuvo ayudándote a pasarlo de la mejor manera posible.

—Os escuché discutir.

—Sólo quería ver cómo estabas. Me convenció para que te dejara tranquila.

—Hizo bien, conociéndote…

—Por eso mismo, porque me conoces, deberías pensar que no habría… ya sabes.

—¿No habrías hecho lo mismo que hiciste cuando me encontraste inconsciente en vuestra cama?

—No lo habría hecho, estaba preocupado. Entonces no te conocía. Ahora, sería incapaz.

—No soy una adicta, Ángel, en Sevilla pasaron cosas… atroces que se me fueron de las manos.

—Claudia te examinó en busca de pinchazos y vio los tatuajes en detalle. ¿Qué ha pasado? Cuéntamelo ¿Quién te ha hecho eso?

—¿Por qué supones que me los han hecho sin consentimiento? 

—He visto a muchas chicas con tatuajes parecidos a lo que me ha descrito, no son del tipo que encuentras en el catálogo de una tienda. 

—Déjalo, no quiero hablar de ello.

—Enséñamelo.

—Ángel, basta, nos vamos.

—Quiero asegurarme. Enséñamelo, por favor.

—Asegurarte, ¿de qué?

—De que no te ha marcado un proxeneta. Es eso, ¿verdad? —concluyó al ver mi expresión de espanto por sentirme descubierta.

—Estás desvariando.

Saqué el bolso del cajón inferior, lo cerré con un golpe seco y me levanté para salir. Ángel me interceptó.

—¡Suéltame!

Me arrojó con violencia contra la pared. El bolso cayó al suelo durante el forcejeo. Me resistí, golpeando con los puños mientras él pugnaba por apartar mis manos del borde inferior del jersey. Lo destrozaría. Consiguió subirlo por encima del pecho. Yo manoteaba torpemente hasta que logró inmovilizar mis brazos sujetándolos por las muñecas. Tiró de la prenda desde la espalda y la sacó por encima de la cabeza. No podía contra esa brutalidad. El jersey salió disparado, dejando a la vista los pentágonos del pecho. Me rendí. Tarde o temprano acabaría viéndolos; si no era esa tarde, sería cualquier otra. Me obligó a darme la vuelta, recogió mi melena y descubrió el nueve en la nuca. Lo recorrió varias veces. Yo había cesado la resistencia, tenía la respiración agitada, pero ya no luchaba.

—¿Te desnudas tú o lo hago yo?

—Ángel, no —supliqué—, ¿y si queda alguien?

—Son las ocho. No hay nadie.

De cara a la pared, con su aliento tibio en la espalda, llevé las manos hacia atrás, bajé la cremallera de la falda y, por último, solté el enganche de la cintura. Ángel se anticipó: sujetó la prenda, la hizo descender por mis piernas y la depositó en una silla. A continuación, me bajó la braga hasta el límite inferior de los glúteos.

—Lo sabía. Es la marca de un proxeneta. ¿Desde cuándo?

Lo confesé todo con los ojos cerrados y la frente pegada al muro. Respondí a todas sus preguntas: dónde, cuándo, cómo empezó. “En Sevilla, hace pocos meses”. Le conté la relación de Mario con Candela, mi doble; la inquietud que me producía, mi obsesión por conocerla. Sus manos se apoyaron en mis caderas, una de ellas dibujó el contorno del pentágono en mis riñones: la vírgula, los paréntesis. Le descifré el significado: una vulva, un clítoris. Repasó los números romanos. “¿Por qué un nueve?”. Le conté que Candela era la siete; yo, la nueve.

—Y Mario, ¿lo sabe?

Afirmé en silencio.

—¿Cuánto cobras?

—Veinte mil. Ciento veinte euros.

—Puta…

Me llegó a los oídos desde atrás, desde la nuca, como un mazazo. Puta. Sin desprecio. Como un veredicto. Me sentí avergonzada, pero al mismo tiempo, liberada.

—¿Haces de todo?

—Todo, no.

Me giró con brusquedad, pegándome a la pared. Entonces, descubrió los corazones del pubis. Los tocó con dos dedos, índice y medio, y el pulgar en el vello.

—¿Mamadas?

—Sí.

—¿Tríos?

—También.

—¿Te acuestas con mujeres? ¿Con esa, la siete?

—Sí.

—Sodom… ¿Te dejas penetrar por detrás?

—…Sí.

—¿Por qué, Carmen, por qué?

No había apartado la mirada ni una sola vez durante el interrogatorio; sin embargo, ahora fui incapaz de sostenerla y me perdí en el techo. Le conté cuánto me había removido la 'terapia de puta'. Él ya lo sabía, pero convenía recordarlo para dar algún sentido a todo esto, si es que lo tenía.

Me escuchó atentamente. A mitad de la confesión me devolvió el jersey. No paré de hablar ni siquiera mientras me cubría.

Nos sentamos cara a cara. Estaba hablando con el psiquiatra, con el catedrático, con el terapeuta que había necesitado durante tanto tiempo. Él solo intervenía lo justo, como lo habría hecho yo con un paciente, para aclarar un punto oscuro o profundizar en un concepto. Le permití guiar la sesión, porque aquello se había transformado, sin remedio, en una consulta clínica.

Terminamos pasadas las diez de la noche con el compromiso de continuar.

—Gracias.

—¿Por qué? No he hecho nada.

—Por escuchar. Por no aprovecharte.

Mis palabras le causaron un daño visible.

—Sigues viendo a la persona que te violó, no vas a olvidarlo nunca, y lo entiendo.

—No he querido decir eso.

—Mario, ¿cómo está?

—Mejor lo aplazamos a la próxima sesión —le respondí, conteniendo a duras penas un gesto de dolor.

Llegué a casa cerca de las once, Mario estaba sentado en el salón. Me miró y siguió leyendo. 

—¿Has cenado? —Hizo un gesto negativo.

—¿Tú?

—Tampoco, he estado reunida hasta muy tarde.

Dejé el bolso y el chaquetón en una silla.

—¿Y el sujetador?

No respondí. Lo tenía en el bolso. No había explicación posible.

—¿Preparo algo?

—Ya lo hago yo, tú cámbiate.

Cenamos en un tenso silencio, el detalle del sujetador había echado por tierra cualquier acercamiento. Pero era necesario dar explicaciones.

—Siento lo de la otra noche, estaba pasando el bajón por el exceso de…

—No tienes que darme explicaciones.

—Por supuesto, debo hacerlo. Me comporté como una drogadicta y, aunque te cueste creerlo, no lo soy. Lo que consumo es esporádico, insignificante, pero lo de Sevilla superó todo lo que… En fin, el domingo estaba fuera de control y lo pagué contigo. Lo siento. Estuve en casa de Claudia, era la única persona que podía ayudarme.

—No me digas —respondió con sorna.

—Déjame hablar. Pasé el día en el gabinete fatal, peor de lo que viste. La llamé a mediodía, necesitaba serenarme. Se portó muy bien, sabía que podía contar con ella.

—¿Estás bien?

—Perfectamente. Lo del sujetador ha sido porque Ángel no estuvo y se enteró después de la existencia de los tatuajes. Esta tarde, después de la reunión… ya sabes cómo es, se empeñó en verlos. Dijo que por la descripción que le dio Claudia parecían la marca de un proxeneta. Me sentí descubierta; me forzó a enseñárselos. Luego se comportó como lo que es: un excelente profesional. Estuvimos hablando hasta las diez de la noche; fue una auténtica sesión clínica. No pasó nada, Mario, solo hablamos.

—No tienes que justificarte.

—No lo hago, simplemente quiero que lo sepas.

—Haz lo que quieras. Yo en tu lugar cuidaría mucho qué contarle; no deja de ser el tío que, cuando tuvo la oportunidad, te violó, aunque pareces haberte olvidado.

—Descuida, lo tengo bien presente.

Ese era el clima en el que vivíamos: frialdad, incomunicación, distanciamiento. Otra oportunidad perdida.


Tomás

Había dejado pasar demasiados días sin hablar con Tomás. A primera hora del miércoles, le llamé.

—Perdona que no haya llamado antes, he estado indispuesta y he tenido que ponerme al día en el gabinete.

—¿Qué te ha pasado, estás bien?

—Nada importante, no te preocupes. ¿Cuándo nos vemos?

Acepté la sugerencia de vernos en el "picadero" a las siete; nada me obligaba a llegar pronto a casa. Hice tiempo en la cafetería cercana; a menos diez entré por el portal. Le esperaría arriba. Abrí con mi juego de llaves, me serví un refresco, ventilé la casa; parecía llevar sin usarse quince días, por lo menos.

Tomás tardó media hora en llegar. Se deshizo en disculpas: los negocios, ya sabes, dijo, y me besó. No lo esperaba; no es que fuera extraño, pero esa forma tan tierna no era propia de un encuentro profesional. Le eché los brazos al cuello y me entregué toda a sus labios, al tacto de sus manos recorriéndome la espalda, a la sensación de nuestros cuerpos pegados.

Gemí, pero el sonido quedó apagado en su boca. Me acarició entera, logró atrapar el bajo de la falda y entró a palpar mi carne hambrienta. Separé lo que pude las piernas para darle acceso desde atrás a esos dedos hábiles que enseguida encontraron el camino a mis humedades. Rompimos el beso, nos miramos con furor, con deseo, sonreímos y pusimos rumbo a la alcoba. Nos lo debíamos.

…..

—¿Javier? Me llamó cuando estaba en Sevilla. Le diré que he vuelto.

—¿Qué te dijo?

—Dejó un par de mensajes. Tiene ganas de volver a verme.

Salí de la cama, necesitaba un cigarrillo. Cuando volví, él se había levantado.

—No podemos mantener abierto este asunto, lánzate a fondo. Tenemos que averiguar de una vez si Santacruz está metido en algo más que espiar a un empleado.

—Querías que fuera cauta, ahora me pides que le sonsaque. ¿Ha pasado algo que no me estás contando?

—El tiempo vuela y no obtengo respuestas, ni de ti ni de la gente que está trabajando otras opciones.

—¿Gerardo? —pregunté, volviendo a ocupar mi lugar en la cama. Cogió el cigarrillo de mis labios y dio una calada.

—Tú, céntrate en Santacruz. Haz todo lo que sabes hacer para volverlo loco por ti; cuando quiera más, muéstrate molesta por lo que ocurrió en tu casa. Ya verás cómo habla.

—¿Qué otra cosa puedo hacer? Nos hemos acostado, le he tirado de la lengua sin quedar en evidencia. ¿Qué más puede querer de mí?

—Vamos, Carmen, no te hagas la ingenua. Tienes las armas para seducirlo, llévalo al límite. Entonces, cuando recules porque sigues molesta por la intromisión en tu casa, hablará. Te aseguro que hablará con tal de no perderte.

—¿A qué te refieres con seducirlo al límite? —pregunté sin querer escuchar lo que estaba imaginando.

—Ese hombre, por ti, hará cualquier cosa, incluso pensar en dejar a su mujer si haces bien tu papel. Insinúale la situación que atraviesa tu matrimonio, ya verás cómo muerde el anzuelo. Después, cuando crea que te tiene, será el momento de los reproches; será un jarro de agua fría que no va a soportar. Si tiene algo oculto, lo soltará, se librará de la responsabilidad contándote la verdad: quién hizo el encargo.

—¿Me estás pidiendo que mercadee con mi crisis de pareja?

—Es un cartucho que debes tener preparado si no consigues resultados de otra forma.

—Es… ruin, Tomás; poner en riesgo su matrimonio en base a una falsa esperanza de tener algo sólido conmigo. Es miserable.

—Cariño, en la guerra y en los negocios, los escrúpulos te pueden llevar al desastre.

Recreé con la mirada perdida en el techo un escenario en el que Javier escuchaba una historia tejida entre la realidad y la mentira: mi matrimonio haciendo aguas, el hastío y la tristeza por el fracaso inminente. Todo esto en el lecho de un hotel cualquiera después de haberme dedicado a fondo, con un Javier exhausto, entregado, con el juicio nublado por un cuerpo de escándalo —el mío— y una capacidad sexual inagotable (por qué no reconocerlo, estaba harta de escucharlo). En esas circunstancias, yo lanzaría un órdago: su matrimonio tampoco era un camino de rosas —una idea amplificada tras mi soberbia actuación en la cama—. Estaría dispuesto a romper con su mujer y a unir nuestros destinos. Yo sonreiría ilusionada, le haría crearse un castillo en el aire. Entonces, plantearía los reproches: ¿cómo iba a fiarme del hombre que allanó mi hogar con tal de librarse de un empleado? Si escondía algo, sería el momento de la confesión, delataría a los culpables para limpiar su imagen. Si no había nada oculto, se desharía en disculpas.

En cualquier caso, habría iniciado una senda de difícil recorrido y peor final.

Me sentía sucia solo de pensarlo.

—Voy a… asearme.


---


—Y Mario, ¿cómo lo lleva?

Volvía del baño, él acababa de hacer unas llamadas. Lo había escuchado mientras me secaba.

Mario. No me apetecía hablar de él.

—Mal. No ha perdonado lo que ha pasado en Sevilla, apenas nos hablamos.

—No está siendo justo contigo; es tan responsable como tú, si no más.

—Me temo que esta vez no tiene arreglo. Jamás lo he visto tan defraudado.

—La que debería sentirse defraudada eres tú. Con todo lo que has pasado, necesitas apoyo, no reproches.

—Ya no hay ni reproches, esto se ha acabado, Tomás, y no debería sorprenderme. Hace tiempo que lo veo venir. Una vez se lo dije a Doménico, que no me extrañaría que en algún momento Mario se plantease pedirme el divorcio. Ya no soy la mujer que quería, he cambiado, y la culpa es compartida, puede que sea más suya. Es igual. Creo sinceramente que merece ser feliz. Ahora ha reencontrado al amor de su juventud, Elvira. ¿Por qué desperdiciar esta oportunidad por mantener un amor que se ha quemado?

—Piénsalo con calma. Decidas lo que decidas, me vas a tener apoyándote. Aquí tienes un puesto de alto nivel si decides partir de cero.

—No me importaría; el ambiente en el gabinete cada vez es más asfixiante.

—Si llegáis a separaros, puedes mudarte a uno de los pisos del grupo inmobiliario.

—No puedo aceptarlo.

—Puedes. Figurará en nómina como parte del salario.

—Nos estamos adelantando. Te lo agradezco de veras, pero no quiero depender de ti. Un salario, un piso… Ya soy tu amante, ¿qué más voy a ser, tu mantenida?

—¿Tan malo te parece? —dijo abrazándome. Me deshice de él sin violencia.

—No, en serio, no está todo perdido, todavía podemos arreglarlo.

—Sí, claro —respondió con marcada incredulidad.

—¿Te has enfadado?

—¡No, cariño! Lo entiendo, es que quiero ponértelo fácil.

—No sabes el bien que me haces. Anda, ven.

Me incliné sobre él derribándole en la cama. Mi cuerpo lo cubrió casi por entero; su calor me confortó. Tomás, siempre cálido, mullido, suave. Se sintió sobrepasado.

—Carmen… no sé si voy a poder.

—Yo me encargo. ¿Alguna vez me has dejado insatisfecha? Haz… ¿cómo fue lo que dijiste? Haz… todo lo que sabes hacer para volverme loca.

De un brinco, me puse a horcajadas sobre su rostro.

—¿O no te gusta lo que te he puesto delante?

—Eres… eres…

—Una zorra, sí. Empieza.


 Ausentes

Y a todo esto, Mario, ausente. Procuraba pasar el mínimo tiempo posible en casa, llegaba tarde, apenas hablábamos y aprovechaba cualquier excusa —o sin ella— para ausentarse uno o dos días.

Ausente. Física, mental y emocionalmente. Aunque debía reconocer que esa distancia había sido, en parte, provocada por mí.

Desde que salí de casa el lunes, no hice intención de hablar con él. Mis preocupaciones estaban en otro lado, en superar ese día de la mejor manera posible; no pensé en él, no pensé en nadie. Luego, cuando tomé la decisión de acudir a Claudia, pasé la tarde mirando el reloj y no se me ocurrió avisarle. Después, ya en su casa, me sumergí en el bálsamo que suponía aliviar el síndrome de abstinencia. La cocaína y lo que fuera que me suministró calmó la ansiedad; las manos expertas de Talita, también. Los cuidados de ambas, sin otra intención que ayudarme a salir del pozo en el que me había hundido, supusieron un cambio profundo en el concepto que me había formado de ellas, sobre todo de Claudia.

Al salir, le dejé un mensaje: “He pasado la noche con Claudia, llámame”. No respondió, ni esa ni las otras veces que lo intenté. Muy bien: si no quería saber, no sabría.

No sabría que estuve en la consulta de Ramiro. Aquella noche, ni preguntó ni se lo dije; bastante tuve con aguantar las ácidas pullas sobre mi paradero.


«—Si hubieras respondido a mis mensajes te habrías enterado.

—No necesitaba saber más, preferiste la compañía de Claudia, supongo que para rematar la faena.»

Debería haberme contenido. No pude, lo mandé a la mierda. Así acabó nuestra primera noche juntos.

Los días transcurrían en un ambiente gélido, cruzándonos solo las palabras indispensables. Procuraba pasar el mínimo tiempo en casa; él hacía lo mismo. Compartíamos lecho por no romper definitivamente el frágil lazo que nos unía.

Por si las cosas no estaban ya bastante tensas, un día Tomás llamó bien entrada la noche para convocarme a una reunión sobre Santacruz. Abandoné la cama para no despertarlo y hablé desde el salón. Volví a la alcoba; estaba despierto. “Lo siento”, le dije, tratando de abrir una brecha. No obtuve respuesta. No quiso saber quién llamaba a esas horas.

Tiré la toalla. No me quedaban fuerzas ni ánimo para seguir luchando por algo en lo que él no estaba dispuesto a poner empeño, de modo que asumí el proyecto Santacruz sin ningún reparo por el tiempo que le iba dedicar. Total, nadie me esperaba en casa. También él desaparecía sin dar explicaciones.


Y la vida siguió 

Como siguen las cosas que no tienen mucho sentido.”

Joaquín Sabina. Donde habita el olvido 1999


Nuria, el ardor

Mario dormía mal. La crisis que atravesaba su relación con Carmen había dejado un vacío difícil de llenar. Ni el trabajo ni la facultad podían compensar la cruel disyuntiva a la que se enfrentaba: elegir entre el amor que sentía por ella o cumplir con el deber de protegerla de sí mismo, por amor. Así que, cuando Nuria Guzmán, su amiga de la facultad, apareció por obra y gracia de una plaza vacante que Emilio se empeñó en crear de la nada, fue cuestión de horas y unos vinos que volvieran a conectar como si el tiempo no hubiera pasado.

Estaba igual, pero más hecha, más madura. Los años la habían convertido en una mujer atractiva y bien formada que mantenía la misma mirada incisiva de su juventud, solo que ahora, traspasada la frontera de los cuarenta, los ojos resultaban provocadores y la sonrisa, insinuante. Pechos agresivos, caderas en el límite de la decencia, muslos violentamente robustos y, en general, demasiado romana, al estilo de la Loren, aunque nunca hubiera puesto un pie en Fiumicino.

En esas cosas pensaba mientras Nuria hablaba del divorcio lejano; de su hija emancipada (le mostró una foto: un sorprendente calco de la madre a la edad en que la conoció); del rumbo que su vida profesional había seguido. Mario la escuchaba sin perder de vista sus labios gruesos, la media sonrisa que le seguía haciendo un hoyuelo tentador, sus pechos firmes, ocultos bajo una ligera blusa estratégicamente desabrochada capaz de mostrar una estrella tatuada en el canalillo.

Luego vino su turno. Dejó para el final el probable fracaso sentimental en ciernes y habló del también lejano divorcio. Nuria se acordaba de Elvira. “Erais inseparables”, le dijo. Mario respondió con un enigmático: “Nos seguimos viendo”. Desgranó su vida profesional, demorando el momento de hablar de la crisis que lo asfixiaba. Tanta confidencia y tantos vinos no hicieron sino reafirmar los lazos que un día estuvieron a punto de ser algo más que un rollo de verano. Por eso, cuando ella se despidió sin ganas con un escueto: «Ven a casa cuando quieras, te hago una tortilla y seguimos hablando», él no lo pensó dos veces.

Llegó a las nueve de la noche. Nuria abrió la puerta descalza, con una camiseta de algodón gris que le llegaba a medio muslo y una copa de vino en la mano. Olía a frutos secos y a un perfume que enseguida reconoció: el mismo que usaba Carmen.

—Pasa, doctor Freud —bromeó, dándole un abrazo breve pero firme—. Te veo cara de haber perdido un diván.

Se sentaron en la cocina. Comieron tortilla de patata, se bebieron casi una botella de Ribera y hablaron de todo menos del elefante en la habitación. Se trasladaron al salón. Nuria, sentada en un sillón, con las piernas recogidas en el asiento frente a él, mostraba por descuido el encaje negro de la prenda que le cubría el pubis. Mario evitaba mirar, pero era tan irresistible que una y otra vez se encontró descubierto, con la mirada fija en ese lugar recóndito. Nuria, sirviéndose la última copa, dijo:

—¿Sabes lo peor de estar sola? No tener a nadie que te quite las bragas cuando más lo necesitas.

Se atragantó. Nuria se levantó y le tendió la mano.

—Ven. Te enseño la casa.

Lo llevó por el pasillo a la alcoba. La luz era suave, casi dorada; un foco apuntaba hacia un gran cuadro de Klimt. Nuria se detuvo en medio de la habitación dándole la espalda. Sin mediar palabra, se quitó la camiseta. Llevaba un sujetador negro de encaje y un tanga diminuto del mismo tejido. Lentamente, se lo bajó a media pantorrilla, donde la delicada prenda quedó atrapada. Después se desabrochó el sujetador y lo dejó colgando de la mano derecha, balanceándose de los tirantes.

La imagen era impactante: de espaldas a él, una mano recogía la melena en la nuca, el sujetador colgaba flojo de la otra, las piernas separadas tensaban el tanga, el culo alzado, y la luz del foco marcaba cada curva con la precisión de un fotógrafo.

Mario sintió que le faltaba el aire.

Ella habló sin volverse.

—Ven. Termina lo que he empezado.

No vaciló. Le pasó las manos por la cintura y se detuvo en las caderas, rotundas, bien formadas. Nuria empujó hacia atrás, rozándole la erección. Hizo un gesto y el tanga cayó a los tobillos. El sujetador seguía en su mano, balanceándose.

Nuria se volteó, le bajó la cremallera y se arrodilló. Le sacó la polla ya dura, la miró un segundo y se la metió en la boca. Mario soltó un gemido. Ella succionó, jugando con la lengua alrededor del glande, acariciándole los testículos con una mano; la otra, apoyada en la cadera, todavía sostenía el sujetador y le rozaba el muslo. Subía y bajaba tortuosamente, dejando que la saliva resbalara por la barbilla, mirándolo a los ojos. Cuando sintió que lo tenía al límite, se levantó y le ofreció la espalda.

—Ahora fóllame —susurró.

La empujó contra la pared junto a la ventana. Le levantó una pierna, apoyó la rodilla en el alféizar y la penetró de una sola embestida profunda. Nuria gimió alto, arqueó la espalda y empujó hacia atrás para recibirlo más adentro. Empezaron a moverse con urgencia, el sonido de sus cuerpos en lucha llenó la habitación. Cada vez que salía casi del todo, ella gemía como si le doliera perderlo; cada vez que entraba hasta el fondo, apretaba para retenerlo.

Se corrió la primera vez de pie, con la cara apoyada en el cristal empañado. Mario sintió cómo se contraía y se dejó ir dentro.

No se detuvieron.

Nuria lo llevó a la cama, hincó las rodillas y volvió el rostro con una sonrisa que no era exactamente una sonrisa, sino una pregunta sin signos de interrogación.

Durante un instante, Mario se limitó a mirar ese culo que, contra toda lógica biológica, conservaba la firmeza insolente de los veinte años como si el tiempo hubiera decidido hacer una excepción con ella. Lo acarició, lo besó, abrió las nalgas con la misma delicadeza con que se abre un libro que uno teme estropear, y bajó la lengua hasta el anillo. Nuria contuvo la respiración; el cuerpo entero se convirtió en una sola nota tensa. Mario recogió el jugo de su sexo y lo llevó hacia atrás, dibujando círculos lentos alrededor del miedo. El esfínter se cerraba y abría como un ojo que se resiste a confiar.

—¿Qué haces? —preguntó ella. La pregunta llevaba otra implícita: ¿hasta dónde puede llegar la confianza?

—Domesticarlo —respondió él—. Hacer que pierda el miedo.

Nuria soltó una risa breve, nerviosa, la risa de quien reconoce la broma y, al mismo tiempo, la seriedad que hay detrás. Se quedó quieta, entregada al experimento. Mario insistió: quería que ese pequeño músculo lo conociera, que lo reconociera como amigo. Empujó la yema del dedo, empapada en ella.

El cuerpo de Nuria se cerró como una concha. Un «no» apenas audible, casi un suspiro, escapó de sus labios. El anillo se convirtió en un puño. Mario trató de retirar el dedo, no pudo hasta que ella aflojó el músculo. Luego, acarició las nalgas con una ternura que parecía pedir perdón por existir y la penetró por delante, lenta, profundamente.

Nuria soltó un gemido largo, mitad alivio, mitad disculpa.

—Lo siento —dijo.

Mario le besó la espalda.

—No tienes que excusarte por nada.

Ella giró la cabeza. En sus ojos había una gratitud profunda, la de quien ha sido comprendida sin necesidad de largas explicaciones.

—Eres un cielo —susurró.

Mario esbozó una sonrisa amarga. “Un canalla con piel de cordero”, pensó, y guardó silencio.

Se quedaron así: él, moviéndose despacio; ella, empujando hacia atrás hasta que el placer los alcanzó sin estridencias, como una música que se apaga sola cuando ya ha dicho todo.

Más tarde, bajo la ducha, el agua caía sobre ellos como una tarde de lluvia. Nuria le enjabonó el pecho; Mario le enjuagó el sexo hinchado y pasó los dedos con cuidado infinito por el esfínter todavía sensible. Ella lo miró con una ternura que no necesitaba palabras: gracias por no haber insistido, gracias por haber entendido.

Se besaron despacio. La llevó otra vez al orgasmo contra los azulejos, sosteniéndola porque las piernas le fallaron.

Cuando el agua empezó a enfriarse, Nuria apoyó la frente en su pecho.

—Otro día lo intentamos —dijo, casi sin voz.

Mario le acarició el pelo mojado.

—Y si nunca lo hacemos, también estará bien.

Ella asintió. Le contó que su ex la había obligado una vez; el recuerdo aún le cerraba el cuerpo.

La abrazó bajo el agua, y en aquel abrazo había una promesa tan sencilla como inmensa: entre ellos nunca habrá nada obligado, nunca habrá violencia disfrazada de amor; solo lo que ella, algún día, decida.

Se secaron el uno al otro. Nuria le puso una toalla alrededor de la cintura, le dio un beso suave.

—El tanga puedes quedártelo de recuerdo. A cambio, la próxima vez que te sientas solo, vienes directo aquí. Sin excusas, sin tortilla de por medio.

Mario sonrió, la abrazó por detrás y le susurró al oído:

—No soy fetichista de los que coleccionan bragas, prefiero recordar esta noche cuando te la vuelva a ver a media pierna.

Nuria se rió y entró al dormitorio. Dejó solo la tenue luz de la mesilla y se metió en la cama. Mario la siguió. Ella abrió las sábanas, le hizo sitio, se acurrucó en su pecho y lo abrazó con una pierna; la mano descansó sobre su corazón. No hablaron más. No hacía falta. El agua de la ducha aún les mantenía la piel húmeda; el calor de sus cuerpos se mezclaba bajo el edredón. Nuria le dio un beso suave en el cuello, cerró los ojos y, en menos de un minuto, su respiración se volvió lenta y profunda. Él la abrazó fuerte, sintió el pelo húmedo en la mejilla y el latido tranquilo de su corazón.

Y esa noche, por primera vez en meses, Mario durmió profundamente.

«Ausentes…»


Una segunda opinión

Poco después de volver de Sevilla, me quité la flecha del pezón y empecé a usar una de mis barritas para mantener abierto el agujero vertical. Un día, decidí ponerme algo diferente. Había pasado varias veces por delante de un centro de tatuajes de camino al parking; había visto algo en el escaparate. Por fin me decidí a entrar. El local me inspiró confianza: no era el típico antro cutre que se ve en otras zonas, orientado a góticos y punkies.

La campanilla de la puerta anunció mi entrada. “¡Un momento!”, escuché; me dediqué a curiosear las fotos de las paredes. Me fijé en el expositor que había llamado mi atención: había diferentes modelos de piercings: redondos, ovalados, con piedras; barras, con cadenitas. Descubrí unos que me interesaron: unas barras con una piedra rosa en un extremo y una triple cadena corta muy fina en el otro. Al cabo de un rato, apareció un chico y salió del local. Yo seguí curioseando.

—Hola, estaba terminando un trabajo. Tú dirás.

Quien me hablaba era un hombre de unos cuarenta, delgado, con el pelo rapado al estilo militar y perilla. De aspecto simpático, enfundado en una bata blanca, parecía un enfermero.

—Hola, verás, me acabo de hacer un piercing…

—¿Dónde?

—Eh… en el pezón, el izquierdo. Me estoy poniendo una barrita cuando no uso el… en fin, es que ya llevo otros, unos aros, y el nuevo va en vertical. Quería…

—¿Cuánto hace?

—Poco, dos semanas. Quiero…

—¿Te está curando bien?

—Sí, claro —dije, empezando a irritarme por tanta interrupción—. Lo que quiero es algo como esto.

Señalé las barras que me interesaban, aunque solo quería una.

—¿Te lo hizo un profesional, o fue en uno de esos sitios…? —dijo, frunciendo el ceño y basculando la cabeza.

Esta vez fui yo quien le interrumpió.

—Mira, lo único que quiero es saber el precio de estos y si los vendes por separado.

—Te lo digo porque no es el primer caso que se complica al cabo de un tiempo. Al principio todo va bien, pero si las dos trayectorias están demasiado cerca, podría crear demasiada tensión, aumentando el riesgo de rechazo, migración de la joya o incluso la ruptura de los tejidos. Además, con dos perforaciones cruzadas, la presión se concentra en un área muy pequeña, lo que puede deformar la anatomía del pezón.

—Me estás asustando.

—Déjame verlo, así nos aseguramos y te quedas tranquila. ¿Dónde te lo hiciste? —preguntó mientras me conducía a la trastienda.

—No fue aquí, fue en Sevilla.

—¿En Sevilla? —repitió, como si se tratase del peor escenario posible para hacerse un piercing.

La sala donde entré tenía el aspecto de una consulta médica. Los fluorescentes del techo zumbaban, iluminando la sala con una luz blanca y cruda. Me dijo que tomara asiento. Dejé el bolso y el chaquetón en una banqueta y ocupé una silla de piel sintética que crujió al acomodarme. Mis manos, apoyadas en los muslos, estaban un poco frías, aunque la temperatura de la habitación era agradable.

En la mesa de acero inoxidable, el instrumental estaba impecablemente ordenado. Pinzas, agujas de diferentes grosores y otros utensilios. Todo brillaba bajo la luz, reflejando cada detalle. Olía a desinfectante, un olor limpio y punzante, señal de que la higiene era una prioridad. En la pared había unos pósters con ejemplos de piercings. La música de fondo era tranquila, casi imperceptible, ayudaba a llenar el silencio tenso. Mientras él se ponía unos guantes de látex, me desabotoné la camisa e hice intención de quitármela.

—No hace falta, con que te descubras el pecho es suficiente.

Lo hice. Bajé la hombrera de la camisa, el tirante y la copa del sujetador. Me miraba con la misma asepsia de un médico. Palpó los alrededores del pezón buscando alguna inflamación; a continuación, se centró en localizar la trayectoria de ambas piezas. Las movió, una con cada mano. Me preguntó si sentía alguna molestia y volvió a preguntar cuando apretó el pezón con el pulgar. A esas alturas lo tenía como una piedra. Terminó el examen con un escueto: “Puedes vestirte” y se quitó los guantes.

—Es un buen trabajo, puedes estar tranquila.

—Gracias. —respondí con sinceridad—. Volviendo a las piezas que quería…

—Vamos a verlas.

—¿Podrías traerlas? Si me gusta y está bien de precio, lo mismo me la llevo puesta.

Dudó, no sé qué pensaría. ¿Una mujer joven que aún no se había cubierto el pecho, por puro despiste, hablando de negociar el precio de un articulo? Me cubrí inmediatamente.

Volvió con las barras. Sí, era lo que andaba buscando y aunque no se vendían por separado, el precio no constituía un problema. Me las quedaba.

—Si quieres, los esterilizo y te la pongo.

—Por favor.

Volví a descubrirme el pecho. Otra vez, mi ingenuidad —aunque no lo parezca— me hizo precipitarme. Esperé semidesnuda a que preparase la pieza y se enfundara las manos. Me vio y no dijo nada, salvo saciar la curiosidad un instante.

—¿Puedo preguntarte por qué te has perforado esta vez uno solo?

No podía decirle la verdad e inventé una historia: un capricho de mi marido.

—Y, si no soy indiscreto, ¿qué llevas puesto?

—Una flecha de metal oscuro, supongo que es titanio.

Puso las piezas sobre una bandeja, cogió una carpeta, pasó varias páginas y vino a enseñarme una repleta de flechas. Ahí estaba, una de ellas era casi idéntica. La señalé.

—Es como esta, es casi igual.

—Titanio, buena elección, no tendrás problema.

Dejó la carpeta y roció los guantes con un spray. Después de frotarse, se acercó con la bandeja. Frotó el pezón con una gasa empapada en alcohol, retiró la barra examinándola detalladamente y la perforación. A continuación, insertó la nueva pieza, que se deslizó fácilmente, y aseguró la bolita.

—Está totalmente curada —dijo, mostrándome el efecto en un espejo de mano.

—Me gusta.

Me cubrí mientras él guardaba las otras dos piezas en un estuche.

—Volveré, tienes modelos preciosos; he visto uno para el ombligo ideal.

—Cuando quieras. Voy a cerrar, ¿te apetece una cerveza?

Acepté la invitación con una sonrisa que intentaba disimular el cosquilleo en el estómago. No era solo la cerveza, era la forma en que me había mirado durante el examen: de un modo profesional, pero con un destello de curiosidad que ahora, en la penumbra del local, parecía más sugerente. Apagó las luces principales, dejando solo una lámpara de mesa que bañaba el mostrador en un tono ámbar cálido. Sacó dos botellines fríos de una neverita detrás del mostrador y me tendió uno.

—Soy Hugo, por cierto. Perdona si antes fui un poco pesado con las preguntas. Es el hábito; veo tantos desastres que prefiero prevenir.

—Carmen —respondí, chocando las botellas—. No te preocupes, me quedé más tranquila. Y oye, por una cerveza gratis, te perdono las interrupciones.

Nos reímos, el ambiente se relajó. Hablamos de todo un poco: de Sevilla, de cómo él había montado el estudio después de años en clínicas de modificación corporal en Barcelona. Terminamos las cervezas y salimos por la puerta trasera al callejón que daba al parking, donde el aire fresco de la noche me erizó la piel bajo la camisa. Hugo llevaba la chaqueta colgada del brazo, revelando una camiseta ajustada que marcaba una delgadez extrema, nada que ver con el estereotipo de piercer tatuado hasta las cejas. Caminamos hacia un bar cercano, uno de esos locales con terraza cubierta y calefactores que huelen a tapas y cañas recién tiradas.

Nos sentamos en una mesa apartada. Seguimos charlando, dejándonos llevar por la música y las miradas nada inocentes que nos lanzábamos. Bebí un sorbo largo; la cerveza estaba helada. El nuevo piercing rozaba contra la tela del sujetador cada vez que me movía, recordándome su presencia con un tirón sutil, casi erótico. Hugo notó cómo me ajustaba la camisa inconscientemente.

—¿Te molesta? —preguntó, señalando mi pecho con la barbilla.

—No, al contrario. Es… diferente. Me hace sentir… expuesta, pero en control.

Se detuvo un segundo de más en el bulto del pezón bajo la tela.

—El vertical, con la cadena… va a quedar brutal cuando cicatrice del todo. Si quieres, puedo ajustarte la longitud de las cadenitas otro día. Gratis, por ser clienta fiel.

Sonreí, sintiendo un calor que no venía de la cerveza. —Clienta fiel, ¿eh? ¿Eso incluye descuentos? Quiero otro para el ombligo.

—Depende de lo fiel que resultes —bromeó, su voz bajó un tono—. Oye, Carmen, no suelo invitar a cervezas a todas las mujeres que pasan por el estudio. Pero tú… entraste con la historia de la flecha y el marido caprichoso, y pensé: esta mujer tiene cojones.

Reí, el pulso se me aceleró. No corregí lo del marido; era una excusa segura. En cambio, me incliné hacia adelante, haciendo que la camisa se abriera un poco más de lo necesario.

—No es capricho de nadie. Es mío. Me lo hice porque quería sentir algo… intenso. La flecha es solo el principio.

Hugo tragó saliva. Pidió otra ronda. Cuando el camarero se fue, su mano rozó la mía sobre la mesa. No fue accidental.

—Intenso, ¿eh? En el estudio tengo muestras de cosas que… lo intensifican. Cadenas más largas, pesos, anillos para los pezones que se conectan.

Trazó un arco en el aire con el dedo, señalando la ruta entre mis pechos. Yo seguí el rumbo de su dedo con la mirada, dándome por aludida. Se acercó y me susurró al oído:

—Adornos para el clítoris…

—Lo del clítoris es una asignatura pendiente.

—Estás hablando con un experto.

—¿Experto en piercings o en clítoris?

—De lo primero ya te he dado muestra; sobre lo segundo, no quiero parecer presuntuoso —terminó, poniendo los ojos en blanco.

—Ya, ya.

Bebí un trago sin apartar la mirada. Nos estábamos midiendo y de ninguna manera iba a perder el pulso. Sus dedos seguían rozando los míos. No era mi tipo: alto, desgarbado, flacucho, rapado, ¡con perilla, por Dios! Sin embargo, tenía algo que lo hacía atractivo: la mirada de pillo. Me lo follaría.

—Si te animas, te muestro el catálogo privado.

El roce se convirtió en un algo deliberado. Trazó el sendero de una vena de la muñeca. Mi pezón, con la nueva barra, palpitaba.

—Catálogo privado suena… tentador. ¿Ahora?

—Mi piso está a dos calles. O volvemos al estudio.

Dudé un instante, pero el alcohol, la adrenalina del piercing fresco y esa mirada suya —profesional y depredador a la vez— me decidieron.

—Estudio. Quiero ver cómo quedan con la luz adecuada —me acerqué al oído como había hecho él—. Lo del clítoris, tendrá que esperar.

Volvimos caminando rápido, el viento azotaba mi chaquetón abierto. Hugo abrió la puerta trasera, encendió solo las luces de la sala de la consulta. El olor a desinfectante se mezclaba con algo más: expectativas. Sacó un álbum grueso de un cajón, pero en lugar de abrirlo, me miró.

—Primero, déjame comprobar que la barra esté perfecta. Siéntate.

Vaya excusa. Obedecí. El crujido de la silla de piel sintética rompió el silencio. Me descubrí el pecho sin que lo pidiera. La piedra rosa brillaba bajo la luz blanca, las cadenitas finas colgaban como un reclamo. Hugo se puso guantes nuevos; sus ojos ya no eran tan asépticos. Palpó alrededor, movió la barra con cuidado, pero cuando apretó el pezón se me escapó un gemido.

—¿Duele? —preguntó, sabiendo la respuesta.

—Qué va… sigue.

Sus dedos se demoraron, trazando las perforaciones cruzadas. Bajó la cabeza, y antes de que pudiera procesarlo, su boca rozó el pezón, un beso suave que contrastaba con el metal frío. Me arqueé hacia él.

—Hugo…

—Dime que pare si quieres.

No lo hice. Mi mano lo guió, sujeto por la nuca. Rodeó el pezón, tirando suavemente de las cadenitas, enviando ondas de un doloroso placer que me hicieron jadear. Cada tirón enviaba un rayo directo al clítoris hinchado bajo la tela de mis bragas. Se apartó, qué cabrón. Abrió el álbum: páginas repletas de joyas extremas, pinzas de todo tipo, barras que vibraban. Pero a esas alturas no estaba para mirar fotos.

Me levantó de la silla con sus manos fuertes en mi cintura y me sentó en la mesa de acero inoxidable. La superficie fría me mordió las nalgas cuando me subió la falda, exponiendo las bragas de encaje negro empapadas. Sus guantes crujieron al quitárselos con impaciencia, tirándolos al suelo. Besó cada perforación lamiendo el trayecto vertical donde la barra atravesaba mi carne rosada e hinchada. Luego bajó más, su perilla áspera rozó la curva inferior del pecho y el vientre, hasta que llegó al borde de las bragas.

Con un gruñido de aprobación, las bajó, dejándolas colgando de un tobillo. Me abrió las piernas y las colocó sobre los hombros. Su otra cabeza encontró el clítoris al instante frotando con la misma precisión que había usado en el examen. Jadeé, mis manos se aferraron al borde de la mesa. Las cadenitas del piercing se balanceaban con cada embestida. Reculó. Introdujo dos dedos curvándolos para golpear ese punto que me hace ver chiribitas; el pulgar presionaba mi entrada trasera con más cuidado del necesario. Un pequeño quiebro y mi agujerito y su dedo se entendieron sin vacilar, como pocos hombres lo consiguen.

Un segundo de vacío y me encontré sus labios suaves donde antes había tenido una verga dura a punto de taladrarme. Qué inoportuno, si no fuera porque sabía lo que hacía habría protestado.

—Joder, estás chorreando —le murmuró a mi rajita; su aliento caliente contrastaba con el acero frío bajo mi culo—. Quiero follarte con esto puesto.

¿De dónde lo había sacado? Un plug metálico apareció de la nada, achatado, con forma de cuerno, del tamaño de un dedo índice, grueso, mucho más grueso. Asentí frenéticamente, incapaz de pronunciar ni una palabra. Me bajó de la mesa para girarme, doblándome sobre ella. El metal helado contra mis pezones perforados me arrancó un grito ahogado; la barra vertical se clavó en la superficie, tirando de la carne sensible. Escuché el condón que se desenrollaba —siempre profesional, incluso ahora—. Luego, la gruesa polla presionó mi entrada, deslizándose centímetro a centímetro hasta llenarme por completo. A continuación, lo sentí horadarme el culo con el plug. Fue sencillo, ya estaba empapado y el metal penetró resbalando. Era igual que tener un anzuelo enganchado, supongo.

Embestía con fuerza, una mano en mi cadera, la otra sujetando el anzuelo para hacerlo avanzar y salir sincronizado con sus caderas. El placer-dolor explotó: el metal profundizaba, su polla golpeaba, mis paredes se contraían alrededor de él. Gemía su nombre, el eco rebotaba en la sala estéril. Cambió el ángulo para golpear mi punto G una y otra vez, hasta que el orgasmo me atravesó como un calambrazo. Mis piernas temblaron y expulsé chorros de humedad incontenibles, empapándole los muslos y el suelo.

No paró. Me giró de nuevo, sentándome en el borde, y volvió a entrar. Sus manos amasaban mis pechos, pellizcando los pezones deliciosamente.

—Córrete otra vez, Carmen. Quiero sentir cómo aprietas.

Lo hice, esta vez gritando. Mis uñas se clavaron en su espalda tatuada; el dragón enroscado quedó marcado con líneas rojas. Hugo embistió más rápido hasta que se corrió con un rugido; su polla pulsaba en mi interior y el condón capturaba cada gota. Eso esperaba.

Terminamos exhaustos sobre la camilla —me había llevado allí en algún momento del frenesí—, con la barra nueva adornada con gotas de sudor y restos de mi propia humedad. Hugo sonrió.

—Vuelve cuando quieras adornar ese ombligo. O por más tralla.

—Y por cervezas —susurré, sabiendo que esto era solo el principio de mis “caprichos”. Mi cuerpo aún temblaba con las réplicas; el piercing latía como un segundo corazón. Mañana dolería, pero ahora… ahora solo quería más.

«Ausentes…»


Elvira

Estaba harto. Apenas la veía y, cuando ocurría, la tensión era insoportable. Carmen llegaba tarde sin dar explicaciones; yo evitaba preguntar, no entraba en mis planes. Vivía amargado, como un reo condenado a patíbulo, contando los días. Ese era yo, y no me costaba fingir un carácter hosco, frío, distante. El futuro sin ella me dolía tanto que borraba cualquier atisbo de alegría.

Elvira parecía intuirlo, porque siempre estaba a tiempo para recoger mis pedazos. Hacía todo lo posible por llenar el hueco que mi mujer iba dejando. Nos veíamos cada vez con más frecuencia por las tardes, aunque solo fuera a tomar un café o una copa. Se convirtió en costumbre y en alivio de mi tristeza, tanto que la añoraba cuando las circunstancias de uno u otra lo impedían. Me llamaba a media mañana o la llamaba yo; podíamos pasarnos diez o quince minutos charlando con una sonrisa boba en la cara.

Elvira se había convertido en un salvavidas.

Por eso, cuando Carmen desapareció por un asunto de Tomás relacionado con Javier, del que no quise enterarme, le propuse un plan loco.

—Tómate libre un par de días… Sí, entre semana, ¿por qué no?, y nos vamos a un sitio que te va a encantar, los dos solos… Es una locura, ya lo sé; estamos locos, ¿no?

Lo hicimos. Mientras Carmen se follaba a Javier Santacruz como parte de un plan deleznable, yo le hice el amor a la que estaba destinada a ser mi mujer hasta que el miedo a equivocarnos nos jugó una mala pasada.


…..


Elvira está sentada en un sillón de cuero beige, con los pies apoyados en una banqueta y las piernas ligeramente separadas en una postura relajada cargada de intención. El cuerpo, reclinado en el respaldo; los brazos, apoyados con naturalidad sobre los reposabrazos. La luz tenue dibuja el contorno de su figura contra el fondo oscuro. Una sobrecamisa blanca de gasa translúcida, abierta por completo, muestra su torso desnudo; la tela cae holgada sobre los hombros y se arruga suavemente en la cintura. Una gargantilla negra de encaje, ceñida al cuello, aporta un contraste sobrio y elegante. Su expresión es tranquila y directa, con los labios entreabiertos en un gesto contenido; los ojos claros miran fijamente con una intensidad serena. El cabello ondulado cae suelto sobre los hombros, enmarcando el rostro con sencillez.

La habitación se extiende en un espacio amplio y minimalista, envuelta en una penumbra deliberada. Una única lámpara de pie, de pantalla negra y estructura metálica delgada, se alza en una esquina, proyectando un resplandor ámbar que apenas alcanza los contornos de los muebles. Las paredes de muros gruesos, pintadas en un gris antracita mate, absorben la luz en lugar de reflejarla, creando una atmósfera envolvente. El suelo es de madera oscura, pulida hasta conseguir un brillo sutil con vetas profundas que se pierden en las sombras. A un lado, una estantería baja de ébano alberga unos pocos libros encuadernados en cuero alineados con precisión; sobre ella, un cenicero de cristal labrado y un reloj de mesa detenido en una hora cualquiera. No hay cortinas: una ventana alta y estrecha, sin marco visible, filtra un hilo de luz mortecina desde el exterior. El aire es fresco con un leve aroma a madera y a cuero viejo; el silencio, absoluto, solo es interrumpido por el ocasional crujido del sillón bajo el peso de Elvira.

Diez minutos antes, quince tal vez, estábamos haciendo el amor, besándonos como unos adolescentes, mirándonos a los ojos con la misma ilusión con que lo hacíamos en la facultad, cogidos de la mano y haciendo planes que nunca llegamos a realizar. Elvira, mi Elvira, por fin está conmigo, en mí y yo en ella.

Se levanta con ímpetu y se pone la sobrecamisa, pensada para llevar otra prenda debajo. Esta vez no. Solo quiere cubrirse, quizás para protegerse del fresco del atardecer. No hay otra intención, y es justo eso lo que hace más potente el impacto de ver su desnudez a través de una prenda tan fina y ligera, incapaz de ocultar su belleza.

Desaparece; la pierdo durante unos minutos. Pienso en los años perdidos, en lo que pudo ser y no fue. Regresa y ocupa de nuevo el asiento. Yo sigo en mitad de la estancia, embobado, mirando a esta hermosa mujer que el azar me ha devuelto.

Mi Elvira. Sentada en un sillón de cuero beige, con los pies sobre una banqueta. Las piernas abiertas y esa sobrecamisa blanca de gasa translúcida, abierta por completo, muestra su torso desnudo. Sus ojos claros me miran con serena intensidad.

—Ven aquí.

El suelo cruje bajo mis pies descalzos. Doy un paso, otro y otro; cada uno pesa más que el anterior. Solo llevo un pantalón corto, la tela áspera roza la piel aún caliente de lo que hicimos hace apenas un cuarto de hora. Tengo cuarenta y cinco años y me siento como si tuviera dieciocho otra vez, temblando ante ella en la facultad.

Me detengo a un metro. Ella extiende la mano. La camisa de gasa se desliza por el hombro y descubre la curva perfecta del pecho.

Cojo su mano. Está fría.

—¿Te arrepientes? —pregunta.

Niego con la cabeza. La respuesta es más complicada que un sí o un no. Me arrepiento de los años que no tuvimos. Me arrepiento de haber elegido seguridad cuando ella me ofrecía incendio.

Pero de esto, de ella, de este instante… No.

—Carmen lo sabe —dice Elvira, sin soltarme la mano.

El aire se interrumpe en la garganta.

—¿Qué sabe?

—Sabe que… sabe que estás conmigo. No lo intuye, lo sabe.

Me suelto, retrocedo.

—No puede saberlo.

—Claro que puede. La llamé para decírselo, quería contar con ella.

Elvira se incorpora. La camisa se abre por completo. Ya no hay nada que oculte sus pechos, ni el vientre plano, ni la sombra oscura entre los muslos.

—Me llamó el domingo. Quería hablar conmigo. Dice que ha hecho cosas imperdonables. ¿A qué cosas se refiere?

No puedo. Tal vez, más adelante se lo cuente.

—Dice que vuestro matrimonio está acabado, que lo estás pasando muy mal y que soy yo quien puede ayudarte, la única que te ama de verdad. No lo digo yo, Mario, son sus palabras: La única que te puede amar… ¿cómo dijo?, sin el peso de los errores, sin las cicatrices del pasado. Quedé tan sorprendida como tú ahora. ¿Te das cuenta? Está dándonos su bendición para que iniciemos nuestro camino donde vosotros lo habéis terminado. Se lo pregunté, no obstante. Su respuesta no pudo ser más clara: “Daos una oportunidad, lucha por él”.

No puedo creerlo. Es tan duro, tan demoledor que el cuerpo no responde y me dejo caer en la banqueta.

—No puede ser.

Elvira se inclina hacia adelante, apoya los codos en las rodillas y me mira de cerca. Su aliento huele a nosotros.

—No te pido que elijas. Ya elegiste hace diez años y otra vez hace tres semanas cuando me escribiste aquel mensaje a las cuatro de la mañana. Solo digo que no tienes que sentirte culpable. Carmen no te odia. Te está dejando ir.

Una lágrima resbala por la mejilla. Elvira la recoge con el pulgar y se la lleva a los labios.

—Ven —susurra—. Ven, amor mío.

Tira de mis hombros, caigo de rodillas entre sus piernas, la camisa cae a ambos lados. Me refugio en su pecho, ella me abraza. ¿Es cierto? ¿Se ha acabado? Me besa, me acaricia. Sus muslos cálidos me acogen buscando reconfortarme. Y yo, yo solo puedo dejarme llevar.

La beso en el cuello. Ella vence la cabeza hacia atrás para ofrecérmelo, sus dedos me acarician el cabello. Inicio un camino que he recorrido cien veces: paso por su hombro, por la clavícula, alcanzo el pecho olvidando todo lo que no sea la realidad urgente de su cuerpo, su olor, el gemido que escapa de sus labios. Bajo a su vientre, la beso justo encima del ombligo, luego desciendo despacio dejando un rastro húmedo sobre su piel. Mis labios recorren la línea suave del abdomen, la curva perfecta donde comienza el hueso de la cadera. Mis dedos rozan la vieja huella del asfalto, una cicatriz profunda en el muslo que ya es parte inmutable de ella y, por ende, de mi amor.

Su respiración se vuelve pesada, el pecho sube y baja con una rapidez febril. Al llegar al borde del pubis la siento temblar. Le separo los muslos. Está abierta, hinchada, empapada no solo de lo que hicimos hace un rato, sino de lo que está a punto de suceder. La beso allí, despacio, como si fuera la primera vez que la toco. El sabor de los dos, mezclado, me arrebata.

Gimo pegado a ella. Elvira responde con un jadeo largo, un sonido que parece surgir desde el fondo de su alma.

Comienzo a lamerla despacio, de abajo arriba, recojo cada gota, dibujo círculos lentos alrededor del clítoris. Elvira se agarra a los reposabrazos, arquea la espalda. Acelero el ritmo: primero, la lengua plana y fuerte; luego, la punta rápida y precisa. Sin previo aviso, le introduzco dos dedos, los curvo justo en ese punto que la enloquece. Ella grita mi nombre, un clamor alto y sin pudor.

—¡Mario… joder… no pares…!

Acelero. Los dedos entran y salen con un sonido húmedo y obsceno. Con la otra mano aprieto el clítoris entre dos dedos; mi lengua lo golpea sin piedad. Sus caderas se alzan del sillón buscando más, siempre más. La siento palpitar entre mis dedos. Cuando sé que está al borde, me retiro un segundo y la miro. Tiene los ojos cerrados, la boca entreabierta, el pelo pegado a la cara por el sudor. Qué bella.

—¡Mario! —suplica.

—Mírame.

Abre los ojos. Están vidriosos, completamente perdidos.

Entonces vuelvo a bajar y la devoro entera. Chupo, muerdo, lamo como si quisiera grabarme su sabor para siempre. Ella explota en un grito largo y roto; sus piernas tiemblan alrededor de mi cabeza, los muslos aprietan hasta ahogarme. La sujeto fuerte por las caderas para que no escape y sigo lamiendo, más suave, acompañando las contracciones que se apagan poco a poco. Cuando por fin queda quieta, jadeando, levanto la cabeza, pero no me separo.

Me mira desde arriba. Tiene los ojos brillantes y las mejillas encendidas. Baja una mano, me acaricia el pelo, el rostro, se acaricia a sí misma muy dentro, me unge los labios y se lleva un dedo a la boca para chuparlo despacio, saboreándose. Después, me regala una sonrisa que nunca le había visto antes.

—Ahora me toca a mí —susurra.

Me sienta en el sillón y se arrodilla entre mis piernas. Antes de bajar, me besa en la boca compartiendo nuestro sabor. De un tirón, me libera la verga. Elvira me mira un segundo —solo un segundo—, después la lleva hasta el fondo de la garganta, sin preliminares. Succiona con fuerza, aprieta los labios, gira la lengua alrededor del glande. Cómo ha cambiado esta mujer.

No aguanto mucho. La cojo por los brazos, la levanto y la siento a horcajadas sobre mí. La camisa cuelga abierta. La penetro de una sola embestida y ella sofoca un grito en mi cuello. Sus caderas comienzan a moverse en círculos lentos, profundos, torturadores.

—Más fuerte —susurra.

Obedezco. La agarro por las nalgas, la alzo y la bajo con violencia, una y otra vez. El sillón amenaza con romperse. El sonido húmedo de nuestros cuerpos llena la habitación. Ella echa la cabeza hacia atrás; el cabello cae como una cascada, la gargantilla negra brilla en contraste con la palidez de su garganta.

Me corro primero con un grito ahogado. Siento cómo me aprieta desde dentro, cómo se corre ella también apretándome las costillas con los muslos hasta doler.

Se queda encima de mí, respirando en mi cuello. Ninguno dice nada durante un largo rato.

Me mira a los ojos y dice muy bajito, como una promesa grabada en el aire:

—Te voy a hacer feliz, Mario. Te juro que esta vez te voy a hacer feliz.


…..


No consigo dormir. Me levantaría, pero temo despertarla. Ella duerme tranquila sobre mi hombro, ajena a la tormenta que se abate sobre mí. Carmen ha decidido por los dos dar por terminada nuestra vida en común. Ha dado los pasos para organizar el futuro, mi futuro, sin contar con lo que yo pueda opinar. Ha movido las piezas del tablero a su criterio. ¿Y si yo no estoy de acuerdo? ¿Y si no quiero acabar lo que hasta ayer era un camino feliz? Ha bendecido nuestra unión, dice Elvira, porque nuestro matrimonio está acabado. Es lo que piensa: que nuestro matrimonio está acabado.

No me da opción a discutirlo, a decirle que está equivocada, que la sigo queriendo como el primer día, que me he equivocado muchas, muchas veces, pero puedo cambiar, quiero cambiar; por ella, por nosotros, soy capaz de cambiar.

A no ser…

A no ser que esto sea una excusa, una forma de encubrir la verdad. Una verdad orquestada con quien me ha hecho sentir culpable. Con quien me ha hecho aceptar que, por su bien, debo renunciar a ella.


«¿Has pensado alguna vez dejarla libre? Si de verdad la quieres tanto como dices, es lo mejor que podrías hacer por ella, porque si no lo haces tú, Carmen no va a dar el paso, todavía cree en ti, a pesar de todo. A corto plazo sufrirá por tu pérdida, con el tiempo comprenderá que liberarse de ti y de tus obsesiones fue la mejor decisión. Es una gran mujer, te recordará sin rencor, incluso con cariño.»

«Apártate, estás a tiempo. Carmen va a sufrir, pero a la larga saldrá adelante, conseguirá ser feliz.»

«Ella no va a dar el paso, debes ser tú quien lo haga, no se merece esto.»

«Apártate. Déjala libre. No se merece esto. Es lo mejor para ella. Liberarse de ti es la mejor decisión. Apártate. Es lo mejor. Déjala libre. Saldrá adelante. Será feliz.»


No, qué estoy diciendo. Ella misma lo dijo hace tiempo, mucho antes de que la influencia de Tomás se hiciera patente. Cree que no es la mujer que yo soñaba; piensa que yo, con todo lo que le he hecho, ya no soy el hombre del que se enamoró.

Elvira se agita en mis brazos, suspira hondo y vuelve a relajarse. Es posible que mi desazón esté alterando su descanso. Apoya una mano sobre mi vientre; el roce de su pierna buscando el contacto me enternece.

No consigo cerrar los ojos. ¿Qué es lo que quiere Carmen? No se me va de la cabeza el día que hablamos de Javier, el bodeguero. Fue antes de navidades. Nos fuimos calentando y en un abrir y cerrar de ojos la tenía dentro de mis pantalones. Como una experta carterista, se había apoderado del botín y lo estrujaba entre los dedos buscando poner más duro lo que ya estaba duro como la roca. Qué hábil es.


«—¿Te he dicho alguna vez lo zorra que eres?

Se le heló mirada, apretó los testículos y pensé en el mensaje que el perro envía cuando marca al amo con las fauces: “podría hacerte daño si quisiera, pero no quiero”. ¿Era ella o la otra que a veces la poseía? Si una de las dos quería vengar las afrentas, sin duda era el momento.

—Muchas, demasiadas, hasta conseguir que me lo creyera. —respondió.

Un segundo de incertidumbre. Era ella, soltó y me besó furiosamente.

—Si no estás conforme puedo revertirlo —dije—. Repite conmigo: Soy una mujer decente.

—¡De eso nada!, me gusta mucho cómo soy ahora. Además, tú ya tienes esa parte cubierta con Elvira.

—No digas bobadas.

—Míralo de esta forma: si algún día te hartas de tanto zorreo, carpetazo y vida nueva.

Un aluvión de emociones me vapuleó. No era la primera vez que presagiaba algo parecido. Hubo una vez un diálogo entre Carmen y Doménico que escuché agazapado detrás de la puerta de nuestra alcoba.


“—Estoy casada, nunca voy a ser tu mujer de verdad.

—Si te divorciaras… 

—Si nos divorciamos tú nunca te casarás conmigo, lo sabes. 

—No lo sabes. ¿Me darías un hijo? Di, ¿me lo darías? 

—No entra en nuestros planes, jamás nos lo hemos planteado. 

—No es lo que te he preguntado, dime, ¿me darías un hijo? 

—En otra vida, puede ser. 

—¿Sí o no? 

—Si fuera libre… no sé, inmediatamente no. Tal vez. 

—¿Sí o no?  

—Sí.

—Pues habrá que matarlo.

—Ni así te casarías conmigo. No, no me veo divorciada, aunque no sería descabellado, puede que no esté lejos.

—¿Por qué dices eso?

—No me extrañaría que en algún momento Mario se plantee pedirme el divorcio, ya no soy la mujer que quería, he cambiado y la culpa es compartida, qué digo, puede que sea más suya, pero es igual, merece ser feliz, ahora tiene alternativas que le permitirán recuperar la paz. Ha reencontrado al amor de su juventud, también está Graciela, ¿por qué desperdiciar esas oportunidades para mantener un amor que se ha quemado?”  (2)


Sentí un vértigo insoportable.

—¡No vuelvas a decirlo, me oyes!

—Venga, tampoco te pongas así, es broma.

—Ni en broma, no quiero volver a oírlo.» (1)



Me levanté tratando de no despertarla. Aquel mal recuerdo me había secado la boca. Bebí un vaso de agua y salí al porche. El aire de la noche me trajo el aroma de las primeras mimosas; el contraste con el calor de la casa fue un respiro delicioso. A lo lejos, rompía la quietud el profundo ulular del búho real, una pulsación rítmica que se mezclaba con el eco lejano de una conversación. La brisa trajo el olor a tierra mojada. El cielo, salpicado de estrellas, invitaba a la quietud. Me senté en el poyo de piedra gastada del porche. Era la paz absoluta, la pausa perfecta donde el tiempo se diluye.

Doménico, ¿cómo no lo había pensado antes? Se comunicaban con relativa frecuencia, aunque Carmen apenas lo mencionaba. Quizás porque había otros asuntos que ensombrecían la oportunidad de traerlo a nuestra cama como un espíritu.

¿Es posible que fuera la alternativa oculta?

No era nada descabellado. Había mostrado sus cartas desde el principio: no tenía intención de romper nuestro matrimonio porque había comprobado que Carmen, sin mí, no era feliz. Pero si nuestra pareja estaba rota…

Acaso lo llevan pensando mucho tiempo y ha tenido que suceder esta crisis para que hayan decidido dar el paso.

Puede que yo sea el equivocado y todos ellos estén en lo cierto. Si es así, lo único que me queda por hacer es continuar interpretando mi papel de esposo defraudado; es lo que más puede allanarle el camino a Carmen sin causarle remordimientos.

Siento un escalofrío que me mueve a levantarme de la piedra. Camino entre sombras. Un aleteo brusco mueve unas ramas. Vislumbro un futuro posible, probable, el mejor de los escenarios para todos: Elvira y yo en otra casa —no podría vivir en la que ha sido hogar durante una década—, Carmen y Doménico viviendo entre Milán y Madrid, tal vez con el hijo que yo no le he dado y el italiano desea fervientemente. El mejor escenario para ella.

Estoy temblando, mejor vuelvo a la cama.

«Ausentes…»


Santacruz

Hablé con Javier. Como preveía, hizo lo imposible para abrir un hueco en su agenda. Esa misma noche, a las once, el móvil vibró. Número oculto. Lo cogí.

—Javier. ¿No duermes nunca?

—Duermo cuando gano. Escucha: los alemanes quieren verme el lunes. Necesito una traductora competente.

—¿Y has pensado en mí?

—He pensado en tu alemán, en tu falda ceñida y en que Müller no firma si no le excita la cara que le traduce y se imagina follándola.

—Déjame pensarlo.

Colgamos.

Tomás me dijo una vez: «No te acerques más a él hasta que tengamos la lista de proveedores». Pero la lista estaba en el portátil de Javier, y el portátil estaría en la suite del Eurobuilding entre sábanas revueltas. Era la única forma.

A todo esto, Mario, que había asistido a la conversación, no mostró ningún interés. Le miré y su indiferencia me hirió. Desistí, no iba a estrellarme contra un muro. Me levanté y salí a la terraza a llamarle. El aire fresco me acarició. Quedamos a desayunar en el Café Comercial.


…..


Llegó con traje gris marengo y ojeras que delataban una noche de insomnio. Yo llevaba vaqueros ajustados, camisa negra que marcaba los pezones, cazadora forrada y cara de quien no ha decidido nada.

—Te pago mil quinientos euros por cuatro horas —dijo sin preámbulos.

—No me vendo por horas.

—Dos mil y una cena donde te quitaré las bragas antes de los postres.

—Eh, frena un poco. La cena la elijo yo.

Se rió, me cogió la mano y la apretó como quien cierra un trato.

—Hay un problema —añadí—. Si voy, necesito saber exactamente qué vais a negociar.

—Un edificio de oficinas en Velázquez. Catorce mil metros. Ellos ponen el sesenta por ciento, yo el cuarenta. Y para ti, la polla dura si hay acuerdo.

—¡Vaya, cómo estamos hoy!

—Te he visto entrar meneando las caderas y me has puesto a cien.

—¿Y la memoria de calidades?

—Qué enterada te veo. La está terminando el arquitecto.

—Mentirosillo. Seguro que la tenéis en alemán de andar por casa.

Guardó silencio. Me miró como quien espera el jaque mate.

—Dame una razón para decir que sí —pedí.

—Porque si firmo, me forro. Y porque si aceptas, te llevo a Múnich a la firma en un jet privado y te follo en el baño del avión contra el espejo hasta tomar tierra.

Sonreí; ya me palpitaba el coño.

—Esa es la segunda razón. Dame la primera.

—Porque te necesito, Carmen. Y porque tú también necesitas algo de mí.

Bingo.

—Trato. Pero con condiciones: Primera: copia de todo lo que vayáis a firmar.

—¿Por qué?

—Porque traduzco a oído y necesito comprobar el detalle. Si me equivoco, me demandan a mí, no a ti.

—Me parece razonable. ¿Algo más?

Una idea apareció como un fogonazo.

—Segunda: cinco minutos con tu portátil.

—¿Para qué?

—Para volcar la documentación en mi servidor. Mi portátil está en el taller. Si el ordenador se cuelga durante la reunión, el cliente se levanta y se va. Ya he pasado por eso.

—¿Tienes un servidor? —preguntó extrañado, pero intrigado.

—El del gabinete —improvisé—. Cada facultativo tiene un espacio privado donde almacenamos documentación crítica.

Javier se rio.

—Eres la traductora más paranoica que conozco, y la más puta, en el buen sentido.

—Y la que más cobra. ¿Trato?

—Trato.

Le di la mano, rozándole la palma con las uñas.

—Tercera: la cena, la pago yo.

Se rio con ganas y firmó en el aire.

Media hora después puse al corriente a Tomás. La idea de cotillear su portátil, ahora me parecía irrealizable. “Te llamo luego”, respondió.

Esa noche, a la una menos cuarto, llamada entrante: Tomás. Me levanté con sigilo y fui al salón.

—Escucha: mañana por la tarde, reunión en Tándem Export, vamos a estudiar la forma de grabar la reunión del lunes.


La estrategia 

Viernes, cuatro y media. Las persianas venecianas de la oficina en la planta dieciocho de la Torre Picasso filtraban la luz de la tarde, proyectando sombras duras sobre la mesa ovalada de caoba. Tomás Rivas tamborileaba con los dedos sobre un dossier cerrado. A su izquierda, Carmen acariciaba la huella de la alianza ausente, como si tratara de hacerla desaparecer. A la derecha, Fernando Vallina, responsable de seguridad del grupo, y Luis Soto, director de nuevos negocios de Tándem Export. Frente a ellos, Sergio —camisa arremangada, cicatriz fina en la ceja izquierda— desplegaba sobre la mesa un paño negro de terciopelo demasiado pequeño para contener nada peligroso.

Tomás se puso de pie con la energía contenida que siempre precede a las decisiones irreversibles. Ajustó el cuello de la camisa, como si el gesto le ayudara a ordenar las ideas.

—Escuchad bien —empezó, paseando lentamente junto a la pared—. Tenemos una oportunidad única para obtener información estratégica de Santacruz; si lo hacemos bien, nos puede llevar a descubrir quién está detrás del espionaje en el que estoy presuntamente involucrado. Quiero zanjar de una vez el asunto y vamos a hacerlo a la antigua: gente dentro, gente fuera, y un tercer equipo que ni siquiera el resto sepa que existe.

Se detuvo detrás de ella. Carmen, inclinada sobre el mapa, se irguió al percibir la pausa y descansó en el respaldo. Llevaba el pelo recogido en un moño alto que dejaba al descubierto la nuca. Tomás posó las manos en sus hombros con seguridad, deslizó los dedos hacia la clavícula, rozando la piel justo por encima del amplio escote de la blusa negra.

—Carmen se va a encargar de establecer el contacto —continuó, con la voz baja—. Tiene el perfil perfecto: confía en ella, ha bajado la guardia, le va a dar acceso a su portátil. Si juega bien sus cartas, hará pasar desapercibido un micrófono en el escote que transmita todo lo que se hable.

Sergio había intentado seguir el hilo del discurso, pero las palabras de Tomás se habían convertido en un rumor distante. Toda su atención quedó atrapada en la mano de este: los dedos se deslizaban con lentitud deliberada sobre la piel tibia de Carmen, justo donde la blusa, algo descolocada, descubría el perfil de la clavícula. Cada énfasis del argumento parecía acompañarse de una presión más profunda, más íntima.

Ella no se apartaba. Respiraba con una cadencia pausada que tensaba la tela sobre su pecho; los pezones se marcaban rabiosos bajo la seda. Sergio sintió el calor subirle a las mejillas y, más abajo, la evidencia inevitable de su excitación.

Tomás interrumpió el discurso. El silencio se hizo denso.

—¿Sigues con nosotros, Sergio?

Sergio tragó saliva. La sangre le latía en las sienes, en el pecho, en la entrepierna.

—Me… distraje —murmuró.

Carmen volvió la cabeza. El moño alto dejaba la nuca al aire, frágil y expuesta. Sus labios se entreabrieron, húmedos, sin llegar a sonreír; lo observó con tal serenidad que lo atravesó. Sus ojos descendieron bajo la mesa de cristal. Allí estaba, inconfundible. Ella lo vio; él lo supo en el acto. El rubor le quemó la cara.

Tomás abrió la mano, abarcando más piel, más carne. Detuvo el pulgar en el hueco de la clavícula, descendió hasta rozar el borde del sostén y la curva superior del pecho. Carmen se estremeció, se recostó contra el torso de Tomás, entregada. Los pezones se dibujaron con nitidez bajo la blusa.

Sergio contempló la escena incapaz de apartar la mirada. Tomás esbozó una sonrisa breve, afilada.

Solo entonces retiró la mano, no sin antes dejarla resbalar por su brazo —el hueco del codo, la muñeca— hasta entrelazar sus dedos con los de ella, un segundo más allá de lo necesario. Carmen cerró los ojos un instante, olvidando cuanto la rodeaba.

Tomás regresó a su asiento con esa lentitud serena de quien no necesita proclamar su victoria. Antes de alejarse, se inclinó y le susurró algo al oído; los labios apenas rozaron el lóbulo, bastó para que un leve temblor le recorriera el cuello. Carmen asintió con una inclinación casi imperceptible y, bajo la mesa, apretó con fuerza los muslos.

Sergio permaneció inmóvil, tenía la respiración alterada. La erección dolía, tensa, imposible de ignorar. Y comprendió, con una claridad helada, que nada de lo ocurrido había sido casual.

Había sido una demostración deliberada de dominio.

—Bien. —retomó, golpeando con los nudillos el plano—. El equipo de afuera se coloca aquí. El de adentro… en una mesa lo suficientemente cerca para captar la recepción.

Se sentó, cruzó los brazos y miró a Sergio.

—¿Alguna duda, o volvemos a distraernos?

Sergio negó con la cabeza. Carmen se centró en el plano; sus dedos tamborilearon una sola vez sobre la mesa, un tic nervioso que solo él identificó.

—No va a ser exactamente como lo planteas —carraspeó—. Esto es lo que vamos a usar —dijo Sergio, abriendo el paño con la misma parsimonia que un cirujano destapa un bisturí—. No tenemos juguetes de ciencia ficción, pero tenemos lo mejor que se puede comprar sin pasar por la Dirección General.

Sacó primero el micrófono: una cápsula negra del tamaño de la uña del meñique, con el logotipo Sennheiser grabado en minúsculas.

—MKE 2-P-C. El mismo que usaron para los directos de la boda de la Infanta. Cuesta más que mi sueldo de un mes cuando llevaba placa. —Lo sostuvo entre el pulgar y el índice como si fuera una joya—. Omnidireccional. Si lo pones bien, recoge la voz de frente y rechaza el ruido lateral. El truco está en pegarlo aquí.

Se tocó el hueco justo encima del esternón, donde la clavícula forma una pequeña depresión.

—Esparadrapo transparente, de hospital. No deja marca. Encima, un trocito de toallita húmeda seca para amortiguar el roce. Si el collar se mueve, el micrófono se queda quieto. Si el micrófono se mueve, la grabación se va al carajo.

Carmen tragó saliva. Llevaba una blusa de seda cruda color crema y una chaqueta entallada. Sergio la miró sin disimulo.

—Te lo pondremos debajo de algo que lo oculte, un collar grueso, por ejemplo. El cable bajará por dentro de la blusa hasta la cintura.j

Tomás carraspeó.

—¿Y el emisor?

Sergio sacó la segunda pieza: un rectángulo negro mate, más pequeño que un paquete de tabaco, con un único led rojo diminuto.

—No hay emisor. Vamos a lo seguro. Micrograbador ruso. Marca Nagra, pero no el modelo grande de los periodistas. Este es el SNS, versión espía. Memoria flash de sesenta y cuatro megas. Cuatro horas y media en calidad WAV sin compresión. Entrada de micrófono de 2,5 milímetros, jack blindado. Batería de litio; dura tres horas y cuarenta si activas el modo ahorro. Lo llevaremos en una riñonera fina, pegada al cuerpo, cerca de la espalda baja o sobre el abdomen. Esto permite cambiar discretamente la batería o verificar el estado de la grabación.

—Aprobado —dijo Tomás—, pasa el gasto a contabilidad.

—Vamos a hacer un ensayo. ¿Puedo?

Fue Tomás, y no ella, quien dio permiso.

—Quítate la chaqueta, por favor.

Se levantó y se desprendió de la chaqueta. Sergio no parpadeó; era trabajo.

—Desabróchate un poco la blusa. —dijo y miró a Tomás; este volvió a asentir.

Lo hizo, se desabrochó el primer botón. Sergio tomó la cápsula, la limpió con un algodón impregnado en alcohol y la colocó en la depresión de la clavícula. Un trozo de esparadrapo, otro más pequeño encima. El cable —fino como un hilo de coser— lo pegó con tiras de cinta a lo largo del esternón, luego lo pasó por debajo de la banda del sujetador, siguiendo la costura central. Se había ido desabrochando la blusa a medida que Sergio avanzaba; cada vez que pegaba un trozo, soplaba suavemente para que la piel no se irritara.

—Respira hondo.

Carmen inspiró. El cable no se movió.

—Bien. Ahora el grabador.

Le entregó la riñonera: una tira de nailon negro con un bolsillo acolchado. Dentro, el micrograbador encajaba perfecto. El interruptor deslizante quedaba a la altura del dedo índice cuando ella metía la mano por detrás, como quien se rasca la espalda.

—Enciéndelo justo antes de sentarte a la mesa. O agáchate fingiendo que te ajustas la media. El led rojo parpadea una vez cada diez segundos cuando graba. Si parpadea dos veces rápido, batería baja. Si se queda fijo, memoria llena. Compruébalo en el baño. En ese caso, lo cambias por el de repuesto que llevarás en el bolso.

Tomás se levantó, se sirvió un whisky del mueble bar sin ofrecer a nadie.

—¿Alcance?

—No hay transmisor. Es cableado. Nada de frecuencias que puedan barrer. Con esto no pita nada.

Carmen se miró al espejo. No se notaba. Ni un bulto, ni una arruga extraña. Solo vio su cara más pálida de lo habitual.

—¿Y si me abraza? —preguntó en voz baja.

Sergio sonrió por primera vez.

—Entonces rezas para que no apriete demasiado fuerte por detrás. El grabador es plano. Si te coge de la cintura… bueno, dile que tienes lumbago y te apartas. O le metes lengua y lo distraes. Tú sabrás.

Carmen no esperaba tal comentario. Miró a Tomás, que se limitó a preguntar:

—¿Ruido ambiental?

—El MKE 2 tiene un filtro interno, corta por debajo de 150 hercios. Los platos, los cubiertos, la música del restaurante… todo eso queda atenuado. Pero si alguien grita o se le cae una bandeja, se cuela. Habla bajito y cerca, máximo cuarenta centímetros de la boca de Santacruz. Si se aparta, te inclinas. Si se inclina él, retrocedes un poco. Es un baile.

Se abrochó la blusa y se puso la chaqueta. Sergio le entregó un espejito.

—Mírate de perfil. ¿Ves algo?

Ella negó con la cabeza.

—Perfecto. Camina.

Dio tres pasos por la sala. Sergio escuchaba con los ojos cerrados.

—Para. Gira. Siéntate.

Se sentó. El respaldo de la silla rozó la riñonera; no se oyó nada.

—Bien —dijo Sergio—. Pero recuerda: cuando estés en la mesa, mantén la espalda recta. Si te echas hacia delante, el cable se tensa y tira del micro. Si te echas hacia atrás, la chaqueta se arruga y roza la cápsula. Postura de miss.

Tomás dejó el vaso con un golpe seco.

—¿Cuánto tiempo tenemos?

—Dos días. El lunes, Santacruz reserva a las nueve en Zalacaín.

Carmen se acercó a la ventana. Abajo, la plaza de Cuzco era un río de luces de freno. Pensó en la última vez que estuvieron en un lugar público. Le había entregado el sujetador en el restaurante.

Se volvió bruscamente.

—Hay un inconveniente: el lunes voy a llevar una blazer sin nada debajo, ni sujetador ni camisa. Ya te explicaré por qué —le dijo a Tomás—. No sé cómo lo vamos a hacer.

Sergio resopló sin perder la calma.

—Vale. Cambio de planes. Quítate lo que llevas puesto. Aquí mismo. Vamos a probarlo tal y como será el lunes.

Tomás se giró hacia la ventana dándoles la espalda. Sergio se quedó de pie frente a ella, profesional, sin pestañear.

—Blusa, sujetador, todo fuera. De cintura para arriba.

—Vamos —la apremió Tomás—, Sergio ya te ha visto todo lo que tenía que verte.

Era cierto, él fue quien se encargó de analizar las grabaciones hechas en su casa en las que aparecía desnuda vagando por el salón o follando con Guido. ¿Qué importancia podía tener que se desnudase ahora?, pensó. Los otros hicieron intención de levantarse, miraron a Tomás, que los retuvo con un gesto.

—De estos, olvídate —señaló a Fernando y a Luis—, son ciegos, sordos y mudos; ¿no es lo que sueles decir tú?

“Estos”, sonrieron tragándose la humillación. El poder de Tomás era patente. Carmen se quitó la blusa, desabrochó el sujetador y lo puso todo sobre la mesa. Quedó desnuda hasta la cintura delante de los cuatro. Sergio no la miró más de lo necesario; los otros se deleitaron con cautela. Tomás seguía ajeno, mirando la plaza. Ella mantuvo la calma con un punto de morbo añadido. El respeto que infundía Tomás flotaba en la sala, un respeto que la cubría como una cúpula. Era la protegida del hombre al que todos temían, obedecían y servían sin rechistar, porque los tenía ganados con un salario que jamás habrían soñado alcanzar. Así compraba las lealtades.

—Primero la laca —dijo Sergio, pasándole el bote pequeño de Elnett—: rocía una línea fina desde el esternón hasta justo encima del ombligo. Brazo en alto —ordenó.

El aerosol frío le erizó la piel. Esperó treinta eternos segundos sin mirar a nadie, sabiéndose el foco de atención de las miradas mientras Tomás continuase dándoles la espalda.

—Ahora la cápsula. Más baja. Aquí. —Señaló el inicio del canal entre los pechos—. Dos tiras de esparadrapo cruzadas, en equis. Encima, el cuadradito de toallita. Sin un collar que lo proteja, esto es lo que evitará el roce.

Colocó él mismo la cápsula y pegó las tiras con precisión.

—Respira hondo. Fuerte.

Inspiró. Nada se movió.

—Bien. El cable. —Tomó el hilo negro—. Vertical, por la línea media. Tira cada cinco centímetros: esternón, debajo del ombligo. Suéltate la falda, por favor.

Carmen bajó la cremallera y desabrochó el botón.

—No hace falta que te la quites, bájala un poco. Un poco más —le indicó en voz baja.

La sostuvo por debajo de las caderas dejando a la vista la prenda que le cubría el pubis: un rectángulo de fino encaje oscurecido por el vello.

—El último tramo debe ir pegado ahí.

Sergio midió la posición exacta sobre la braga. Después de mirarla en busca de su consentimiento, deslizó los pulgares en los espacios abiertos entre la prenda y los huesos de la cadera. Con cuidado, estiró la cinturilla y la bajó para descubrir la parte superior de la zona púbica donde comienza el vello. Carmen tuvo que bajar la falda un poco más para no estorbar la maniobra. Sergio aplicó una pequeña cantidad de laca en esa zona, sopló para que secara y fijó el cable con la cinta adhesiva.

—La laca reduce la fricción con el forro del blazer —explicó sin mirarla.

Pegó el cable soplando en cada tira y le colocó el tanga en su sitio.

—Ya puedes subirte la falda. Con cuidado. ¿Carmen?

Reaccionó. Estaba sumida en una especie de neblina mental que la aislaba del entorno.

—Muévete. Gira. Levanta los brazos.

Giró, elevó los brazos. El cable quedó inmóvil.

—Perfecto. Ahora la petaca.

Le pasó la riñonera.

—Directamente sobre la piel, espalda baja, encima del sacro. Cuatro tiras de esparadrapo ancho en las esquinas. Hazlo tú. ¿Lo notas? Queda plana, el blazer la cubre.

Sergio ajustó la posición desde atrás, tocando solo la tela.

—Interruptor a la izquierda. Con la uña del dedo corazón llegas desde dentro del blazer. Practica.

Obedeció. El led parpadeó una vez.

—Apaga.

Lo apagó.

—Ponte solo la chaqueta, como la llevarás el lunes.

Tomó la chaqueta negra entallada y se la puso sobre la piel desnuda. Se abrochó los tres botones. El forro de seda rozó el cable; la laca hizo su trabajo: silencio absoluto.

Sergio la observó de frente, de lado, de espaldas. Tomás se giró por fin y la miró cuidadosamente.

—Camina —ordenó Sergio.

Carmen dio tres pasos, giró, se sentó, se levantó, se inclinó simulando recoger algo del suelo.

—Nada —dijo Sergio—. Ni un bulto, ni una arruga, ni un ruido. El cable desaparece. El grabador ni se intuye.

Tomás asintió.

—Perfecto.

Sergio le ayudó a quitárselo y lo guardó, luego le entregó la bolsita; ella la apretó contra el pecho.

—Esta noche lo repites en casa, cronometrado. Cuatro minutos máximo. El lunes llegas a Zalacaín a las 20:40, gin-tonic en la barra, baño a las 20:55, te lo montas, sales a las 21:00. A las 21:05 estás sentada frente a él.

Sergio recogió el paño negro, lo guardó en el maletín.

—Una cosa más. Si por cualquier razón te sientes descubierta, tira del cable hacia abajo. La cápsula se desprende con un tirón fuerte. La dejas caer dentro del blazer. Parece un botón suelto. Nadie registra un escote.

Carmen se giró hacia él.

—¿Alguna vez lo has llevado tú?

Sergio señaló la cicatriz de su ceja.

—Tres veces. La segunda casi me cuesta un riñón. Un abrazo demasiado entusiasta de un concejal en el reservado de un club de alterne. Aprendí a no confiar en los abrazos.

Tomás lo miró con interés.

—Otra cosa —dijo Sergio—: el pendrive instala un script en el portátil. Cada vez que se conecte a internet, copiará los documentos recientes a un servidor.

—¿Riesgo? —preguntó Tomás.

—Cero. El antivirus de Windows lo ignora.

—Hecho.

—Una cosa más: esa noche tienes que quedarte a dormir con él donde sea; en un hotel, en tu casa, me da igual.

—Tomás… —protestó.

— Necesitamos que accedas al portátil con el pendrive, no tendrás que hacer nada, solo enchúfalo y se encarga de hacer una primera copia. —continuó Sergio.

—Todo esto me queda grande, Tomás. Micros, escuchas, ahora tengo que piratear su portátil. No valgo para esto.

Tomás se acercó y la tomó por los hombros.

—Si no te ves capaz, dilo, lo entenderé.

Lo miró. Confiaba en ella, los demás estaban pendientes de su decisión. Se estaba jugando algo más que una actuación arriesgada. Cambió la expresión de preocupación por una sonrisa confiada.

—Puedo hacerlo.

—¿Estás segura? —preguntó Sergio.

—¿Cómo lo desbloqueo?

—Tú, enchufa el pendrive y enciéndelo.

—¿Y si se despierta?

—Toma, hazle beber cuando estéis en la habitación; tú, finge que bebes. Ni se te ocurra probarlo.

Miró la petaca plateada.

—¿Es lo que supongo?

—Necesitarás tiempo para hacer tu trabajo, luego, te acuestas a su lado y cuando os despertéis comenta algo sobre lo mal que os sentó el coñac.

—Es… muy arriesgado —murmuró.

—Sigamos —indicó Tomás—. Tenemos otros asuntos pendientes. Carmen, ¿quieres vestirte o prefieres quedarte como estás?

La blazer permanecía abierta; las solapas apenas le cubrían los pechos. ¿Qué debía responder?

Carmen se había consolidado en Tándem Export como una ejecutiva de alto nivel. No era solo un puesto merecido, sino que Tomás se había encargado de destacarlo públicamente, sobre todo tras los últimos contratos en los que su participación había mejorado el margen de beneficio de forma notable. Su mayor éxito reciente se dio al negociar el último acuerdo: Carmen detectó un farol en la estrategia de la contraparte. Tomás, confiando en su criterio y en contra de la opinión del resto del equipo negociador, la respaldó. Gracias a esa decisión, el margen de beneficio se disparó un cuarenta por ciento. A pesar de sus logros tangibles y su mente analítica, la escena que acababa de protagonizar la situaba en una posición ambigua. Para muchos era la confidente y amante del presidente; no veían a la ejecutiva brillante que generaba beneficios y diseñaba planes certeros. Iba a ejecutar una maniobra de alto riesgo para la que no estaba segura de estar preparada, pero que se veía impelida a aceptar. No era suficiente; Carmen sentía la obligación de defender y reafirmar su valía profesional ante todos sin renegar de su condición de amante de Tomás.

—Quiero lo que tú quieras —respondió.

Él sonrió satisfecho.

—Entonces, a menos que tengas frío, quítate la chaqueta. Nos alegrarás la vista mientras aportas ideas. Tenemos un par de asuntos que te conciernen directamente.

Carmen, tras la sorpresa inicial, lo entendió: Tomás no improvisaba y aquello tenía el aspecto de ser un rito de paso. Si aceptaba, dejaría de ser sólo la amante; la convertiría en otra pieza de su entramado. Una pieza dotada de un nivel de influencia que apenas podía intuir.

Un gesto sutil bastó para que la prenda se deslizara por los brazos. Tres pares de ojos recorrieron su tórax y terminaron en sus pechos. Inspiró profundamente, tomó asiento con una forzada naturalidad, mostrando su desnudez sin pudor aparente; los aros, que antes apenas se habían podido ver, fueron objeto de deseo. La segunda parte de la reunión dio comienzo: proyectos de adquisición de una constructora en crisis y planes estratégicos frente a dos competidoras en el sector de los hidrocarburos. Ella escuchaba con atención, consciente de ser más que un cuerpo atractivo en una mesa de hombres. “Ahí te vamos a necesitar”, comentó Tomás, dándole la entrada. Ella se concentró. El perfil del director ejecutivo aludido mereció varios comentarios precisos y acertados por su parte orientando la estrategia de acercamiento con eficacia. El resto del tiempo se limitó a tomar notas puntuales. Las miradas de los dos ejecutivos, insistentes al principio, fueron cediendo ante el interés de los temas. En un momento clave del debate, se dirigió a la pizarra y esbozó un esquema de actuación con trazo enérgico. La vibración de sus pechos no distrajo la firmeza de su argumentación. El orgullo evidente en la expresión de Tomás la impulsaba por encima de cualquier otra mirada. Expuso sus argumentos con vehemencia y su estrategia fue aceptada por unanimidad. ¿Sería así a partir de ahora?

"Si me hubiera pedido que asistiera totalmente desnuda, lo habría hecho", pensó al terminar.

Con el último punto resuelto, Tomás dio por finalizada la reunión.

—Las ocho. Vete a casa. Descansa. Mañana ensayas otra vez y el lunes… el lunes lo haces de verdad.

Carmen se vistió, guardó todo en el bolso y se lo echó al hombro. Dentro, el segundo micrograbador, batería de repuesto, cinta de esparadrapo. Creyó percibir el led rojo parpadeando en su piel, aunque aún no estaba encendido.

Sergio la acompañó hasta el ascensor. Cuando las puertas se abrieron, le dijo en voz baja:

—Respira por la nariz. Practica el montaje delante del espejo. Y el lunes, recuerda: su deseo es tu mejor camuflaje.

—Señora Rojas.

Luis Soto, el director de nuevos negocios, se acercaba; Sergio se despidió con un gesto y volvió al despacho.

—Carmen, por favor —le corregí.

—Quería darle… darte las gracias por lo que estás haciendo. Rivas no es el mismo desde que te has subido al barco. Ha ganado energía, está más fuerte, con más confianza, ha rejuvenecido diez años gracias a ti.

—Te lo agradezco, pero yo me limito a…

Me detuvo con un gesto.

—No digas nada, yo solo sé lo que veo. Sigue así, eres lo mejor que le ha pasado en mucho tiempo, lo mejor que nos ha pasado a todos.

Le dio al botón de llamada y se marchó. Me quedé pensando en lo que había dicho. ¿Lo diría por Tomás o por el espectáculo que les ofrecía? Ese parecía ser mi futuro en la empresa: ser el sostén de un gran hombre y la golosina de unos ejecutivos. No pensaba quedarme en eso; tampoco Tomás quería eso de mí, pero contaba con ello: su sostén, su fuente de energía, su apoyo en las grandes decisiones. ¿Estaría a la altura o me quedaría en el papel de fulana de alto standing con tanto cerebro como talento para follar?

Las puertas se cerraron. Carmen se miró en el espejo del ascensor. Sonrió. Parecía una mujer normal que vuelve a casa después de una dura jornada. Estaba satisfecha.

En la sala, Sergio se sirvió un whisky.

—¿Crees que lo conseguirá? —preguntó Tomás.

Sergio dio un sorbo largo.

—Conseguirá lo que se proponga. La pregunta es si sacaremos algo en claro.

Abajo, en el parking subterráneo de la Torre Picasso, Carmen subió a su automóvil, arrancó y salió hacia la M-30. Las luces de la ciudad se deslizaban por el parabrisas mientras conducía en silencio hacia casa. Dos días. Dos noches para perfeccionar la trampa de Santacruz.

Y, por primera vez en meses, sonrió de verdad.


Día D hora H

Son las ocho en punto. Entro en la cafetería del Hotel Miguel Ángel, a tres manzanas de Zalacaín. Llevo la falda lápiz gris perla que me marca justo donde debe y el blazer negro entallado, sin blusa ni sostén. El sujetador negro de encaje va doblado en el fondo del bolso; nunca se sabe cuándo hay que improvisar.

En el bolsillo interior del blazer, el pendrive con el troyano: 256 KB disfrazados de actualización de drivers. En el otro bolsillo, la bolsita de terciopelo con el kit. El micrófono pesa tres gramos; el grabador, en la riñonera, no se va a notar cuando me lo coloque.

Javier está sentado en la mesa del fondo, junto a la cristalera. Lleva americana azul marino, camisa blanca abierta y la cara de quien lleva toda la noche sin dormir. Delante de él, dos cafés y su MacBook PowerBook G4, abierto como una concha.

Me ve, sonríe con su media sonrisa de tiburón y se levanta. Me besa en la mejilla, demasiado cerca de la comisura de los labios.

—Carmen. Puntual como siempre.

Me siento frente a él. Cruza las piernas, empuja el portátil hacia mí.

—Cinco minutos.

Cojo el PowerBook, lo giro hacia mí. Conecto el pendrive en el puerto lateral. Al mismo tiempo, con la mano izquierda bajo la mesa, abro el servidor remoto desde el Nokia 8310 con el programa preinstalado. Pulso «Compartir». La barra de progreso empieza a correr. Le doy conversación y escote para que no curiosee.

—¿Nervioso por la cena de esta noche?

—Un poco —dice, y sus ojos bajan un segundo al hueco que ofrece la blazer—. Son tres: Müller, Klein y la doctora Braun. Hablan un alemán rápido y desconfían de todo.

—Tranquilo —susurro, inclinándome apenas—. Yo desconfío más.

Diez segundos. La barra llega al 100 %. El pendrive se eyecta solo. Lo saco, lo guardo en el bolsillo interior. Cierro el portátil y se lo devuelvo.

—Ya está. Tu portátil es más rápido que mi ginecólogo.

Se ríe, una carcajada corta, y se inclina sobre la mesa. Sube hasta mi nuca, los dedos se enredan en mi pelo. Me besa justo debajo de la oreja, un beso húmedo que huele a alcohol.

—Luego nos vemos en Zalacaín —murmura al oído—. La reserva está a mi nombre. Pide lo que quieras. Yo invito.

Se levanta, coge el maletín, me guiña un ojo y desaparece hacia la calle.

Me quedo sola con los cafés enfriándose. Respiro hondo. El corazón me late tan fuerte que temo que alguien lo oiga.

Cojo el bolso, camino tranquila hacia los aseos del hotel. Entro en el de señoras, me encierro en el cubículo del fondo. Cierro con pestillo.

Saco la bolsita de terciopelo.

Primero la laca. Me quito la falda y desabrocho la chaqueta frente al espejo. ¡Dios, cada día estoy más buena! Rocío una línea fina desde el esternón hasta el ombligo. El frío me eriza la piel. Treinta segundos.

La cápsula. La coloco más baja que en el ensayo, justo en el canal entre los pechos. Dos tiras de esparadrapo en equis. Encima, el cuadradito de toallita seca.

El cable. Vertical, por la línea media. Tira cada cinco centímetros. Soplo en cada uno para que no queme. Esternón, ombligo, hueso púbico. Aún me parece sentir los dedos de Sergio rozándome el vello.

La riñonera. La paso por la espalda baja, encima del sacro. Cuatro tiras anchas de esparadrapo en las esquinas. Queda plana como una segunda piel.

Me pongo la falda, me abrocho el blazer. Tres botones. Me miro en el espejo del cubículo. Nada. Ni un bulto. Solo una mujer con escote profundo y mirada demasiado tranquila. Me ahueco el pelo y me guiño un ojo. Sí, estoy buena.

Meto la mano por detrás, deslizo el interruptor. El led rojo parpadea una vez cada diez segundos. Grabando.

Salgo del baño a las 20:57. Camino hacia la calle. El aire frío me golpea la cara. Tres manzanas hasta Zalacaín. Tres minutos.

En la puerta del restaurante, el maître me saluda.

—Señora Santacruz, mesa para cinco. El señor llega en cinco minutos.

—Gracias.

Tomo asiento de espaldas a la pared, frente a la entrada. Pido un gin-tonic. Apoyo la espalda recta contra la silla. El grabador se aplasta un milímetro; ni se nota.

Miro el reloj: 21:03.

Javier entra a las 21:07, con Müller, Klein y la doctora Braun detrás. Me ve, sonríe, levanta la mano en un saludo discreto.

Respiro por la nariz. Hablo despacio. Y pienso en el pendrive que ha dejado su carga lista para hacer su trabajo dentro del portátil.

Y en la grabación que empieza ahora.

Que comience el baile.

Los alemanes llegaron tiesos como varas. Tras las presentaciones, empezaron con los números. Yo traducía, sonreía y, de vez en cuando, dejaba caer una frase en el dialecto de Múnich que solo Braun entendía. Ella alzaba una ceja y asentía. Todo iba como la seda. Pasados los postres, Müller soltó la bomba:

—Necesitamos ver la obra de la calle Velázquez antes de firmar.

Javier palideció. La obra estaba parada.

—Mañana podemos ir a verlo. Si me disculpan…

Entro en los aseos de señoras. El mismo cubículo del fondo. Cierro el pestillo. Silencio. Solo se oye el zumbido lejano del extractor.

Desabrocho el blazer con cuidado; la seda del forro roza el cable pegado a mi piel; no hay ruido. Cuelgo la chaqueta de la puerta. El led rojo sigue parpadeando contra mi espalda baja. Perfecto.

Primero la petaca.

Meto la mano por detrás, despego las cuatro tiras de esparadrapo de un tirón seco. Duele menos de lo que esperaba. Saco la riñonera, deslizo el interruptor hacia la derecha. El led se apaga. La guardo en la bolsita de terciopelo.

Segundo, el cable.

Empiezo por abajo. Tiro suavemente de la tira del hueso púbico, despego centímetro a centímetro. La piel queda enrojecida, pero sin marca. Ombligo, esternón. Cada tira va a la bolsita enrollada como una serpiente muerta.

Por último, la cápsula.

Dos dedos de esparadrapo. Un tirón firme hacia abajo. La cápsula se desprende limpia. El cuadradito de toallita seca se queda pegado; lo arranco y lo tiro al inodoro. La cápsula va al bolsillo lateral de la bolsita envuelta en un trozo de papel higiénico para que no roce.

Me miro en el espejo. Pecho desnudo, marcas rojas en vertical como cicatrices de guerra. A última hora decido ponerme el sujetador que duerme en el fondo del bolso. Me pongo el blazer.

Abro la bolsita: todo dentro. Cierro la cremallera. La bolsita cabe perfecta en el fondo del bolso, debajo del paquete de pañuelos y el pintalabios.

Tiro de la cadena por si acaso. Salgo del cubículo.

En el espejo grande del lavabo, me retoco el carmín. Me paso las manos por el pelo. Sonrío. Parezco una mujer que ha tenido una cena agradable y nada más.

Nos despedimos. Como era de esperar, Javier quiere celebrar el éxito de la operación. Recuerdo las palabras de Tomás: “quédate a dormir con él como sea”. Javier lo tiene muy claro, no es la primera vez que hace esto, me propone un lugar no muy lejos, acepto.

Caminamos en silencio, pegados a las fachadas para que la lluvia fina no nos empape del todo. Lleva la mano en mi cadera como si ya fuéramos viejos amantes. Yo le dejo; cuanto más seguro se sienta, menos preguntará después.

El hotel se llama «La Paloma», aunque la paloma del cartel está tan borrada que parece un cuervo; un hotel muy distinto al que ocupan los alemanes, suficiente para lo que andamos buscando, un lugar donde no hacen preguntas. El portero nocturno apenas nos mira; coge el billete que Javier desliza por el mostrador y nos da la llave 204 sin levantar la vista del periódico deportivo.

Subimos por una escalera estrecha que huele a humedad y a desinfectante barato. Abre la puerta y enciende la luz: una bombilla desnuda que parpadea antes de estabilizarse. La habitación es pequeña, con una cama que cruje solo de mirarla, una mesilla coja y un lavabo oxidado en la esquina. Perfecto. Es vulgar e impropio de él y de mí; sin embargo, perfecto.

Cierra la puerta con doble vuelta y se quita la chaqueta. La tira sobre la única silla.

—Al fin solos —dice, su voz ha perdido el tono profesional de antes. Ahora suena ronca, hambrienta.

Me acerco a la ventana, finjo mirar la calle vacía.

—¿Seguro que aquí nadie nos molestará?

—Seguro —contesta, acercándose por detrás. Sus manos ya están en mis hombros tirando del blazer con una lentitud calculada—. Aquí solo vienen parejas que no quieren ser encontradas.

La falda cae al suelo. Me quedo en bragas y medias. Javier respira fuerte en mi cuello.

—Joder, Carmen, qué cuerpazo…

—Espera. Antes… un brindis. Por el éxito.

Saco del bolso la petaca plateada que me dio Tomás. La agito; suena el líquido dentro.

—Coñac francés. De contrabando, claro —bromeo.

Sonríe sorprendido, coge la petaca y bebe un trago largo. Se limpia la boca con el dorso de la mano.

—Esto sí es celebrar.

Finjo darle un trago, solo apoyo los labios y se la devuelvo. Él vuelve a beber, más profundo esta vez. Lo observo: se quita la corbata, tiene los ojos ya un poco brillantes.

En menos de dos minutos noto el cambio: parpadea más lento, se tambalea al quitarse los zapatos.

—Hostia… qué rápido sube esto…

Se sienta en la cama, se agarra la cabeza. Yo me quedo de pie, recogiendo la falda con calma.

—Será el cansancio —digo suavemente—. Túmbate un rato.

Intenta levantarse, pero las piernas no le responden. Cae de lado sobre el colchón, los ojos entreabiertos.

—Carmen… qué me… pasa…

—Shhh —susurro, inclinándome sobre él—. Duerme un poco, se te pasará.

Saco el pendrive del bolsillo interior del bolso. Lo enchufo a uno de los puertos USB del lateral del portátil. Mientras pulso el botón de encendido, mantengo presionada la combinación de teclas que Sergio me indicó para acceder a la BIOS. El equipo se enciende, en lugar del logo de Windows o la barra de carga, aparece una pantalla distinta: letras blancas sobre un fondo azul oscuro. Navego con las flechas de dirección hasta la pestaña "Boot".

Con cuidado, sigo las instrucciones de Sergio para cambiar la secuencia de arranque, asegurándome, como me dijo, de que el "USB-HDD" es la "First Boot Device" por encima del Disco Duro y la unidad de CD. Guardo los cambios con F10, y el portátil se reinicia. Esta vez, el equipo se enciende de un modo extraño y abrupto: la pantalla se torna completamente negra y en la esquina superior izquierda, un cursor parpadeante, un guion bajo, aparece por un instante antes de que el script del pendrive haga su magia.

La pantalla se llena de un blanco brillante sobre el fondo negro. Aparecen rápidamente líneas de texto. Luego, el equipo comienza a lanzar una secuencia de comandos automatizados. El tecleo visible es rapidísimo; la luz blanca de las letras sube incesantemente por la pantalla mientras yo, con el corazón en un puño, vigilo el sueño de Javier en la oscuridad de la habitación. Es un silencio roto solo por el leve zumbido del ventilador del portátil y el clicintermitente del disco duro trabajando bajo la carga de comandos.

Al cabo de un rato que parece eterno, la pantalla queda en negro, el disco duro se detiene con un suspiro audible, el ventilador baja drásticamente las revoluciones y el equipo se apaga. Retiro el pendrive, lo guardo y cierro la tapa del portátil. El corazón me late a mil por hora. Javier sigue durmiendo.

Termino de preparar la escena. Me desnudo como si lo hubiera hecho él: las bragas enrolladas, las lanzo a una esquina; las medias…, mejor las dejo puestas, arrugadas por el fragor de la batalla. Antes de acostarme a su lado, bebo agua; tengo la boca seca.

Ahora, a fingir que duermo hasta que se despierte.


….


Un fuerte golpe de tos me ha sacado del sueño. No sé qué ha podido estar haciendo mientras dormía; me preocupa. Finjo seguir dormida. Está cerca del ventanal, tiene buena planta, un culo bonito. Tiene mis bragas en la mano, las desenrolla, las mira con atención. Tiene la polla a media asta. Las huele y se las pasa por la cara. Un brote de humedad me prepara para lo que ha de venir. Las deja sobre el sillón, se mueve por la habitación con la verga erecta, cimbreando al ritmo de su paso. Se detiene, me mira desde los pies de la cama. Estoy expuesta, desnuda, vencida hacia el lado derecho. Se frota la verga mirándome. Mi cuerpo responde: los pezones están a punto de explotar, un racimo de espasmos ataca mi sexo. Si no hace nada, voy a tener que...

Camina sin rumbo, se acerca a la mesa, pasa dos dedos por encima de mi bolso. Peligro. Mira por la ventana, vuelve, ve mi móvil sobre la mesa, lo coge. Mierda, olvidé guardarlo.

Exhalo ruidosamente todo el aire, me muevo y quedo boca arriba con las piernas separadas y un brazo por encima de la cabeza; he conseguido atraer su atención. Vuelve como las moscas a la miel. Siento los pezones duros como piedras. Él también, porque se inclina y, con cuidado de no despertarme, pasa un dedo por el izquierdo, lo dibuja entero, la punta, la areola. Suspiro sin poder evitarlo. Extiende la mano y me recoge el pecho; el sexo se me desborda. No puedo más. Tengo su verga tan cerca, tan cerca...

—Mmm… qué bonita vista para despertar…

—¿Has dormido bien?

—¿Cómo nos quedamos dormidos? —finjo sorprenderme antes de que sea él quien lo plantee.

—No lo sé, tampoco bebimos tanto.

No quiero seguir por ahí, no vaya a ser que lo relacione con la petaca. Le acaricio el glande grueso y húmedo.

—¿Esto es para mí?

—De segundo plato, antes quiero probar lo que tienes ahí abajo. ¡Dios! —exclama cuando se hunde en un charco cálido y profundo.

—Antes, tengo que ir al baño.

—De eso nada.

—¡Me meo!

—Prométemelo.

—¡Eres un guarro! —exclamé entre risas.

—Y tú, una zorra. ¿Le has contado ya a tu marido que te estás tirando a su amigo?

Se me borra la sonrisa.

—Eh, no te enfades. Soy una tumba.

—Más te vale.

Baja entre besos hasta meterse entre mis piernas. Lo hace bien, con calma, se mueve entre mis labios con la lengua hollando, lamiendo, subiendo hasta el clítoris y volviendo a bajar. No estoy predispuesta, mi cabeza se halla lejos, muy lejos. Pero lo consigue, a fuerza de habilidad logra hacerme olvidar la tristeza. Cuando estoy a punto lo vuelco, me subo a horcajadas sobre su rostro y termino el trabajo yo misma. Él lanza la lengua como un arpón, dura, firme, y la uso en mi raja. Me agarro al cabecero para no derrumbarme porque me fallan las piernas, la cintura, los brazos, y grito, me rompo, se abren las compuertas. Javier estira las piernas, se aferra a mi cintura, lo inundo, me desbordo sin control, patea, caigo contra la pared, mi cabeza rebota con un ruido sordo. Por fin, me derrumbo a su lado.

—¡Eres la hostia!

Le miro. Lo he empapado y sonríe. Le beso. Vaya, mi orina no sabe tan mal. Su lengua explora mi boca. Le agradezco que me haya hecho olvidar la pena y siento que comienza a nacer entre nosotros algo parecido al cariño. No está bien, es imposible, le estoy utilizando, le estoy traicionando.

—¿Has visto cómo te mira Braun?

—Imaginaciones tuyas.

Mentira. La doctora Braun ha estado mirándome desde que llegaron; con disimulo al principio y con menos reparo cuando todos estábamos inmersos en la negociación. Todos menos ella, atenta a desnudarme con la mirada sin dejar de prestar atención a lo importante. Es una mujer robusta, de edad indefinible dada su forma de vestir masculina, el corte de pelo y su escaso maquillaje. Sus ojos parecen radiografiar todo lo que ven, porque analiza el espacio a su alrededor con mirada fría y penetrante; eso fue lo primero que me llamó la atención: la mirada. Es pequeña, pero lo que le falta en estatura lo suple con esa dureza que exhala por cada poro. Si tiene pechos, los lleva prisioneros bajo un estricto corsé de presión. Es una persona en la que me costaría confiar.

—Voy a ducharme. ¿Me acompañas?

Una ducha en el pasillo... ¡qué poco me gusta! Prefiero tener compañía por seguridad, no me siento tranquila sola.

Al volver a la habitación, nos cruzamos con un hombre corpulento con pinta de viajante que se nos queda mirando. ¿Cómo no? Somos una pareja riendo a carcajadas, completamente desnudos, con la toalla tirada sobre el hombro. Y estoy muy buena, lo he visto en sus ojos.

—Se van a acordar de nosotros toda la vida —le digo al salir, mirando el desastre: la cama está empapada.

—No te preocupes.

Al fondo vemos un carro con productos de limpieza en la puerta de una habitación abierta. Javier se asoma.

—¡Por favor!

La limpiadora, una mujer de color entrada en carnes, sale. Javier le da la llave de nuestra habitación y unos billetes; no acierto a ver cuántos.

—Tenga, por el trabajo extra —añade un billete más—. Y por la discreción. Volveremos.

Así era Javier. Lleno de luces y sombras; aunque por entonces, las sombras estaban por aparecer.


Camino de la obra

Recogimos a los alemanes en el hotel a las diez.

—Lo siento, es la primera vez que me pasa. No había bebido tanto.

—No te preocupes, te guardaré el secreto.

Salimos en dos coches. Yo conduje el mío con Braun de copiloto.

—Wie lange arbeiten Sie schon mit Santacruz zusammen? (—¿Cuánto hace que trabaja con Santacruz?)

— Drei Monate. (—Tres meses. —mentí.)

— Und schlafen Sie schon mit ihm? (—¿Y ya se acuesta con él?)

— Zweimal pro Woche. Manchmal dreimal. (—Dos veces por semana. A veces tres.)

Braun soltó una carcajada seca.

— Sie sind sehr effizient, ich werde Ihnen vielleicht bald etwas vorschlagen. (—Es usted muy eficaz, puede que pronto le proponga algo.)

Era una frase tan bien medida que me quedé sin poder darle una respuesta adecuada. Todo por mi absurda manía de hacer frente a las provocaciones sin ninguna diplomacia.

Seguimos el camino en silencio. Conducía bajo el escrutinio de aquella mujer que recorría mi cuerpo sin disimulo y se detenía en mi rostro para observar el efecto. Braun sabía lo que hacía, lo disfrutaba y a mí me inquietaba. Sentí correr el peligro por las venas, como la vez que soporté unas tijeras en la vulva.

Llegamos a la obra; los andamios brillaban bajo el sol. Javier había conseguido una docena de operarios para que fingieran actividad. Los alemanes tomaron fotos. Cuando volvimos al hotel, Müller pidió la memoria de calidades. Yo saqué el pendrive.

— Ich habe sie hier. Auf technischem Deutsch, mit grafischen Anhängen. —respondí e inmediatamente le traduje a Javier—. Les he dicho que la tenemos aquí, en alemán técnico, con anexos gráficos.

Braun sonrió por primera vez.

— Firma del preacuerdo esta tarde a las siete —dijo, desvelando quién tenía la batuta.

Los alemanes se fueron. Javier venía dispuesto a desquitarse. Cerró la puerta de la suite y me miró como si yo fuera la Virgen de Lourdes.

—¿Cómo lo has hecho?

—Ya me conoces, con algo más que una simple traducción literal y una falda que distrae.

—Y el escote, joder, el puto escote.

Me empujó contra la pared. El primer botón saltó. La falda subió a la cintura. Las medias…

—Aquí no —susurré.

—Aquí, sí.

Me alzó en brazos y me llevó al sofá, me abrió de piernas, me lamió despacio, como quien lee un contrato en braille. Yo me agarré a su pelo y conté con voz trémula hasta diez en alemán para no gritar. Cuando entré en barrena, él entró en mí, un solo movimiento, profundo, exacto. Me folló contra el respaldo, en la alfombra, de pie contra el ventanal. Madrid nos miraba desde abajo. No nos importó.

Terminamos en la cama, jadeando.

—Tengo que preguntarte algo —dijo mientras me acariciaba un pezón con el pulgar.

—Dispara.

—¿Todo esto lo haces por dinero o también te gusto?

Sonreí.

—Un buen negocio siempre incluye un buen polvo.

—¡Carmen, por favor! 

Me besó y volvió a empezar. Esta vez fue lento, casi tierno. Me corrí dos veces más antes de que él se vaciara dentro con un gemido que sonó a rendición.

La caza, ahora sí, estaba a punto de caramelo.

A las dos y cuarto, levanté el vuelo.

—¿Te vas?

—Tengo una cita.

Me dio un beso en la nuca.

—La doctora Braun quiere repetir la próxima semana.

—¿Repetir?

—Le ha gustado tanto Madrid —dijo con ironía—, que quiere pasar unos días haciendo turismo. Ha preguntado si tú puedes enseñarle la ciudad a fondo.

—Después de la firma, cuando me haya ido, le dices que la próxima semana estoy en… invéntatelo. Nos vemos a las siete.

—¡Carmen!

—No me gusta —le advertí desde la puerta—, tiene algo que me pone en tensión.

Bajé al garaje, arranqué el coche y marqué el número de Tomás.

—Tengo los nombres de los proveedores, las fechas de entrega y el agujero de tres millones que ocultan en Velázquez.

—Perfecto. La próxima vez, graba la conversación.

—Hecho.

Colgué, pisé el acelerador y me perdí entre el tráfico. En el retrovisor, el hotel se hacía pequeño. Javier estaría en la ducha soñando con contratos millonarios. Yo soñaba con la cara que pondría si supiera que la memoria de calidades contenía un script que enviaba todo a un servidor.

Sonreí.

La caza continuaba.


Ingrid

No me gustan los tatuajes, excepto los de mi mujer, pero Ingrid tenía uno en el hombro izquierdo, una serpiente como las que se enroscan mordiéndose la cola, un ouroboros perfecto que se perdía bajo la tela del escote ajustado. Lo vi por primera vez en un club de jazz, bajo las luces tenues que parpadeaban haciendo que la tinta pareciera viva; la serpiente se movía con el ritmo del saxofón que flotaba en el aire cargado de humo. Yo estaba allí por casualidad. Una noche después de una semana de sesiones interminables con pacientes que descargaban sus miserias en mi despacho. Y Carmen… bueno, Carmen estaba en su propio mundo, en ese limbo que ninguno de los dos sabía cómo definir. Pero no pensaba en ella esa noche. O al menos, intentaba no hacerlo.

El club se llamaba —se llama— Blue Note, un sótano íntimo en el centro, con paredes de ladrillo visto y humo de cigarros que olía a vainilla y madera quemada. Había ido con un colega del gabinete que se perdió entre la multitud después de la segunda copa. Yo me quedé en la barra observando el escenario donde un trío improvisaba; el contrabajo marcaba un pulso profundo. Pedí un whisky solo y entonces la vi. Ingrid. Alta, delgada, con curvas que se marcaban bajo un vestido negro corto, el pelo liso, rubio platino, cortado de modo que dejaba al descubierto su cuello largo y pálido. Sus ojos eran verdes, intensos. Escuchaba la música con los ojos entrecerrados y una cerveza en la mano, moviendo los hombros al ritmo.

Me acerqué sin pensarlo demasiado. A mis cuarenta y tantos, no era el tipo que liga en clubes de jazz; últimamente mi vida era más de copas con Emilio y cenas solitarias. Pero algo en ella me atrajo. Tal vez el tatuaje que asomaba por el tirante del vestido, o la forma en que sonreía a la nada, como si el mundo fuera un chiste que solo ella entendiera.

—Hola —dije, alzando la voz por encima del solo de trompeta. Abrió los ojos, me miró de arriba abajo, y su sonrisa se amplió.

—¿Escuchas o solo observas? —preguntó con un acento que no pude ubicar del todo, quizás escandinavo, suave y gutural.

—Observo bien, pero escucho mejor —contesté. Ella rio, una risa grave que me erizó la piel.

Nos pusimos a hablar en la barra. Se llamaba Ingrid, tenía veintiocho años, era diseñadora gráfica freelance, había llegado a la ciudad hacía un año desde Oslo. “Necesitaba un cambio”, dijo, encogiéndose de hombros. “Europa es demasiado fría, en todos los sentidos”. Le hablé de mi trabajo sin entrar en detalles; psicólogo, ayudando a la gente a desentrañar sus mentes. Ella asintió interesada. “Suena fascinante. Yo diseño logos, pero a veces pienso que diseño mentiras bonitas”.

Bebimos más. Un whisky para mí, otra cerveza para ella. Sus dedos rozaron los míos al pasarme el vaso, y sentí un calor que no provenía del alcohol. El tatuaje de la serpiente parecía mirarme, su ojo estaba dibujado con precisión.

—Ese ouroboros —dije, señalándolo— ¿Qué significa?

Se acercó y sentí su aliento cálido en mi oreja.

—El ciclo eterno. Nacimiento, muerte, renacimiento. Me lo hice después de una ruptura para recordarme que todo vuelve, pero cambiado.

Asentí pensando en Carmen y en sus propios tatuajes. El de Ingrid era crudo, casi primitivo. No me gustan los tatuajes, excepto los de mi mujer, pero Ingrid… Ingrid los hacía parecer una extensión de su piel, como si la tinta fuera parte de su ADN.

La música cambió a algo lento, un standard de Billie Holiday. Me tomó de la mano. “Bailemos”. No era una pregunta. En el pequeño espacio junto al escenario, nos pegamos el uno al otro. Sus pechos contra mi pecho; el piercing, marcado a través de la tela, como Carmen. Bailamos, o más bien nos mecimos, sus caderas contra las mías, mis manos en su cintura. Olía a vainilla y a algo salvaje, como tierra mojada.

—¿Vives cerca?

—A diez minutos. ¿Quieres ver mi estudio?

Asentí. No me esperaba nadie en casa. Salimos al aire fresco de la noche; la ciudad palpitaba con luces de neón y el eco distante del jazz. Caminamos en silencio cogidos de la mano. Su apartamento era un loft en un edificio viejo con techos altos y paredes cubiertas de bocetos y lienzos. Encendió una lámpara tenue; la luz amarilla bañó el espacio. Había un sofá desgastado, una mesa llena de lápices y cuadernos y en la pared, un mural a medio hacer: una mujer con alas de cuervo y el rostro borroso.

—¿Whisky? —ofreció, sacando una botella de un armario.

—Sí, gracias.

Me senté en el sofá, ella se sirvió también uno y se acomodó a mi lado, cruzando las piernas. El vestido se subió revelando más del tatuaje del muslo: una extensión de la serpiente, bajando hacia la rodilla, con escamas detalladas que parecían reales.

Hablamos. De su vida en Noruega, de un ex que la había dejado por una modelo. “Era un idiota”, dijo. “Pero aprendí a no depender”. Yo hablé vagamente de mi más que probable separación sin mencionar a Carmen. “A veces las relaciones se detienen, como un disco en pausa”.

Ella rio de nuevo. “Eres divertido, para ser psicólogo”.

Se acercó más. Sus labios rozaron los míos, suaves al principio, luego urgentes. La besé con una intensidad creciente, puse las manos en su espalda, bajé y le agarré el culo, firme bajo mis dedos. Gimió, y ese sonido me encendió. Nuestros besos se hicieron profundos, las lenguas entrelazadas sabían a whisky y a ella. Le quité el vestido por encima de la cabeza. Y entonces la vi. Desnuda, perfecta, una obra de arte viva, desnuda salvo unas bragas negras de encaje. Sus pechos eran firmes, medianos; el pezón derecho estaba adornado con una barra plateada, como la propia Carmen. El tatuaje de la serpiente se extendía desde el hombro, rodeando el pezón izquierdo como si lo protegiera.

No me gustan los tatuajes, excepto los de mi mujer, pero Ingrid los convertía en algo erótico, en un mapa que quería explorar con la lengua. Lamí la serpiente siguiendo su curva; ella arqueó la espalda. “Sí”, murmuró. Mis manos deslizaron sus bragas, revelando un triángulo de vello rubio recortado y labios hinchados y húmedos.

La tumbé en el sofá, besándole el cuello y los pechos. Chupé el piercing, tiré suavemente y jadeó, marcándome el camino. Bajé más, alcancé el ombligo, luego el monte de Venus. La abrí con los dedos y encontré el clítoris hinchado y sensible. Sabía a sal y a deseo. Se retorcía, sus caderas empujaron contra mi cara. “Mario”, dijo mi nombre por primera vez; sonó como una plegaria.

La penetré con dos dedos curvos, encontré ese punto que las hace gritar. Su jugo cubría mi mano, escurría por sus nalgas y mojaba el sofá. Siguió corriéndose a oleadas de placer que la sacudían, hasta que me empujó hacia arriba. “Ahora tú”.

Me desabrochó la camisa y los pantalones. Mi polla saltó libre, dura como nunca. La tomó en la mano, la acarició, luego se la llevó a la boca. Era experta girando la lengua alrededor del glande. Me miraba a los ojos sin dejar de chupar; el piercing del pezón rozaba mi muslo. No aguanté mucho; la detuve, la puse de espaldas. Entré en ella de un empujón. Estaba apretada, caliente, sus músculos se contraían. Follamos con violencia, el sofá crujía, sus gemidos se mezclaban con los míos. El tatuaje en su espalda —otro, una rosa marchita— se movía con cada embestida. La giré, la puse encima. Cabalgó, sus pechos rebotaban, el piercing centelleaba. Agarré sus caderas, guiándola hasta que sentí brotar el orgasmo.

“Dentro”, dijo, y lo hice, exploté en su interior; se corrió de nuevo, temblando.

Nos quedamos allí, sudorosos, respirando agitadamente. Ella se acurrucó en mi pecho. “Pasa la noche conmigo”, murmuró.

Lo hice. Despertamos al amanecer, la luz se filtraba por las persianas. Hicimos el amor de nuevo, lento esta vez, explorando cada centímetro de nuestros cuerpos. El tatuaje de la serpiente parecía más vivo a la luz del día, las escamas más detalladas, el ojo rojo era como una gota de sangre. Desayunamos café y tostadas desnudos en la cocina. Hablamos de todo y nada. De sus diseños, de mis pacientes anónimos.

Los días siguientes fueron un torbellino. Sesiones en el consultorio, pacientes con sus neurosis, crisis permanente con Carmen; pero mi mente volvía a ella, a su loft, a su cuerpo tatuado, al piercing que aún sentía en mi lengua. Un día le mandé un mensaje: “¿Café?”. Respondió rápido: “Mejor vino en mi casa”.

Volví esa noche. Ingrid abrió la puerta en bata de seda negra, corta y holgada; la tela se abría con cada movimiento, dejando entrever la curva de sus pechos, el brillo plateado del piercing y la serpiente que asomaba en su hombro. “Te extrañé”, dijo con voz sensual. Antes de que pudiera responder, me empujó contra la pared del pasillo, sus manos ya estaban en mi cinturón, desabrochándolo con dedos expertos mientras invadía mi boca, oliendo a vino tinto y deseo. La bata se abrió bajo la luz tenue del pasillo.

La levanté por las caderas, sus piernas rodearon mi cintura y la llevé al salón sin parar de besarla. Allí, sobre la alfombra gruesa, la dejé caer y me arrodillé entre sus muslos abiertos. “Esta noche mando yo”, susurró con malicia. Sacó una bufanda de seda roja de un cajón cercano —la había preparado, pensé— y me ató las muñecas a la pata del pesado sofá, inmovilizándome por completo. Estaba a su merced. Ingrid se puso de pie, la bata cayó al suelo. Desnuda, se pavoneó alrededor de mí, balanceando las caderas; el ouroboros se movía, respiraba. Se agachó, liberó mi erección que saltó ansiosa. “Mírate”, murmuró, lamiendo la punta, “tan duro por mí”. Tomó toda mi longitud de golpe, succionando con fuerza, subía y bajaba a un ritmo implacable. Gemí, tiré de las ataduras, pero no cedían. Se detuvo sonriendo justo cuando sentí el orgasmo acercarse. “No tan rápido, psicólogo”. Se levantó, caminó hasta la mesa y regresó con un vibrador negro, grueso y curvado. Lo encendió, el zumbido llenó el aire, y se sentó a horcajadas sobre mi pecho; su coño húmedo rozó mi piel. “Mírame”, ordenó. Se introdujo el juguete centímetro a centímetro, jadeando con los ojos cerrados, echó la cabeza hacia atrás mientras lo movía dentro y fuera, el flujo goteaba espeso sobre mi torso, sus pechos rebotaban con cada embestida, el piercing centelleaba, la serpiente en su hombro parecía observarlo todo. Qué locura.

Aceleró, el vibrador zumbó más fuerte, y se corrió con un grito ahogado, convulsionó salpicando mi pecho. Sin pausa, se deslizó hacia abajo y montó mi polla de un solo impulso, empalándose hasta la base. Estaba empapada, resbaladiza, sus paredes se contraían como un puño. Cabalgó con furia, clavándome las uñas en el pecho. “Fóllame más duro”, gemí, y ella obedeció, girando las caderas en círculos que me volvían loco.

Me desató una mano solo para guiarla al clítoris. “Tócame”, exigió. Mis dedos lo encontraron hinchado, lo froté en círculos rápidos; ella rebotaba sobre mí. El sudor le empapaba la piel, el tatuaje de la rosa marchita en su espalda se movía como una sombra. Cambió de posición, dándome la espalda, sus nalgas perfectas se aplastaban contra mi pelvis en cada descenso. Agarré sus caderas con la mano libre, embistiendo hacia arriba, el sonido de carne contra carne llenó la habitación.

Luego, inesperadamente, sacó el vibrador zumbando más fuerte y lo presionó en mi ano. “Relájate”, susurró, y empujó. La sensación fue abrumadora: placer mezclado con una intensidad nueva, prohibida. Entró poco a poco, el zumbido reverberaba dentro de mí mientras seguía cabalgándome. Grité su nombre, el orgasmo nació como una tormenta. Ella aceleró su propio clímax hasta que explotamos juntos: la llené con chorros espesos y abundantes que me hicieron proferir quejidos como nunca había hecho, porque el vibrador intensificaba cada contracción.

Colapsamos, el vibrador cayó al suelo con un ruido sordo. Me desató la otra muñeca con manos inseguras. Nos besamos, el frenesí dio paso a la ternura. “Eres increíble”, murmuré afónico. “Y tú aprendes rápido”, respondió.

Hablamos más. De su infancia en Noruega, de inviernos eternos y auroras boreales. Yo hablé de Carmen, por fin. “Estamos a punto de separarnos, aunque nos queremos. Es complicado”.

— No pido exclusividad —dijo, recorriendo mi pecho con un dedo—. Solo esto.

Y “esto” se volvió rutina. Noches en su loft, cuerpos entrelazados, tatuajes que lamía como un devoto. El ouróboros se convirtió en el favorito; lo seguí infinidad de veces con la lengua hasta su coño haciendo que se corriera a gritos.

Una noche, después de follar en la ducha con el agua cayendo en cascada sobre nosotros, me mostró un nuevo diseño: el boceto de una pareja entrelazada inspirado en nosotros. “Eres mi musa”, dijo.

Sonreí, pero sentí una punzada. Carmen. La separación se anunciaba en el horizonte. No había visos de reconciliación, sólo silencio. Aun así…

No, no podía hacerle a Ingrid lo mismo que le estaba haciendo a Elvira, estaba a tiempo de evitarlo.

Se lo conté. Ella asintió, sin drama. “Es el ciclo”, dijo, tocando su tatuaje. “Todo vuelve”.

Nuestra última noche fue épica. Vino, música suave, velas. La até yo esta vez con cuerdas suaves. Lamí cada tatuaje, mordí el piercing hasta que lloriqueó de placer. La penetré por detrás, lento, luego rápido, sus gemidos traspasaban las paredes. Nos corrimos juntos hasta quedar exhaustos.

El amanecer tiñó el loft de rosa y oro. Me vestí en silencio. Al abrocharme la camisa, Ingrid abrió los ojos, verdes y húmedos. Se incorporó, la sábana cayó de sus hombros; la serpiente resaltaba tanto en su piel que parecía estar viva. “Mario”, susurró, y su voz tembló por primera vez.

Me senté en el borde de la cama. Ella tomó mi mano. “Sé que es el final”, dijo, sin apartar la mirada. “No porque lo quiera, sino porque lo siento en ti. Cómo miras al vacío al hablar de tu mujer, cómo te quedas callado después de corrernos”.

Tragué saliva. “Ingrid, yo…”

“No”, me interrumpió con un dedo en mis labios. “No digas nada”. Inspiró profundamente, luego sonrió. “Me has dado algo que no sabía que necesitaba. No solo sexo. Vida. Color. Me has hecho recordar que el ciclo no es solo renacer… también es desprenderse”.

Le apreté la mano. “Me has enseñado que las excepciones pueden ser necesarias. A veces hay que romper el patrón para entenderlo”.

Me besó, lento, profundo, como si quisiera grabar el sabor de mis labios en la memoria. Cuando se apartó, sus ojos brillaban. “Vete con ella, Mario. O sin ella. Pero vete del todo. No dejes pedazos aquí”.

Me puse de pie, la garganta se me cerró. La miré desde la puerta. Estaba de rodillas en la cama, desnuda, la luz del amanecer acariciaba su piel tatuada.

—Adiós, Ingrid.

—Adiós, Mario —respondió, su voz se quebró solo un instante—. Recuerda que siempre llega el tiempo del renacimiento… pero también recuerda que algunas serpientes se muerden la cola para no olvidar el dolor que las hizo nacer.

Cerré la puerta con suavidad. Bajé las escaleras; el sol del amanecer caldeó mis mejillas.

No me gustan los tatuajes, excepto los de mi mujer. Ingrid me enseñó que las excepciones no solo cambian las normas… a veces, nos cambian a nosotros mismos.


Acercamiento

El eco de la puerta al cerrarse aún vibraba en el silencio pesado del recibidor cuando se decidió a entrar al salón. Mario estaba de pie junto a la ventana, inmóvil. El sol de la tarde se colaba a través de las lamas de la persiana creando franjas de luz y sombra que le cortaban el rostro a la mitad, haciéndolo parecer un lienzo partido.

Carmen tragó saliva. Quería un abrazo, pero sabía que solo merecía la distancia. Era su culpa. Su ego, el miedo, la maldita necesidad de controlar el dolor sola.

—Tenemos que hablar —dijo, y sonó inusitadamente débil.

Él no se movió, sólo bajó la barbilla en una aceptación sombría.

—Lamento no haber hablado contigo. El lunes, estaba muy mal —siguió ella, dando unos pasos, pero sin invadir su espacio—. Tenía que haberte avisado de que iba a casa de Claudia, era probable que pasara la noche allí. Al día siguiente no respondiste a mis mensajes —le dijo, sintiendo un leve asomo de reproche que inmediatamente sofocó—, y entre la tensión del gabinete y la visita a Ramiro…

Mario se giró. Sus ojos, normalmente cálidos, eran hielo.

—No me has dicho que fuiste a su consulta.

—Apenas hemos hablado —Carmen suspiró, se pasó una mano por el pelo—. Me ha tomado muestras; en unos días tendré los resultados.

La mención de los "resultados" flotó en el aire, fría y clínica, como una barrera entre ellos. El problema no era solo la distancia, era la raíz de esa distancia.

Mario apretó la mandíbula. El enfado había mutado a una frustración agotadora.

—¿Y con Claudia, qué hiciste? —Su voz se elevó, cortando el aire—. Porque no es lo que te convenía. Sabías lo que os pasó la última vez.

Carmen notó cómo se encendía el resentimiento. Era lo que temía: que él malinterpretara su desesperación.

—Te equivocas, se portó como una amiga —respondió con firmeza, acercándose un poco más. Necesitaba que él viera la verdad en sus ojos—. Lo único que hizo fue ayudarme a pasar el síndrome de abstinencia, nada más.

Mario parpadeó. Era la primera vez que la escuchaba reconocer la gravedad de sus actos. Se dejó caer en el sofá.

—¿Abstinencia de qué, Carmen? —Preguntó. Necesitaba oírlo.

Ella tomó aire, acusando el peso de la confesión.

—De lo que traje de Sevilla —dijo en voz baja, el nombre de la ciudad evocó una oleada de días de desenfreno que había intentado enterrar—. Pensaba que podía controlarlo, pero ya lo viste: el domingo tuve un brote de ansiedad terrible. No era yo, Mario. No podía parar de temblar, no podía pensar. El lunes, en el gabinete, fui consciente de que sola no iba a superarlo y pensé en Claudia. Cuando me vio, me encontró mal, pero no me juzgó. Solo me ayudó a mantenerme a flote hasta que pasó lo peor.

Mario cerró los puños sobre las rodillas. La palabra "Sevilla" tenía un significado oscuro y sucio. No sentía ira, sino una profunda decepción.

—¿Por qué no me lo dijiste? —No era una pregunta, sino una súplica ahogada—. ¿Por qué me dejas al margen? Podías haber muerto. De haber sabido que el lunes no estabas en casa porque estabas lidiando con eso... ¡Soy tu pareja! ¿Tanto me temes?

Carmen se arrodilló a su lado obligándolo a mirarla. Las lágrimas le quemaban la garganta.

—Porque me avergüenzo —Apenas pudo murmurar—. Si tú, que eres mi ancla, hubieras visto lo devastada que me dejó la falta de esa mierda, me habrías mirado diferente.

—Te habría ayudado —corrigió Mario, con la voz rota. Estiró una mano y le acarició la mejilla, un gesto que parecía perdonar un millón de silencios. Enseguida la retiró obedeciendo un mandato interior. Carmen se sobresaltó; lo que vio en él fue otra vez la misma frialdad que los alejaba. Se incorporó, era inútil. Lo había perdido.

—¿Y Ángel?

—Ángel no estuvo. —respondió con la misma frialdad que él empleaba—. Además, ya, qué importa.

—Claro, como lo tuyo con Santacruz, qué importa.

—Lo mío con Javier es trabajo.

—Trabajo —repitió con sorna—. Follarte a mi amigo se llama trabajo. 

—No te pareció tan mal cuando me describiste el tamaño de la polla de Javier, ¿o será que ahora tienes envidia?

Se arrepintió, no tenían que llegar tan lejos.

—Lo siento, estamos perdiendo…

—Nos hemos perdido el respeto. Qué lástima.

—Tenemos que hacer algo, Mario, no podemos seguir así.

—Estoy de acuerdo. Ha llegado la hora de hacer algo —dijo zanjando la conversación; su actitud no daba lugar a más debate. La dejó sola, triste, confundida y con la sensación de haberlo perdido todo.

Mario abandonó el salón con un nudo en la garganta. La amaba, no soportaba la idea de perderla. Sin embargo, sabía que no tenía alternativa: la debía salvar de sí mismo, su peor enemigo. Entró en la cocina, cogió un analgésico, bebió un vaso de agua y se recompuso para poder seguir interpretando el papel más amargo al que jamás creyó enfrentarse.


Inspector Robles

Carmen, impecable en su traje de falda gris perla, tomó un sorbo de su espresso. La porcelana fina calentó sus manos. Había aceptado la invitación a reunirse con el inspector Robles con una mezcla de curiosidad y profunda inquietud.

—Gracias por venir, señora Rojas.

—Doctora Rojas, inspector. Estoy bastante ocupada, dígame de qué se trata, por favor.

—Es un asunto delicado. No tiene relación con su marido, sino con su amigo... Javier Santacruz.

Carmen dejó la taza en la mesa, el leve clic resonó en el silencio.

—No veo por qué los asuntos de mis conocidos deban ser de interés policial.

Robles se recostó en la silla. Abrió un maletín sencillo de cuero gastado y extrajo una carpeta.

—Santacruz no es solo un hombre de negocios, doctora. Es una pieza en el engranaje de una red de blanqueo de capitales a gran escala. Y usted es una de sus mulas.

Carmen sintió un golpe de calor en el rostro. Soltó una risa hueca, indignada.

—¿Mulas? Es lo más absurdo que he oído. Javier es un amigo. Lo único que he hecho para él, fuera de nuestra amistad, ha sido actuar como traductora en algunas ocasiones. Acabo de terminar una traducción técnica para un contrato. Nada más. Soy directora en un gabinete, inspector, mi esposo es un prestigioso psicólogo. ¿Cree que arriesgaría mi carrera y mi familia por un capricho?

Robles abrió la carpeta y deslizó la primera fotografía. Una instantánea capturada a distancia, pero inequívoca. En ella, aparecía junto a Santacruz saliendo de un restaurante. Él la sujetaba de la cintura; ella se inclinaba hacia él en una pose innegablemente íntima. No había lugar a dudas. Carmen sintió un pinchazo de pánico.

—Esto... esto es una invasión de mi privacidad, inspector. Una foto fuera de contexto. Javier y mi esposo son amigos, es natural que...

—Doctora, no me interesa su vida privada. —dijo Robles, señalando la foto con la punta de un bolígrafo—. Santacruz utiliza el atractivo de lo prohibido. Ofrece a las mujeres la experiencia completa: el lujo, el riesgo, el sexo y la relación con un hombre poderoso, todo a espaldas de su vida real.

Robles desplegó el resto de las imágenes. Eran varias mujeres diferentes, todas vestidas con un estilo elegante y profesional similar al de Carmen. Se las veía en aeropuertos, vestíbulos de hoteles de lujo en Múnich, Milán y Ginebra.

—Estas mujeres son profesionales como usted. Algunas están casadas, como usted. Santacruz establece relaciones sentimentales intensas, les da la sensación de ser especiales y, gradualmente, introduce el "favor": Un viaje de placer. Les pide que lleven un paquete en el equipaje que contiene dinero negro. Le resta importancia, es habitual en los negocios a gran escala. Les hace sentir parte de su mundo.

Robles volvió a la foto de Carmen.

—Intuyo que él ya le ha insinuado el viaje a Alemania para la supuesta firma del contrato en el que usted ha participado como traductora.

—¿Cómo está enterado de eso?

—Es mi trabajo. Le pagará el billete en primera clase, el hotel de cinco estrellas... y si no lo ha hecho ya, le dará un paquete para llevarlo en su maleta. Usted será la mula que transporte una importante cifra de capital no declarado, camuflado en el equipaje.

La incredulidad de Carmen chocaba con la evidencia de la foto y la fría lógica de las otras imágenes. Ella, Doctora en Psicología, experta en analizar la conducta humana, ¿cómo había sido tan ciegamente manipulada? Sintió la bilis en la garganta.

—Tenemos pruebas irrefutables. Las mujeres que caen en esto o son cómplices por codicia o son víctimas manipuladas que creen que no están haciendo nada ilegal. Pero el código penal es claro: transporte de capitales no declarados, blanqueo. Es un delito grave. Y ahora, doctora, tiene una opción de colaborar.

Ella se enderezó en la silla, aferrándose a la única verdad sólida que le quedaba: su código moral.

—Basta. —pronunció con voz grave y firme—. Admito que... la foto muestra algo comprometido de lo que no me avergüenzo. Pero eso es todo. Que Javier sea amigo de mi marido y me haya pagado por mis traducciones, o que hayamos compartido algo más que una cena, no me convierte en delincuente.

Carmen miró a Robles a los ojos con la misma intensidad que usaba para desenmascarar las mentiras de sus pacientes.

—Sé que este argumento no le parece convincente, inspector, entiendo su sospecha, pero le aseguro que mi integridad personal y profesional está muy por encima de cualquier aventura sentimental. Jamás, bajo ninguna circunstancia, se me ocurriría formar parte de un delito. No arriesgaría mi carrera o a mi familia por el morbo del riesgo. No soy una criminal, soy psicóloga y sé leer la mente de un manipulador.

Recogió su bolso con una elegancia renovada. La firmeza de su negativa era un escudo inexpugnable.

—Si Javier Santacruz es culpable, que sea investigado y castigado. Pero deje de difamarme. Si vuelve a contactarme sin una orden judicial, recurriré a mi abogado.

Carmen Rojas se puso en pie y abandonó la cafetería dejando atrás el murmullo y al inspector Robles, que sólo pudo mirar la foto de la profesional seducida y preguntarse cuánto tiempo mantendría su escudo.


Citas

1 Capítulo 191 El futuro nos lo dirá. Octubre 2024

2 Capítulo 189 En el ojo del huracán Julio 2024



La huella del asfalto

Capítulo 95

«Se cubre la cadera izquierda con una mano. Es un último pudor que deseo vencer con tacto y cariño. Me arrodillo, tomó sus manos y, sin forzarla, consigo que descubra la brutal huella, el zarpazo del asfalto. ¡Qué dolor tuvo que soportar! Acaricio la herida, las yemas de mis dedos trazan los surcos intentando leer el sufrimiento. Recorro las cicatrices con mis labios, con la lengua, besos cortos, suaves. Siento una mano que mesa mis cabellos, su pierna derecha me abraza la espalda. «Te quiero, Mario», resuena en mis oídos y por toda respuesta acaricio su costado.

Abandono la huella del terrible accidente, ya no se oculta, me observa serena. Mis manos recorren su vientre, alcanzan los breves pechos, casi tan firmes como los recordaba.  Pero Elvira no es una mujer pasiva, de un rápido gesto se deshace de la pequeña braga y me ofrece su desnudez, apenas escondida bajo una cuidada mata rojiza.»


Capítulo 101

«Abandono sus pezones y beso cada rincón de su abdomen, el potente perfume de su sexo me llama a medida que desciendo. Acaricio sus caderas y entro en el terreno rugoso de la profunda herida. No, esta vez no encuentro tensión y sigo, acaricio. Quisiera besar ahí donde sufrió pero es pronto, no quiero ser mal interpretado. Mis manos se aferran a sus muslos, el herido y el sano y aspiro frente a su sexo, me emborracho. Sus manos dirigen mi cabeza, aprietan mi cráneo sobre su pubis, muerdo el vello rojizo con mis labios y aprieto, busco y ella retrocede buscando la cama sin soltarme. Gateo siguiéndola. Se desliza sobre la colcha, no piensa perder el tiempo abriendo la cama, la sigo persiguiendo esos muslos abiertos que me llaman. Sonríe de una manera sucia, obscena y me lanzo como un animal a la caza de la hembra.»




63 comentarios:

  1. Sin apenas dormir, con la mañana dedicado a terminar la última corrección, aquí lo tenéis. Sed indulgentes e informadme de los gazapos, porque los habrá.

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    1. Ya te vale, no nos debes nada lo sabias, ¿verdad?

      Se agradece, pero pegarte semejantes maratones no tiene que ser bueno hombre.

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    2. Pensé que dos horas seria mucho, pero la verdad es que al final me lo he leído del tirón, Carmen y Mario dos buenos sicólogos que parece que se les a olvidado una de sus mejores herramientas el dialogo, Carmen que decir de Carmen, es mi wonder woman, es fuerza, es sensualidad, pero también es puro sentimiento, cada encuentro con Mario sentía la necesidad de abrazarla y decirle que todo saldría bien, su encuentro con el tatuador a sido brutal, No se que pensareis vosotros, pero lo de que le a pedido que haga Tomas me parece muy bajuno y por lo que deja caer Carmen no terminara nada bien.

      Alguien mas cree que Mario no va a aguantar mas la farsa del hombre decepcionado, es verdad que esta decepcionado, pero con sigo mismo, sinceramente creo que por primera vez en su vida deberia ser sincero con Carmen y decirle el porque esta haciendo todo esto y porque a tomado la decisión que a tomado, la de protegerla a ella de el.

      De esa manera si tienen que separarse lo harían en buenos términos, pero la farsa de Mario lo único que consigue es hacerles daños a los dos.

      Ya llego el inspector Robles y lo ha hecho con fuerza, menuda joyita el Santacruz, para eso puso cámaras en casa de Carmen, para estudiarla y tal vez chantajearla si llegado el momento Carmen se negaba.

      Hay que ser muy mala persona para seducir a mujeres y engañarlas para que hagan de mulas para el, joder Mario menudos amigos tiene y yo a veces me quejo de los míos, bueno creo que Tomas ya tiene la información que buscaba,

      No me enredo mas, ahora en serio, deja de hacer el burro para poder publicar el capitulo, que nosotros podemos esperar, si lo hubieras publicado la semana siguiente tampoco hubiera pasado nada, si sigues así te vas a terminar quemando Mario y llegara el día que termines aborreciendo ese hobby que tanto te gusta y llena.

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  2. He leído una cuarta parte del capitulo, luego después de comer seguiré con la lectura, cada vez escribís mejor, porque tengo claro que esto esta escrito por los dos, que envidia si algún día consigo escribir la mitad de bien que lo hacéis vosotros dos me doy con un canto en los dientes.

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  3. Se me ha olvidado comentar, el capítulo más potente hasta la fecha y tengo la sensación que lo que viene será mucho más intenso.

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  4. Me gusto mucho el capítulo. Oye no creen que es una gran ironía que Javier sea literalmente Tomás. Pero que a Tomás no le pase nunca nada y al pobre Javier si lo descubran jaja.

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  5. Si buscáis hipócrita en el diccionario aparece la foto de Tomás, Mario la ha expuesto a peligros por morbo, pero el la a expuesto a un tío que utiliza a mujeres como mulas para que transporten dinero negro.

    Con Tomás va estar muy protegida Carmen claro que si.

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  6. He vuelto a darle otro repaso y cuando Carmen y Mario están juntos puedes sentir su dolor perfectamente.

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  7. Bruto.
    Buenas tardes querido Cayo, esto no es un comentario, son las 17:13 y casi no he leído ni una línea, me pongo ahora a ello, pero quiero que antes que te vayas de finde darte las gracias por publicar, entiendo que huyas como un cobarde hoy he estado por el centro tomando un vermut y porque yo no puedo huir, al lio gracias, gracias por cumplir, gracias por el diario. Luego te pondré a parir o no, pero eso eso es otra historia, depende de si me gusta o no, quiero ser benévolo y lo estoy disfrutando y mucho antes de leerlo. Ahora babeare leyendo, espero.
    Te iba a poner que el siguiente para navidades eso antes de leerlo a 6 de diciembre, tengo a toda mi parentela a cubierto, pero no te lo voy a poner, pero un detallito de Carmen es su blog no vendría mal y cerramos un año cojonudo. por cierto Carmen y Mario son una unidad no se por qué no comentamos en el blog de Carmen.

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  8. Bruto.
    Y querido Torco quiero tú comentario y de los próximos capítulos también, no admito que te rajes, sí no sabes que estoy diciendo es que te esperamos a así que no nos falles.
    Un fuerte abrazo.

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  9. Corregidme si me equivoco, ¿pero Muller no tenia negocios también con Tomas?

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  10. Mario esta haciendo su papel de hombre decepcionado demasiado bien diría yo, creo que esta haciendo un daño gratuito a Carmen que no se merece, no se que opináis los demás.

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  11. Empiezo a tener la sensación que Caito va a terminar teniendo razón con lo de que no se deban separar, Mario tiene muchas dudas y Carmen solo necesita una señal de Mario para volver a ser feliz al lado del hombre que ama.

    Es que después de este capitulo tengo la sensación de que la separación no cambiara nada, Mario seguirá guardandoselo todo dentro y Carmen seguirá mirando hacia adelante, sin el apoyo mas importante de su vida y con esa tristeza que se la esta comiendo desde dentro.

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  12. Al terminar de leer esta joya, me pregunté cómo se llegó a esto. Cómo se llegó a las cosas que no tienen sentido. Y me respondo con una palabra ingenuidad.

    Para poder explicarlo mejor, pondría como ejemplo el matrimonio afecto a los mimos con canes. Imaginemos un círculo donde en el centro se encuentran los seres más cercanos: padres, hermanos, tíos, primos etc. Más hacia la periferia de ese círculo, las amistades cercanas, vecinos, compañeros de club, etc. Jugaría lo que no tengo a que ninguno de ellos tiene una idea de su "otra vida".

    Ahora miremos a Doménico. El tano menos sacerdotes y escoceses, todo lo que tiene pollera meta palo y a la bolsa. Pero dónde lo hace? En el club o en el picadero o bulo, para nosotros.

    Esta gente con "doble vida", la pública acomodada a los preceptos que demanda la sociedad y la otra donde dejan correr libremente sus pasiones.

    Para decirlo en términos futboleros, esa gente juega en la Champions o en la Europa Ligue. Nuestros amigos en un torneo de casados contra solteros.

    Llevar sus amantes a su propia casa, como cuando sus vecinos vieron a Guido, o la vecina en la sierra con Carmen y el fotógrafo. O los escarceos amorosos con Ángel en el gabinete llenos de morbo y adrenalina.

    No es un reproche, no es un juzgamiento, tampoco un pelotón de fusilamiento. Es mostrar el riesgo que han corrido hasta acá. Mucho más lo ocurrido en Sevilla con Diego y los árabes.

    Además de falta de diálogo, la situación se agrava cuando aparece el despecho. Amigo he precisado una dosis doble de morir soñando porque ha sido muy duro.

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    1. La derrota es el mejor de los maestros mi querido Torco, Mario y Carmen han jugado a un juego donde se han batido con jugadores de primera, siendo ellos amateurs como bien has comentado.

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  13. Acabo de ver que está publicado este largo capítulo. ya lo leeré con calma. y publicaré mis comentarios

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  14. Demasiadas historias, mucha dispersión ... Este capítulo es de los que más has trabajado con peor resultado, y por cierto aún no has dicho de que color era la limpiadora del hotel.

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  15. Lo que es atronador es lo sola que está Carmen, solo Claudia mostró compasión, Angel la escucho, pero no creo que fuera de forma altruista, por eso quería saber que servicios hacía y cuanto cobraba, Angel utilizara eso en su veneficio.

    Luego esta Tomás, otro que solo piensa en sí mismo, que decir de Ramiro, una vez conoce la historia cambia radicalmente su forma de tratarla, pasa de la familiaridad a ser totalmente aseptico.

    Santacruz este por lo menos va de cara y no esconde sus intenciones, todos los tíos de este relato solo quieren una cosa follarse a Carmen y sacar veneficio de su cuerpo, patético.

    Hay una cosa que le diría al Mario de aquel entonces, espabila y pon solución a esos anhelos que os han llevado a esa situación, porque Carmen necesita a Mario su esposo y mejor amigo.

    Los problemas no se arreglan apartándose de ellos si no mirándolos de frente y buscando una solucion.

    Un último aporte sobre Angel, siente celos hacia Mario según el siempre se entromete y después demuestra en cual alta estima se tiene a sí mismo modestia bajo cero.

    Si Angel sigue así su relación con Carmen tiene fecha de caducidad, porque como le haga elegir entre el y Mario, Angel se va a llevar una sorpresa desagradable.

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  16. Indicios que saltan a la vista
    El inspector que la sacó del Penta no aparece en las tags de seguimiento que marca Mario
    El inspector Robles está marcado.
    Va a dar mucho juego si no no lo marcaría.

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  17. Querido Apasionado, mi txpela ha debitado en la costa con éxito entremos amigos

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    1. Me alegro mucho y me alegro mas de que la lleves con orgullo.

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  18. Entonces por lo que se puede ver Carmen será compartida con los socios de Tomás en la empresa verdad?

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    1. Eso parece, el tio que dice que va a proteger a Carmen y se la presta a sus hombres como si fuera un regalo, Tomas me da mucho asco.

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  19. Bruto.
    Buenas tardes, estoy encantado de cómo sube el nivel en los comentarios, así me gusta, comentarios acertados.
    Queridísimo Cayo el capítulo te ha salido un poco raruno, estoy en la primera lectura, como uno es un poquito lento será en la tercera o la cuarta cuando la pueda apreciar en su esplendor, mientras te voy adelantado que no le veo unidad, no sé si es por el momento en la historia o por, lo más probable, la profunda separación de los protagonistas.
    Me han encantado algunos momentos como la salida de casa de Claudia o algunos personajes como Ingrid que creo que aporta una visión muy interesante a la historia en este momento, lo he mirado Dos Octavas y creo que no vuelve a aparecer, me sorprende la actitud de Claudia o la deriva de Santacruz, lo que el inspector de policía vuelva me indica por donde va ir la historia y ya estaba echando en falta a Tomás y sus manejos, dan mucho color a la historia incluidos los Alemanes.
    Pero no me aparto de mi tesis principal si juntos estos dos son un desastre separados son catastróficos, querido Apasionado aunque a veces tengas destellos de genialidad como seguirme en mi tesis te estás perdiendo la ayuda que les prestan o pretenden prestarle otros personajes.
    Querido Torco tienes toda la razón a esto se llega por ingenuidad, el resto de los mortales no hubiésemos llegado por prevención, temor o condicionantes.
    No me enrollo más que lo tengo que volver a leer y pensaré de manera completamente distinta, menos en la genialidad momentánea de Apasionado.

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    1. Yo soy muy desconfiado amigo Caito y me cuesta confiar en Angel, Tomas, Claudia, Santacruz.

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    2. Estaba esperando a ver si te decía algo Dos Octavas, pero veo que se ha contenido, Apasionado. Tú, como siempre, apuntándote a un bombardeo. ¿De verdad piensas que Tomás la va a ceder a sus hombres?

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  20. Bruto.
    Y queridísimo Cayo me ha enajenado lo de en el capítulo anterior y en el capítulo siguiente, soberbio.
    Estaré un poquito espeso pero me vas a tener que explicar lo del collar de Luna, la caja de pandora supongo que será la pera así que toca esperar.

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  21. De la que no hemos vuelto a saber nada es de Candela.

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  22. —Y Mario, ¿cómo lo lleva?

    Volvía del baño, él acababa de hacer unas llamadas. Lo había escuchado mientras me secaba.

    Mario. No me apetecía hablar de él.

    —Mal. No ha perdonado lo que ha pasado en Sevilla, apenas nos hablamos.

    —No está siendo justo contigo; es tan responsable como tú, si no más.

    —Me temo que esta vez no tiene arreglo. Jamás lo he visto tan defraudado.

    —La que debería sentirse defraudada eres tú. Con todo lo que has pasado, necesitas apoyo, no reproches.

    Esta conversación hace a Tomas un hipócrita nivel dios, porque no le dice a Carmen que el a exigido a Mario que se divorcie de el, claro que malo es Mario y que bueno soy yo.

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  23. Caitoporekmundo cuando Carmen queda sola en su casa, toma una caja con los recuerdos de su perra Luna.

    Impresionada por lo ocurrido en casa del matrimonio con los perros, se pone el collar de Luna y su correa.

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    1. Buenas tardes querido Torco es simple y llanamente el morbo de una situación que la excita, te excita por curiosidad pero no sabes si quieres probar o no, no es sexo como lo entendemos todos.
      ¿Lo probará? Tal y como va la cosa date por jodida.

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  24. Si Robles es dela Policía Nacional, la cual creo que debe ser como nuestra Policía Federal Argentina, interviene en delitos complejos como lo es la trata de blancas.

    Esa cobertura lo ayudó a cumplir con lo pedido por Tomás. Ahora bien el pedido fue hecho a un nivel mayor al de Robles o este trabaja para Tomás.

    Si es así puede ser que el amante de Carmen no confía ni en la imagen que él proyecta el espejo y hace jugar al policía a su favor.

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  25. Un consejo para Elias. Si crees que va a ser compartida por los socios de Tomás es que te has saltado algún capítulo en el que se habla de lo que pasa en la empresa de Tomas y el papel que tiene Carmen aunque en este ya está bastante claro y no va por donde tú quisieras

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  26. El puente, a hacer puñetas, trabajando todo el p…. día.
    Menos mal que me queda hoy para vegetar.
    Tengo mil cosas que comentar: mucho sobre lo que publicó Carmen y que me tocó muy fuerte. Y mucho sobre este capítulo.
    Poco a poco.

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  27. Si hubiera sido amigo de Mario le hubiera dado dos hostias y le hubiera dicho estas palabras.

    Espabila hostia, haz terapia o lo que necesites para superar lo que te a traído hasta aquí, pero ponte las pilas porque Carmen te necesita y se lo debes.

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  28. Maravilloso! No he querido comentar hasta leerlo despacio y despues ver vuestros comentarios.

    Es verdad que hay mucha tela pero creo que es necesaria, mé gusta el ritmo ágil y menos lento que otros capítulos, me da la sensación que avanza el diario.

    Me ha sorprendido para bien la actitud de claudia, yo a esta mujer la tenía una un poco cruzada y ha sabido estar a la altura.

    A mi tomas cada día me cae peor! Estoy con lo que dice apasionado.

    Me ha gustado la referencia a Domenico y me confirma lo que sospechaba, Carmen tiene conversaciones con el de forma frecuente y que no salen en el diario (de momento), quizás el italiano hubiese actuado de forma diferente a Tomas, sabe cuál es el lugar de cada uno y tomas no. Quizás la distancia haya hecho que Mario no acuda a el.

    Por otro lado, Ingrid, el tatuador, Elvira… maravilloso! Mé queda solo una duda o no lo he sabido ver, todo esto ocurre en una semana? Quizás dos? Yo también he sabido ver la tension entre Mario y Carmen, como se necesitan y son incapaces de abrirse, ninguno de los dos se quiere separar lo ven un bien para el otro. Ambos se sienten culpables pero piensan en el otro y creen que es lo mejor.

    También veo un buen trabajo de equipo en este capítulo.

    Robles ya nos lo mencionó Mario en algún adelanto o comentario.

    Lo de muller al leerlo en comentarios mé quedó la duda de si tomas tb lo conocía.

    Joder y Carmen! Como cojones va a poner en orden su cabeza con todos los frentes que tiene?

    Los protas tienen una vida de película, la realidad supera la ficción.

    Seguiré pendiente de vuestros comentarios.

    Mario muchas gracias y enhorabuena!

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    1. Buenas tardes querido José, tengo la sensación de que que no sé en cuanto tiempo transcurre la acción en este capítulo, también de saltos ente una escena y otra, pero esto se puede deber a la separación entre ellos, para que luego me digan que las separaciones son buenas, no es que tire para casa pero hay que aprovechar que el Pisuerga pasa por Valladolid.

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    2. Independientemente del tiempo, que si Mario nos lo aclara fenomenal, a mí el capítulo mé ha gustado, refleja esa ausencia de ambos, esa necesidad el uno del otro.

      Pero también se ve que no pierden el tiempo ninguno de los dos, intentan llenar a toda costa algo que solo pueden hacer ellos mismos entre sí. Y esa es la grandeza de la historia para mí en toda su totalidad, es una historia de dos no de uno.

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  29. José si Mario acudió a Tomás fue porque sabe que sus contactos son importantes. Dudo que el italiano pudiese actuar con la celeridad que lo hizo Tomás.

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    1. Toda la razón, lo pensé en su momento pero se me había olvidado al ver de nuevo la referencia al italiano (mé cae mejor)

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  30. Buenas tardes mí querido Apasionado, no te voy a decir que confíes, algunos, no todos, intentan ayudarles sobre todo a Carmen, dirás que es por interés pero lo hacen y a veces se equivocan y otras aciertan. Piensa en todo lo que se equivocan nuestros héroes.

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    1. Tomás juega muy sucio , me vas a decir que mo tiene a nadie para conseguir la información de Santacruz, pero envía a Carmen en plan espía, parece que Santacruz trabaja con gente peligrosa, pero eso a Tomás no le importa, manda a Carnen a que hackee el portátil, que lleve un micro y Carmen lo hará porque es su salvador y que pellejo esta protegiendo Tomás, el suyo propio.

      Lo siento, pero a mi este personaje no me gusta nada y Angel le sigue de muy cerca.

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    2. Bruto.
      Buenas tardes querido Apasionado, efectivamente tiene a gente para que le informe, por ejemplo a Carmen a la que paga por eso, Tomás no conocía a Santacruz con lo que no sabe con que gente y trabaja y por eso le ha encargado a Carmen que se informe y le informe, ya que fue ella la que lo metió en en circulo de Tomás cuando la espiaron, ya ha hackeado el ordenador y ha recibido una advertencia de la policía que trasladará a Tomás y veremos que pasa a partir de aquí. Tomás siempre ha tratado de ayudar y proteger a Carmen, te caerá mejor o peor pero hay que tratar de ser objetivo con él, y aquí hay una cosa que me marca, y es que cuando se refiere a él en el futuro dice textualmente "cuanto lo quería".

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    3. Supongo que ese pasado es porque ya sabemos como termina, nos lo dijo Mario.
      Me pregunto si Carmen será capaz de ver también sus sombras en algún momento, porque tiene una venda con tomas. No la culpo, con ella se porta de una manera y con el resto de otra

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  31. Se acerca la relación entre Andrés y Carmen, aunque ya sabemos como va a terminar la cosa, es la relación que va a tener Carmen en el futuro que más morbo me da.

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  32. Que capítulo mas intenso, me ha gustado el resumen que haces al principio, y después como lo desglosas, parte por parte, claudia, elvira, Tmos, Javier, Nuria, Íngrid, etc. etc.
    Habrá que ver el tiempo que transcurre, en un párrafo aparece que son 2 o 3 semanas, pero me gustaría ver con exactitud qué tiempo llevan prácticamente separados.

    Lo de Tomas me parece humillante, y por demás exponer a Carmen a que la sorprendan espiando, afortunadamente Carmen tienen mucha inteligencia y valor para hacer lo que hizo, pero sabemos que Tomas arriesgo demasiado a Carmen.

    Lo de Santacruz, imperdonable, manipular a carme de tal manera que se juegue el pellejo para que el quede libre de cualquier acusación, ahora Carmen sabe a que se expone, el detective la puso sobre alerta, y supongo que Tomas se entera de esta situación y tendrá que poner a Carmen bajo vigilancia para que Santacruz no la perjudique. Ahora sabemos o tenemos idea de cual es el motivo de las fotos.

    Encontré un gazapo en el subcapítulo INGRID

    Me desabrochó la camisa y los pantalones. Mi polla saltó libre, dura como nunca. La tomó en la mano, la acarició, luego se la llevó a la boca. Era experta girando la lengua alrededor del glande. Me miraba a los ojos sin dejar de chupar; el piercing del pezón rozaba mi muslo. No aguanté mucho; la detuve, la puse de espaldas. Entré en ella de un empujón. Estaba apretada, caliente, sus músculos se contraían.😊 Foliamos😊 con violencia, el sofá crujía, sus gemidos se mezclaban con los míos. El tatuaje en su espalda —otro, una rosa marchita— se movía con cada embestida. La giré, la puse encima. Cabalgó, sus pechos rebotaban, el piercing centelleaba. Agarré sus caderas, guiándola hasta que sentí brotar el orgasmo.
    Foliamos con violencia, pero supongo que quisiste decir follamos con violencia, lo pongo porque el mismo Mario nos dijo que estuviéramos atentos que mas de un gazapo podríamos encontrar.

    Tendré que darle una segunda y tercer leída para poder darle el seguimiento adecuado.

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    1. Salvo que se pusieran a bailar una folía, se trata de un gazapo que ya está corregido y que delata tu buena salud visual.
      Gracias, Federico.

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  33. Para mi la separación entre Mario y Carmen ya se a dado, aunque vivan bajo el mismo techo están a continentes de distancia.

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  34. Esta claro que tanto Carmen como Mario van a intentar mitigar el dolor usando el sexo para ello, pero lo que de momento no he visto es un momento de reflexión donde deglosen los errores que han cometido cada uno para llegar a esta situación y pensar como corregir esos errores.

    Ahora mismo veo a Mario intentando convencerse a sí mismo que alejarse de Carmen es la mejor opción y a Carmen pensando que a perdido a Mario e hablando con Elvira para que Mario no se quede solo.

    Creo que si se sentarán con la intención real de arreglar las cosas serían capaces de ver el uno en la otra y darse cuenta de lo mucho que se arrepienten de ciertos pasos dados y lo mucho que se necesitan, llegados a ese punto podrían construir unos cimientos fuertes que sujetarán su relación, porque ese es el problema, que su nueva relación está construida sobre arena.

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  35. Dije que el ultimo relato de Carmen me había tocado mucho y muy fuerte, tanto que he sido incapaz de hacer ni un comentario hasta ahora.
    “ Ahí estaba el kanji. Pequeño, negro, perfecto, tatuado a dos centímetros por encima del vello oscuro”.
    Hace ocho años, viví una escena idéntica con una estudiante de literatura española, una japonesa con la que viví una historia preciosa. Llevaba un kanji en el pubis precioso. Le pregunté infinidad de veces lo que significaba y siempre callaba con una mirada de dolor. Yo pensaba que era porque le recordaba la pérdida de una relación. Poco antes de marcharse cuando sabía que nunca más nos volveríamos a ver y no tendría que soportar mi lastima en mi mirada, me confesó que significaba algo así como puta. Fue el punto final de una agresión en grupo organizada por un “admirador” no aceptado y humillado en su ego. Nunca más volvió a tener relaciones con otro hombre, le daba pánico.
    Nunca la he olvidado.

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    1. Tuvo que ser una experiencia horrible y ver ese kanji día tras día tiene que se un suplicio, pobre, semejante castigo por rechazar una proposición.

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  36. Bruto.
    Querido Cayo, estoy en la segunda lectura con calma que es como debe de ser y estoy disfrutando mucho más con el relato, te veo mucho mas poético, siempre te he dicho que te veo como un gran narrador, muy efectivo, pero últimamente tienes unos detalles que antes no tenias, y son tuyos no de Carmen o sí. Sigo con ello ya te contaré.

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  37. Caito me sorprende que no te acuerdes
    Va por lo de ‘cuánto lo quería”
    Capítulo 153
    Año 2012 Carmen se encuentra con Ismael viejo y cojo
    “se marchó a Barcelona, un primo hermano le prometió buscarle una portería y allí estuvo cinco años; pero no fue capaz de integrarse y pensó que después de tanto tiempo… —encogió los hombros dando por sobreentendido el resto.
    Se me escapaba algo, Ismael lo advirtió y ahondó en el misterio:
    —Me lo contaron, por eso regresé.
    Le bastó esa velada insinuación para despertar el desasosiego que me infundía entonces.
    —¿Qué te contaron?
    Sonrió con la misma arrogancia del pasado.
    —¿Le guardaste luto? No, tú no eres de esas.
    Lo hubiera abofeteado. Frente a mí tenía los restos de un naufragio tratando de hacerse valer como si aún pudiese presentar batalla.
    —No sigas por ahí. —respondí sin contener la ira.
    —No, si al final va a ser verdad que no te enteraste de nada.
    Cogí el tabaco y el mechero y lo arrojé al bolso, no iba a tolerarle ni una provocación a costa de quien ya no podía defenderse.
    —Vale, vale. —capituló con las manos extendidas.
    Me quedé, no sin esfuerzo. Vi algo en su mirada que me conmovió: yo era lo único que le devolvía parte de lo que fue; aunque lo que en realidad me retuvo es que necesitaba saber el final de la historia.”
    Ya está claro?

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    1. Anda no recordaba esto en absoluto, yo me refería al funeral y el encontronazo con la hija de tomas.

      Pero ahí ya se ve que encontronazo el 2012 Carmen ya ha pasado página y está en otra liga

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  38. Bruto.
    Querido Dos Octavas tienes razón lo he citado mal Capítulo 203 Sacrificio.
    "Le ayudé a deshacerse de la poca ropa que conservaba, le acaricié la polla con mimo empapándome de su excitación, llevé mis dedos mojados a la boca para provocarlo, palpé los testículos como a él le gustaba. Hubiera querido seguir, pero la urgencia del deseo me hizo apresurar el ritual. Lo cabalgué apoyada en su pecho, frotándome con la verga para darle el placer de masturbarme sobre ella. Sus manos sabias me acariciaban como pocos hombres han sabido hacer, recorrían mi cuerpo de una forma que me hacía sentir segura y deseada. Cuando no pude más, lo ensarté y me dejé llevar permitiendo que el momento transcurriera como tuviera que ser con el único objetivo de purificar el caos en el que había estado atrapada.
    Cómo lo quería. Cuánto lo echo de menos.
    A falta de una ducha juntos, me aseé lo imprescindible. Mario lo entendería. Después me enfrenté al veredicto del espejo, por primera vez los tatuajes no me resultaron abominables, luego me enjuagué la cara, las axilas, los pechos y al terminar se ofreció a curarme la herida, sabía cuánto lo deseaba y yo anhelaba su trato exquisito."

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  39. Quiero hacer notar que el diario y los autores, en plural, se mueven en al menos tres líneas temporales:

    2001 la fecha en que se mueve el capítulo 153 en este se desarrolla una prolepsis: la escena del reencuentro en 2012 con Ismael.
    2012 Carmen se reencuentra con Ismael , y se entera de lo que fue su vida todo esos año.
    2012 año en blanco en el que el autor no publica el diario. Curioso.
    2021 año en que se publica el capítulo 153. No es intrascendente. Pensadlo bien.
    Cuatro momentos, tres años, cuatro sucesos a estudiar por separado.

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    1. Me encantan estas aportaciones temporales que ayudan a situar. Gracias!

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  40. Ya se por donde vas Lucia que p… bruja eres. Jajajaja

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  41. Abran juego! Enseñad vuestras hipótesis! Joder como pasa el tiempo!

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  42. Esto lo digo por curiosidad, porque a algunos le dais tanta importancia a lo sucedido en años que el diario no va a conocer, a no ser que todos seamos inmortales.

    Y no lo digo ni con la intención de molestar ni menospreciar a nadie, simplemente me intriga, yo prefiero centrarme en la historia del presente de la que si voy a conocer lo ocurrido.

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    1. A ver si soluciono tu intriga sin molestar ni menospreciar
      Se llama PENSAR, eso que esta tan poco de moda Pensar ser curioso Dicen que la curiosidad es la madre de la ciencia y yo estoy de acuerdo
      Si no fuese curioso y me quedase solo con lo que tengo delante de mis narices no podría dedicarme a lo que me dedico
      Pensar - mosquearte porque se escriba algo sobre un año y precisamente ese año no se publicó el diario o encontrar la respuesta a “cuanto lo quería” en una historia del 2012 que a lo mejor no leeremos nunca.

      Mosquearte es sano hace que las neuronas no se oxiden
      Por eso unos cuantos estamos intrigados con lo que Mario y compañía nos van contando de unos años y de otros y le buscamos explicaciones.
      Que cansado es pensar verdad?

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  43. Ha merecido la pena la espera y la lectura.
    Por los personajes, me ha sorprendido para bien el comportamiento que tiene Claudia con Carmen, no se si es porque la ve muy mal y no tiene aliciente por romper un juguete ya roto o es que quiere proteger la inversión en el gabinete de su marido.
    Tomas se nos muestra cada vez más abiertamente como un mafioso que manipula y maneja todo lo que pasa a su alrededor y no tiene problema en enviar al matadero a sus subordinados, tiene dudas de que Carmen sea capaz de conseguir la información, pero aún así la manda.
    El tatuador me gusto el Ingrid me encantó, le indica que no se quede en medio, que abandone todo o pelee por Carmen, y junto con la conversación que tiene con Elvira de que Carmen le había dado su bendición para la relación antes de hablar ellos de ruptura ya le puso a Mario la mosca detrás de la oreja.
    Puede ser muy interesante ver cuanta paciencia tiene Tomas si la separación tarda e llegar y si cambia algo la fachada con respecto a Carmen.

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