19 octubre 2013

Capítulo 60 Liberada

(Tiempo aproximado de lectura: 19 minutos)


Sus ojos me escrutaban cada vez que se llevaba a la boca un poco de ensalada. Buscaba en mi rostro la más mínima reacción, cualquier gesto que delatara mis emociones, ¡Cómo si no fuera suficiente con ver mi verga oscilando al ritmo que marcaba mi acelerado pulso y que la mantenía erguida y dura como una roca! 

Apenas vestidos, - ella con la bata de baño sobre los hombros mostrándome su desnudez  y yo con la sudadera -, cenamos en la cocina, uno frente a otro en el mismo lado de la mesa para exhibirnos, para mostrarnos lo más indecentes y obscenos que pudimos. Carmen no dejaba de mirar mi palpitante polla, rezumando flujo y a la que no me había permitido cubrir el glande. Mantenía una postura provocativa. Con un pie apoyado en el travesaño central de la mesa de cocina me ofrecía a la vista su sexo entreabierto, de un brillante color rosáceo que evidenciaba su excitación. Había tomado el control desde que salió de la ducha y entró en la cocina arrollándome, a mí me excitaba verla tan abiertamente sexual y la dejé hacer a su antojo.

- “¿Sabes una cosa? Creo que me lo voy a tirar. Me apetece, está muy bueno”

¿Mera fantasía o decisión recién asumida? ¿Provocación? Sí. Me provocaba con sus palabras, con su sonrisa lasciva, con su mirada descarada, me provocaba cada vez que escogía las partes de la ensalada salpicadas con mi semen y se las llevaba a la boca para deleitarse exageradamente o me las ofrecía para que fuera yo quien las saboreara. No era la primera vez que hacíamos algo así pero nunca había sido tan intensamente erótico como esa noche.

- “¿Sí?, ¿eso es lo que quieres, follártelo?, ¿eh, zorra?”

- “Sí, y tú también estás muerto de ganas por que me acueste con él”

Asentí con la cabeza sin dejar de mirarla. Sabía que estaba escenificando su fantasía, esa forma soez de hablar y esos gestos obscenos eran un juego, sí, pero la veía… quizás demasiado metida en su papel, como si estuviera viviendo con excesivo realismo la historia que nos estábamos montando.

- “Sí, sí, cielo; quiero verte follando otra vez”

- “Eres un cornudo compulsivo cariño. Entonces, ¿qué hago? ¿le provoco, dejo que me meta mano, le traigo a casa?

No había parado de azuzarme desde que nos sentamos a cenar, estaba tan excitada que a veces parecía a punto de caer en un orgasmo.  Cornudo, sí; pocas veces me lo llamaba y cuando lo hacía casi siempre era porque yo la instaba a hacerlo. Esa palabra había salido de su boca porque sabía que me excita escucharla, entonces además noté matices nuevos en la forma que tuvo de lanzármela, desprecio calculado en sus ojos, un tono algo paternalista e indulgente en su voz. No le di más vueltas, aquello era lo que quería escuchar en su boca, formaba parte del juego, ella despreciativa, yo sumiso. 

- “Hazlo como tú quieras” 

No lograba apartar mis ojos de su sexo, tan expuesto ante mí, tan tentador.

- “¿Te gusta lo que ves?” – dijo al ver mi fijación.

- “Me encanta, sabes que me vuelve loco” – Se acarició el pubis, dejando que su dedo medio dibujara el surco húmedo. Una intensa sacudida de placer la obligó a cerrar los ojos.

- “¿Más que el de Graciela?” – gimió.

- “No lo sé, aún”

- “Ya se lo verás ¿Y el coño de Elena, te gusta más que el mío?”

- “No, tú me gustas más, mucho más”

- “Mi coño,” -  me corrigió – “¿te gusta más mi coño o el de Elena?”

- “El tuyo, siempre el tuyo” – Me miró con escepticismo.

- “¿Tú qué sabes? A lo mejor cuando se lo comas a Graciela resulta que te gusta más”

14 octubre 2013

Capítulo 59 Arrivederci bambina

(Tiempo aproximado de lectura: 24 minutos)


Como cada lunes Carmen evitó usar el auto para entrar en Madrid y la dejé en la estación de cercanías.

- “Arrivederci bambina!” – bromeé exagerando el acento italiano, Carmen me asesinó con la mirada, luego sonrió.

- “Ciao, caro” – dijo con un mohín delicioso lanzándome un beso con la punta de los dedos.

Arranqué dejándola frente a la estación. Sin dejar de sonreír la seguí por el retrovisor mientras cruzaba la calle hasta que la perdí. Me gusta observarla desde diferentes planos. Todavía hoy a veces consigo verla como si no fuera ella. Unas veces es un espejo que me devuelve una perspectiva no esperada o puede surgir espontáneamente al encontrarnos en algún lugar donde no la espero y, al divisarla, existe una fracción de segundo antes de reconocerla en el que admiro a una desconocida que me seduce. Es solo un  breve instante antes de que piense, “es ella, es mía, es mi mujer”.



Carmen abrió el libro pero enseguida desistió. No había conseguido asiento y el tren iba demasiado lleno como para leer con comodidad.

Se sumergió en sus pensamientos.

Recordó la desagradable conversación con Carlos. Ya no le dolía, o al menos no tanto. El viernes era un dolor agudo, punzante; hoy era más parecido al dolor sordo de una magulladura. Por asociación de ideas recordó el moratón en el pecho. ¡Qué locura! Jamás me había visto tan descontrolado, alguna vez habíamos jugado un poco con el sexo duro, apenas unos azotes, un intento de inmovilizar las manos, poco más.

Recordó la intensidad de sus emociones al ser azotada tan duramente, un brote de placer recorrió su cuerpo cuando evocó la sensación que le produjeron mis dientes hiriendo su pezón o las emociones enfrentadas e incompatibles que vivió mientras yo volvía a apretar con los dedos su pecho herido. Dolor intenso, dolor agudo, sí; a pesar de ello no hizo nada por pararlo y estaba segura de que, si yo me hubiera detenido, me habría pedido más.

Cuando notó el calor húmedo que comenzaba a impregnar su braga intentó apartar esos pensamientos sin conseguirlo. Una y otra vez se volvía a ver de rodillas en la cama sometida a mi brutalidad, siendo follada mientras mi mano se estrellaba en sus nalgas.

Movió la cabeza como quien ahuyenta un insecto y buscó otra línea de pensamiento.

¡Qué incrédulo vanidoso! ¿Cómo podía pensar que se estaba inventando la historia de Doménico? ¿Es que no la conocía?

No había vuelto a pensar en él desde aquel día. Tan poca importancia había tenido aquel incidente para ella que ni siquiera se le ocurrió mencionarlo. Era poco convincente, lo sabía, sobre todo por haberlo utilizado precisamente el día que apareció Graciela.

Es guapa, – pensó -, muy atractiva. Tuvo que reconocer que al verla a mi lado había tenido que ahogar un puntito de celos. Luego todo fue más fácil, Graciela resultó ser una mujer agradable, divertida, inteligente y fue sencillo que ambas se encontrasen cómodas. En ningún momento se insinuó nada sobre la forma en que nos habíamos conocido aunque estuvo flotando en el aire y se hizo patente en forma de un implícito entendimiento entre los tres que se dejaba entrever en algunas frases con doble sentido y en bromas cargadas de insinuaciones. Veinticuatro horas después del encuentro Carmen tuvo que reconocer que el vermut la había vuelto demasiado audaz, ¿Cómo se había atrevido a hacer aquellas insinuaciones? ¿Qué pensaría Graciela de ella?

Tras el trasbordo al metro y después de aguantar los apretujones típicos de los lunes, salió a la calle y agradeció el aire fresco de aquel día casi primaveral.

Llegaba pronto, demasiado pronto. Cuando ya se encontraba en la puerta de la cafetería donde habitualmente toma el segundo café del día, una idea que había crecido muda en su interior, sin verbalizarla, sin enjuiciarla, se hizo presente con toda rotundidad. No fue hasta ese momento que reconoció ese pensamiento que había estado rondando su cabeza desde el día anterior. ¡Con qué fuerza inconsciente había logrado mantenerlo a raya que ni siquiera superó el filtro de la palabra pensada!

Soltó la puerta que se disponía a traspasar y volvió sobre sus pasos sintiendo como su corazón adquiría revoluciones y su garganta se encogía. Era una locura, lo sabía, además probablemente no estaría. Recordaba que él le había dicho que la esperaría allí porque estaba seguro de que volvería; pero eso era un absurdo, habían pasado… ¿tres semanas?  Quizás algo más. Estaba convencida de que aquello había sido una especie de cumplido que, si se había llevado a cabo, no había durado ni dos días una vez que comprobase que no aparecía. Aquel argumento despejó el ambiguo temor que le surgía al pensar en encontrárselo y dio vía libre al morbo que le producía esa misma posibilidad. 

No tardó en llegar al lugar en el que lo había conocido. Abrió la puerta del local y bajó las escaleras. La misma camarera, la misma luz amarillenta que iluminaba el pub, la misma sensación de sosiego al escuchar el “no-ruido” ambiente… De un rápido vistazo se aseguró de que entre los escasos clientes no se encontraba Doménico y no se sorprendió al detectar en ella una ligera decepción. Tomó asiento en la misma mesa que, casi un mes antes, ocupó y esperó que la camarera se acercase con su simpática sonrisa. Un café con leche templado y sacarina llegó a su mesa justo cuando se había quitado el abrigo y se disponía a consultar su agenda como excusa para olvidar su ahora ya reconocida frustración.

Qué incoherente le pareció su conducta, ¿Acaso esperaba encontrarlo allí, esperándola desde aquel día? No, claro que no, pero quizás, -razonó intentando justificarse -, aquel era su lugar habitual de desayuno, no es que pretendiera que la estuviera esperando, claro que no, pero…

No dirigió su atención a la puerta que se acababa de abrir hasta que le extrañó no escuchar cómo se cerraba. Sus ojos lo reconocieron inmediatamente. Quieto en lo alto de la escalera, con el pomo de la puerta en su mano, la miraba como si se tratase de una aparición.

Carmen notaba su corazón trotando, compuso como pudo una falsa expresión distraída que se tornaba en sorpresa y para cuando él se acercó estaba convencida de que su actuación había sido pésima.

- “¡Mira quién tenemos aquí, qué grata sorpresa!” – dijo sonriendo mientras su acento italiano acariciaba los oídos de Carmen. 

02 octubre 2013

Capítulo 58 Gin tonic para tres

(Tiempo aproximado de lectura: 28 minutos)


Avancé hacia la barra. Graciela estaba apoyada, más que sentada, en un taburete alto, con una pierna flexionada descansando en el reposapiés metálico. De nuevo me fijé en su espalda recta y su vientre plano, fruto sin duda del ejercicio físico que la danza le proporcionaba.

- “Tenía mis dudas sobre si te vería esta mañana” – le dije tras intercambiar un par de besos. 

Estaba espléndida, aún más radiante que la noche anterior. Pantalón vaquero ajustado, la camisa roja se cerraba un poco antes del nacimiento de sus pechos, una chaqueta de piel marrón completaba su vestuario. En la banqueta cercana descansaba un abrigo, una bufanda y el bolso.

- “Te dije que vendría”

- “Y veo que eres mujer de palabra” – sonrió bajando la vista. Cuando de nuevo me miró sus ojos anticiparon una pregunta.

- “¿Qué… en fin, esto es un poco raro, no? ¿Qué le ha parecido nuestro… encuentro?”

Actuábamos como dos niños pillados en una travesura. Intenté recuperar de mi memoria el momento de mi llegada a casa y no encontré ninguna escena que pudiera aliviar la duda de Graciela. Me habría encantado decirle que hablamos plácidamente sobre ella, sobre nuestra peculiar forma de conocernos, pero no podía inventar algo que no se había producido aunque la realidad es que Carmen había asumido este encuentro como un reto más. 

- “Ahora lo verás. Vamos con ellos” – le dije tomándola del brazo. 

Se levantó del taburete y caminamos juntos hacia el grupo que ya nos esperaba con curiosidad. Mientras avanzábamos, su cercanía me hizo sentirla más alta de lo que recordaba. La miré de reojo y percibí su seguridad ante una situación que a otras mujeres habría cohibido. 

Tras un primer saludo, (“Os voy a presentar a Graciela”), inicié una presentación informal y desenfadada. “Estos son nuestros amigos” y uno tras otro se fueron presentando. Besos, manos que se levantaban para saludar, bienvenidas al grupo… Cuando se empezaron a desvanecer los saludos miré a Carmen. Había estado espiando su reacción desde el principio; estaba serena, con una media sonrisa en el rostro asistiendo a la efusividad de nuestros amigos. Creo que disfrutaba con la tensión que yo apenas podía ocultar.

- “Y esta es Carmen, mi mujer”