Capítulo 50 La sauna (I)
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La puerta se cerró tras de mi produciendo un ruido sordo. Fue como una claqueta que anuncia un cambio de escena, otras luces, otros sonidos porque realmente todo cambio de manera radical. El ruido de la calle dio paso a unos sonidos apagados. Mis ojos, acostumbrados a la luz del atardecer, tuvieron que adaptarse a la penumbra que reinaba en el amplio hall revestido de tapices. Frente a mi distinguí una taquilla protegida por cristales, a mi derecha unas gruesas cortinas dejaban entrever un pasillo, quizás un salón donde se mantenía una conversación que no alcanzaba a entender. Un olor a jabón barato impregnaba el ambiente.
Al entrar se había disparado un chivato acústico que enmudeció al cerrarse la pesada puerta. Antes de que pudiera terminar mi examen del lugar apareció un hombre vestido de blanco como si se tratase de un celador de hospital o un enfermero. De edad indefinible, extremadamente delgado, no mediría mas de metro sesenta y se movía con rapidez exagerando unos andares femeninos. Me recordaba lejanamente al bailarín Antonio en su época dorada allá por los años sesenta.
Se situó tras la ventanilla y permaneció mirándome en silencio.
- “¿Cuánto es?” – pregunté echando mano a la cartera.
Con un dedo señaló la hoja con las tarifas que estaba pegada en el cristal, pagué y colocó en un desgastado cajetín de madera un par de pequeñas llaves enganchadas en una correa de cuero y unos tickets.
- “¿Número?” – me preguntó, no entendí a qué se refería y mi gesto debió ser suficientemente elocuente porque me enseñó una cajonera adosada a la pared similar a las de las boleras llena de chanclas de plástico.
- “Cuarenta y cuatro” – respondí.
Tomo un par y las roció con un spray, las introdujo en la caja, añadió dos toallas blancas no muy grandes y la pasó por una ventana lateral.