26 junio 2025

Capítulo 200  Soledades

Tiempo estimado de lectura: ochenta y cuatro minutos.


La alerta

—Carmen, ¡Carmen, despierta!

—¿Qué pasa?

—Se ha enterado.

—¿Quién?

—Diego, sabe que estás aquí.

—¡Cómo!

—Me lo ha notado.


«—A ver, tú, ven aquí. Qué coño te pasa.

—¿A mí?, nada.

—No me toques los huevos, llevas toda la noche evitándome, no me miras. Venga, coño, qué has hecho.

—Nada, no he hecho nada.

—Estás mintiendo, no hay cosa que me joda más. Suéltalo ya.

—Diego, lo juro, no miento.

—Curro, avisa a Lole, que venga echando humo. Tú, a la puta calle.

—No me hagas esto.

—¡Que te pires de una vez!

—Vale, perdona, me pidió que no te lo dijera.

—Que no me dijeras qué, quién

—No tuve más remedio que decírselo.

—¿Qué le has dicho? 

—Me amenazó. Carmen, lo siento, lo siento.

—No te preocupes, tarde o temprano lo iba a saber.

—Quiere verte mañana, a las cinco.

—Voy a llamar a Mario.

—¿Qué ganas con despertarlo ahora? Solo vas a conseguir preocuparlo, espera a que amanezca.

—Tienes razón. Anda, acuéstate.

—Y la niña, ¿cenó bien?

—Es un encanto, nos llevamos como si me conociera de toda la vida. 

—Hazme hueco.

—Estás helada, ven.

—Lo siento.

—Calla, intenta dormir.


Día 3

—Mario, tenemos un problema, Diego se ha enterado.

—¿Qué ha pasado?

—Se lo ha notado a Candela y le ha sido facil sacárselo. Quiere verme hoy a las cinco.

—Iremos los dos, mantendremos el plan previsto.

—Sí, por favor. A ver si vas a flaquear.

—¡Cómo se te ocurre!

—Porque lo conozco, es capaz de envolverte con su palabrería y tú estás predispuesto a dejarte convencer.

—Te equivocas, voy a apoyarte sin fisuras.

Mario canceló una reunión a primera hora, pedí un taxi y me presenté en la cafetería del hotel, teníamos mucho que hablar. Mi principal objetivo era reforzar su postura frente a Diego, dudaba que fuera capaz de mantenerse firme, no solo eso, temía que nuestro oponente leyera la inseguridad en sus gestos, en su mirada, en su voz. Era un astuto jugador y no iba a desaprovechar la ocasión de anular a uno de los dos adversarios y dedicarse de lleno a la pieza que codiciaba. Mi misión en aquella reunión de emergencia era apuntalar el carácter de Mario, hacerle consciente de la fortaleza de nuestra posición y minimizar nuestras debilidades que eran muchas. Debíamos estar preparados para hacer frente a coacciones de todo tipo, la baza que jugaba sobre Candela pesaba sobre Mario más que cualquier amenaza que pudiera ejercer sobre mí, por más que lo negara, intenté convencerle de que Diego tenía más que perder si trataba de actuar contra ella; sin embargo, mis argumentos no calaban, estaba incómodo, daba la impresión de sentirse acorralado e incluso llegó a revolverse.

—Siempre puedes acudir a Tomás. Pídele que ordene saquear el Penta o romperle las piernas.

—Qué estás diciendo, no mezcles temas, haz el favor. Limítate a mantenerte firme y no te acobardes si empieza a amenazarnos, no está en condiciones de hacerlo, Mario, perdería dos de sus principales activos.

—Candela y tú, ya lo sé, las joyas de la corona, así os llama. No es cobardía —ya veo qué poco me valoras— es una cuestión de prudencia. Imagina por un momento que consigue que le quiten a la niña. 

—Imagina tú que lo hace. A continuación, Candela se hunde y abandona el Penta, yo desaparezco y Diego deja de ingresar una enorme suma de dinero. ¿Crees que no lo ha pensado? No lo va a hacer, descuida, nos está echando un pulso, pero si nos ve débiles nos derrota antes de tiempo.

—Puede que tengas razón.

—No te veo convencido y me preocupa, porque si yo no te veo seguro, él tampoco y va a jugar fuerte. Aunque no es eso lo que más me preocupa. 

—¿Entonces?

—Diego va a ir a por mí en cuanto me vea. Quiero que hagas frente común conmigo. Vamos al Penta a hablar, no vamos a ninguna otra cosa.

—¿Qué insinúas?

—No voy a entrar en provocaciones de índole sexual, hoy no soy la nueve, soy Carmen Rojas, tu mujer, no toleres ninguna insinuación, yo no lo voy a tolerar, ¿me estás entendiendo?

—Sí, claro.

—¿Seguro?

—¡Sí, Carmen, lo he entendido, sí!

—Eso espero, no podemos desviarnos del objetivo, vamos a poner nuestras condiciones: nada de tatuaje, se ponga como se ponga; a partir de ahí, podemos negociar.

—¿Seguir trabajando para él, por ejemplo?

—Por ejemplo. 

—¿Este mismo fin de semana? No me lo puedo creer.

—Si llegamos a un acuerdo en lo del tatuaje, por qué no. ¿acaso te parece mal?

—Resulta incoherente, ¿no crees? Tú sabrás lo que haces.

—Es lo que acordasteis a mis espaldas, lo que hemos hablado tantas veces, ser puta de barra de bar; te gusta y me gusta, como trabajar para Tomás, como ser la puttana de Doménico y tantas otras cosas.

—¿Cosas como ser la amante compartida de Claudia y Ángel, por ejemplo?, los que te drogaron y violaron.

—Por ejemplo, o ser la puta de tu socio, al que animas a dejarse de escrúpulos y follarse a tu mujer previo pago. Aunque si vamos a hablar de eso, hablemos de todo: Tú has sacado buena tajada de mis… ¿devaneos?, o te has olvidado de que mientras yo me debatía entre mantener ciertos limites con Carlos o ir más allá por complacerte —sí, no pongas esa cara, por complacerte—, ya te habías tirado a Elena en el césped del restaurante, ah, por cierto no me lo contaste, lo tuve que descubrir yo. También pasó que mientras Carlos rompía conmigo tú estabas ligando con Graciela a la que más tarde te puse en bandeja, recordarás. Durante este tiempo de… ¿devaneos, dije?, has recuperado a tu primer amor al que nunca olvidaste y de paso aprovechaste para follarte a su amiga Macarena la cual tuvo que poner distancia porque te consideraba un peligro para su matrimonio. Conque no me hables de incoherencias porque los dos hemos hecho y deshecho a nuestro antojo.

—Vale, de acuerdo, tienes razón.

—No quiero tener razón, se trata de recordar cómo y por qué hemos llegado a ser lo que somos. Vamos a rebajar el tono, por favor, la crispación no nos conduce a ninguna parte. Mira, esto no va a durar toda la vida, durará lo que a ti y a mí nos apetezca, nada más, el único punto de fricción es el tatuaje, creía que estábamos de acuerdo.

—Lo estamos, perdona, es que todo el tema de…

—Ya, la amenaza a Candela te tiene desquiciado. Hoy no es el día para plantearlo, déjame a mí que lo maneje cuando sea el momento, ¿sí?

—De acuerdo, hazlo a tu manera. ¿Un beso y firmamos la paz?

—Tonto, si no estuvieras tan apurado de tiempo subíamos a la habitación y te ibas a enterar de lo que entiendo yo por firmar la paz. Anda, vete, no vayas a llegar tarde. ¿Quedamos a comer?

—No creo, tengo el día complicado.

—Llámame y quedamos para ir juntos.


El encuentro

«El hombre que actúa por despecho suele causar daño a quien se lo provoca. La mujer movida por el despecho suele acabar dañándose a sí misma.»

Capítulo 72 Cosas que nunca debieron haberse dicho.


A las cinco en punto llegamos al Penta. Carmen estaba nerviosa, aunque trataba de disimularlo. Antes de entrar, me detuvo.

—Mario, pase lo que pase, apóyame, debemos mantenernos firmes.

—No te preocupes.

—Prométemelo.

—¿No te fías? Estate tranquila, va a ir todo bien.

El local estaba vacío; las luces, apagadas; al fondo se oía ruido de botellas. Avanzamos hacia la barra, el sonido de nuestros pasos nos delató, una de las camareras salió de detrás del mostrador.

—Está cerrado.

—Nos ha citado Diego.

—Esperen ahí.

Nos miramos preocupados, no había vuelta atrás.

—Enseguida os recibe.

Era la voz de Curro. Nos observaba en la penumbra desde la esquina de la barra. La camarera volvió a su labor rellenando una de las cámaras frigoríficas; es Estela, dijo Carmen. Permanecimos en medio de la sala sin saber qué hacer, pasaban los minutos, la camarera terminó y se fue, el recinto quedó en absoluto silencio.

—Podéis pasar.

La seguí, estaba habituada a moverse por dentro, Curro no se apartó y nos pegamos a la pared para evitar rozarnos. La miró con descaro; me había contado cómo abusó de ella aunque, visto con perspectiva, no sé si en realidad se trató de un abuso. Carmen recorrió el estrecho pasillo y abrió la puerta del último despacho, al fondo estaba Diego. «Quédate», ordenó; miré hacia atrás, Curro cerró la puerta y se situó al estilo de un portero de discoteca: piernas separadas, manos enlazadas delante. Le miraba el culo. No debió ponerse esa faldita para ir al Penta, mira que se lo advertí, aunque claro, íbamos a quedarnos el tiempo justo para decirle lo que queríamos y marcharnos, teníamos pensado pasar la tarde juntos, me apetecía llevarla a bailar. 

—Qué agradable sorpresa, podíais haber avisado, os habría preparado un recibimiento como merecéis.

—No es necesario, Carmen tenía ganas de volver y como tengo asuntos con la Junta hemos aprovechado para venir unos días.

—Eso me gusta, que tengas ganas de volver. Dios, estás tremenda. —dijo mirándole las piernas, las medias negras se deslizaban como una segunda piel, un velo opaco que terminaba justo donde el muslo se ensanchaba, de un negro intenso, tan profundo que parecía absorber la luz de la habitación acentuando la línea de las pantorrillas, subiendo como una promesa tácita. La había visto ponérselas; el elástico, suave y discreto, las mantenía firmes en su sitio, sin una sola arruga, como si hubieran sido creadas para ella. Bajo el tejido oscuro, la piel se adivinaba apenas creando un contraste sutil que las hacía más que una simple prenda: eran un secreto, una capa de misterio.

—¿Vas a saludarme como es debido o te da vergüenza porque está tu marido delante? No te cortes, lo tenemos todo hablado, ¿es así, socio?

Asentí. Hubiera querido no hacerlo. Carmen no lo vio, seguro.

—En tu casa sigue siendo la señora Rojas, eso no lo voy a discutir, pero en la mía es…

Se llevó la mano a la oreja para hacerme decir lo que una vez acordamos. Respondí, ¡respondí, joder, respondí!

—La nueve.

—¡Mario! —murmuró indignada.

¿Por qué no cerré la puta boca? Aún hoy me lo sigo preguntando. Por el turbio placer que me provoca entregarla, porque no controlo cuánto me gusta verla en manos de otros hombres. Es la prueba fehaciente de la debilidad a la que conduce una dependencia, nos vuelve incapaces de mantener compromisos al punto de violar promesas que no deberían ser rotas.

—Eso es. Ven aquí y saluda a tu jefe, nueve.

Una vez dije: la mujer, movida por el despecho, acaba dañándose a sí misma. Carmen me miró buscando apoyo y al no encontrarlo tomó una decisión que lo cambiaría todo. 

—¿Es lo único que vas a decir, que soy la nueve?

—Carmen, joder, no es para tanto.

—¿Conque no...? Pues si es lo que quieres…

Se quitó la cazadora y la cogí al vuelo, se acercó a Diego contoneando las caderas, insinuándose, le echó un brazo al cuello, solo uno, el otro quedó suelto a lo largo del cuerpo, y lo besó. Diego la enlazó por la cintura, a medida que el beso ganaba en intensidad comenzaron a moverse como si danzaran una música que solo ellos podían escuchar, la venció hacia atrás colgada del cuello, pegada a su boca siguió el movimiento oscilante que le imprimía, tras un largo intervalo la incorporó y se miraron satisfechos. Curro, el fiel ayudante silencioso, seguía en la puerta observándolo todo. Carmen seguía colgada del chulo ajena a mí. Yo presenciaba la escena envuelto en una nube que me alejaba; si pudiera volver atrás… La condujo al sofá, se sentaron muy arrimados, ella le acariciaba el pescuezo con los dedos, no dejaba de mirarle a los ojos como si quisiera devorarlo, esos ojos negros de pestañas tupidas que me había confesado le atraían como un imán; había cruzado las piernas sin cuidado, los muslos quedaron desnudos hasta donde el sofá marcaba el límite, Diego los acariciaba jugando con la banda de presión de la media, Carmen respondía con besos cortos y murmullos que no alcanzaba a escuchar, me hablaron, señalaban el sillón cercano, supuse que decían que me sentase y lo hice, fui espectador mudo de la entrega de mi mujer al macarra que la prostituía con mi consentimiento, olvidé mis promesas y me centré en no perder detalle. Hablaban en voz baja, se acariciaban, le metía mano más allá de la falda sin que hiciera otra cosa que sonreír y mirarle encandilada, qué guarra, qué zorra, ¡joder! apenas entendía lo que decían, palabras sueltas, preguntas susurradas a las que respondía afirmando con un escueto sí o un lo que tú quieras. «¿Ahora?», preguntó; él, por toda respuesta, se plantó ante ella, Carmen se movió al borde del asiento con las piernas a cada lado de las de Diego, la falda subida a las caderas y la espalda recta; me echó una mirada huidiza, soltó el cinturón, bajó la cremallera, hurgó dentro y sacó la verga que ya presentaba una buena erección. Todo se estaba desarrollando demasiado deprisa, el corazón me iba a estallar, Curro se acercó a ver la jugada; ahí estaba, con su pose de portero de discoteca mirándola en plena faena. No estaba cómoda y soltó el botón de la cinturilla, el pantalón cayó a media pierna, ella misma se encargó de bajar el bóxer, le acarició el culo con gusto y se apoderó de la polla que había terminado de ponerse a tono, unos cuantos meneos lentos pero firmes y a la boca. «Ah, cómo lo echaba en falta, jodía», exclamó afianzando los pies en el suelo, recogió la melena, echó una mirada a su ayudante y éste sonrió. Carmen comenzó una felación a conciencia, enseguida se la soltó, le basta con la boca para manejarse, recogió los testículos en una mano y los amasó, con la otra le acariciaba el culo como si le fuera la vida en ello. La verga salía brillante de saliva y desaparecía entera provocándole jadeos. El matón no quitaba ojo, se acercó más. Éramos dos espectadores tolerados para mayor gloria del capo. Diego intentó dirigirla, pero enseguida le dejó hacer porque es muy buena en lo suyo, muy buena; siguió mamando cada vez con más ansia, lo estaba llevando al límite, él cerró los ojos, la sujetó con firmeza moviéndose como si estuviera follando, ella se estaba dando un festín a boca llena tragándose una pieza que, por la forma de achinar los ojos, le debía de estar atravesando la garganta; yo miraba la escena entusiasmado pendiente del más mínimo detalle, como el suave balanceo del pubis vestido de malva y hecho agua sobre el borde del asiento para calmar el ardor que de otra forma no podía combatir, o el rasgar de las uñas en el glúteo tenso del macho que fue incapaz de aguantar y descargó a golpe de cadera con ella tragando agarrada a los muslos y él, resoplando como un toro, dando violentas estocadas.

Curro volvió a su puesto. Carmen, de pie, guardó la herramienta y le ajustó el pantalón, todo en un abrir y cerrar de ojos; qué hábil es manejando la bragueta de los hombres. Me miró con una frialdad que hizo recaer en mí toda la culpa. Después, cogió un paquete de kleenex de un cajón del escritorio y se limpió la barbilla. ¿Cómo supo dónde encontrarlo?

—No me cansaré de repetirlo, es la mejor mamadora que he conocido, ¿tengo o no tengo razón? —Antes de que pudiera responderle, Curro se adelantó:

—No me has dado la oportunidad de comprobarlo. 

Carmen le miró de reojo.

—No jodas. —exclamó Diego.

—Una vez la dejaste sobre la mesa, dijiste que la mantuviera caliente, ¿te acuerdas?


«Otra vez estoy sobre una mesa, otra vez me atraviesan desde atrás, el porqué me dejo usar es algo que no entiendo si la deuda está pagada. Después de follarme la boca y hacer que le cuente mi vida me ha llevado sujeta del brazo, la ha vaciado meticulosamente, podía haber dicho que no, sin embargo he esperado a que la despejara; después me ha inclinado sobre el tablero cogida por la nuca, he visto como se ponía un preservativo a unos centímetros de mi cara y los segundos que han pasado hasta que se ha afianzado a mis caderas han sido eternos, tan eternos que lo he pedido: —A qué estás esperando, hazlo ya. No folla mejor ni peor que otros, es el control que ejerce sobre mí, su forma de sujetarme del cuello con la mejilla aplastada en el tablero y su manera de hablar lo que me tiene sometida, es…

Alguien abre la puerta, tengo miedo.

—Perdona, no sabía…

—Joder, Curro.

—Es que hay que pagar el pedido.

—No te muevas. Tú, cierra la puerta, coño.

Y no me muevo, me quedo quieta y vacía sobre la mesa mostrándome a alguien a quien no conozco.

—Perdona, es que no puedo esperar.

—No pasa nada, es la puta que se coló anoche, le estoy enseñando las normas de la casa.

Me arde la cara.

—Joder, no pierdes ocasión.

Se ríen, Diego pasa por mi lado, abre un cajón, saca algo, lo cierra de golpe y el sobresalto me hace estremecer; hablan detrás de mí como si fuese otro mueble más. Entonces pone ese algo sobre mi espalda, es una libreta alargada. No, es un talonario.

—Tío… —le recrimina.

—Qué, ¿te gusta mi nuevo escritorio?

Escribe sobre mi espalda y firma. No lo entiendo, no estoy humillada.

—Ha venido Benito.

—Mierda. Quédate, enseguida vuelvo.

Se viste apresuradamente, no se me pasa por la cabeza moverme.

—Ponte una funda. Ahí, en el cajón; manténmela caliente. Venga, joder, no seas tímido.

Nos quedamos solos, oigo sus pasos.

—Conque tú eres el nuevo capricho del jefe, qué buen gusto tiene el jodío. 

Ya tiene un condón, se desabrocha y oigo todos los preparativos, me agarra fuerte por las caderas, con demasiada brusquedad y se me escapa un grito.

—No te asustes, corderita. Qué buen culo tienes.

Me la clava de un solo golpe y vuelvo a gritar, un chillido agudo que no reconozco.

—Levanta, a ver qué tenemos por ahí.

Me apoyo en los codos para que alcance las tetas, las amasa con una mano, la otra me mantiene sujeta y bombea tercamente.

—Buenas tetas, sí señor, como a mí me gustan, nos lo vamos a pasar bien contigo.

Comienza a machacarme, me suelta un azote y sofoco un grito; le ha gustado, creo que no se va a quedar ahí, sigue follándome con intensidad y cuando menos lo espero me azota con la mano abierta y si no me escucha lo hace más fuerte; acelera, no quiere que nos encuentre su jefe en plena faena, arremete con violencia y se corre dando sacudidas que me hacen quejarme; no espera ni un segundo, me deja tirada y se sube la ropa. Me levanto y casi inmediatamente aparece Diego.

—Ya está.

Curro desaparece, Diego viene con ganas, se prepara enseguida, me coloco, tantea, lo que me frota no es ni de lejos lo que tuve antes, un trozo de carne floja que a fuerza de menear entre mis labios húmedos comienza a coger consistencia, consigue colarlo y es ahí donde alcanza de nuevo la turgencia que me hizo gemir.

—Vamos

Qué querrá, supongo que se lo ha dicho a sí mismo, comienza una cabalgada más intensa que antes, cualquiera diría que quiere alcanzar al otro jinete. —Vamos, repite, hinco los codos en la mesa y tenso las rodillas para tratar de darle más. Se vuelca sobre mi espalda, me abraza el vientre y cabalgamos juntos hacia una meta cada vez más cercana.» (1)


Diego miró a su ayudante y a continuación consultó el reloj.

—Aprovecha, no pierdas el tiempo.

(Y yo, el invitado de piedra, asistiendo al reparto de la pieza.)

Se apartó como si no fuera con él. Hubiera querido pararle, decirle, ¡qué haces, es mi mujer, imbécil!, pero no hice nada porque yo mismo lo había propiciado. Curro se frotó las manos, Carmen le miró como miran las putas, dispuesta —y yo que pensaba que lo detestaba—, el matón cogió un botellín de agua del mueble bar y se lo ofreció, ella… ella lo aceptó, Curro me miró con guasa mientras esperaba a que se enjuagase la boca y se sentase como antes, con las piernas bien abiertas, la falda subida y las bragas al aire; él se colocó en medio e hizo un gesto bastante elocuente con los dedos, ella respondió apartando la braga a un lado y le miró perderse en su sexo hinchado, ¿qué pensaría durante esos cinco segundos? Después, se limitó a soltar el cinturón y el botón, bajó la cremallera, aflojó la cintura y se apoderó de la polla con la soltura de quien lo ha hecho ciento de veces. «Sácate las tetas», así, sin el más mínimo rasgo de cortesía. Carmen se subió el jersey y optó por quitárselo, bajó los tirantes y las copas del sujetador malva. Estaba imponente: abierta de piernas mostrando la vulva húmeda y los pechos erguidos, parecía una diosa de la fertilidad. «¿Así está bien?», preguntó un poco harta; el portero de discoteca no estaba conforme y se quitó el sujetador. Curro era violento, desde el primer momento le folló la boca con dureza, tenía una verga gruesa y la estaba castigando sin darle descanso hasta que se la metió al fondo de una estocada, Carmen cerró los ojos dolida pero aguantó sujeta a las caderas tratando de contenerle, era inútil, él marcaba el ritmo, le quedaba poco margen de maniobra; cuando llevaba follándole la boca un buen rato fijó otro ritmo más lento, le ponía el glande en los labios, ella lo chupaba, lo sorbía, él volvía a hundirse hasta el fondo, le estaba costando tragar ese grosor, se le saltaban las lágrimas. De pronto comenzó una frenética carrera y terminó entre bufidos clavado en su garganta.

—No es para tanto, las he visto mejores. —Carmen, aún sofocada por el esfuerzo, le lanzó una mirada de desprecio.

—Tú qué sabrás. —le soltó su jefe—. Anda, vete a ver si ha llegado la siete.

Era el momento de aclarar las cosas, Carmen andaba ocupada recogiendo los kleenex usados, Diego preparaba unas rayas.

—Sé lo que le hiciste en Santander. No vuelvas a ponerle la mano encima, ya habíamos hablado de eso, creí que lo dejé claro. —Diego se encaró.

—Mira, esta vez lo voy a pasar, pero por muy socios que seamos, no te voy a aguantar que me digas como tratar a mis putas, ¿lo has oído? Nadie, nadie me dice lo que hago o dejo de hacer con estas zorras. Me parece que todavía no te has enterado, a la nueve le va la marcha, pierde las bragas cuando le dan una hostia, lo supe en cuanto le partí la cara, puso los mismos ojos de sorpresa de una niñita virgen cuando se la meten por primera vez y descubre que le gusta y quiere más, ¿lo pillas? En Santander le puse el culo al rojo vivo, es verdad, podía haberse resistido, podía haberme roto las pelotas de una coz porque menudos cuartos traseros que gasta la yegua. ¿Qué hizo?, gimotear como un bebé, aguantar y aprender la lección, cuanto más le zurraba, más ponía el culo, con la boca decía, ¡no me pegues, no me pegues!, pero lo sacaba para que le diera fuerte. Se quedó suave como la seda, le gustó, la prueba es que ha venido a por más; mírala, enjuagándose la boca de tanta lefa como ha tragado.

Carmen seguía a lo suyo ajena a nuestra conversación.

—No te confundas, hay formas de soportar la violencia que pueden parecer consentimiento, te lo advierto…

—No tienes ni puuuta idea, la conozco mejor que tú. Vas a verlo.

—Qué vas a hacer.

—Atiende, y no te metas o le digo a Curro que te saque a patadas. ¡Carmen!

Dejó el sujetador que tenía a medio poner y acudió.

—Prepárame una copa, lo de siempre.

Ni siquiera me preguntaron si quería tomar algo, corrió hacia el mueble bar y volvió con un whisky en vaso ancho y un par de hielos, exactamente como a mí me gusta. Diego lo cogió; ¿Qué coño es esto?, profirió y la abofeteó con contundencia. Carmen se llevó la mano a la mejilla, no vi indignación, vi mansedumbre.

Y no hice nada.

—¡Quita esa mano! ¡Te he pedido ron, sin hielo, joder! ¿Tanta polla te ha dejado zombi?

—Pensé que querías…

Le cruzó la cara por segunda vez, Carmen no hizo intención de cubrirse. Diego levantó la mano y para mi consternación, se encogió esperando el castigo que no llegó.

No moví un dedo, estaba pendiente de otras cosas, de la forma en que vibraron las tetas cuando le pegó; del chasquido en la mejilla; de su respiración agitada; de la tensión bajo mi bragueta, un calambre tan intenso y agradable que me impedía ocuparme de lo realmente importante: abalanzarme a partirle la cara.

—Pensé, pensé, ¿qué pensaste?

Carmen murmuró un lo siento con la mirada baja. Diego le alzó el mentón, le acarició allí donde la marca del castigo comenzaba a enrojecer; ella entornó los párpados e inclinó el cuello hacia la mano que la cuidaba como un perrillo. «No pienses». Le devolvió el vaso, enseguida regresó con el ron.

—¿Ves como lo puedes hacer bien cuando estás atenta? Anda, vístete y arréglate la cara, mujer, que estás hecha unos zorros.

Carmen le dedicó una sonrisa y regresó al escritorio donde tenía el bolso, sacó un espejo y miró el daño causado, después terminó de vestirse. Yo estaba desolado por ella, por mí, por los dos. 

—Qué, ¿me crees ahora? Déjame a mí que la eduque, de esto sé más que tú.


La culpa

«Si la culpa te atrapa, es difícil librarte de ella; te persigue, se hace contigo, aparece cuando menos lo esperas con antiguos recuerdos y consigue llenar de amargura un instante, una hora, un día. La culpa no perdona, no olvida, la culpa mantiene vigentes los hechos que ocurrieron, las omisiones que no pueden ser reparadas, las palabras no dichas, las que no debieron decirse. La culpa es una ola que crece y avanza como un tsunami desde el tiempo pasado arrasando el presente.»

Mario. Fragmento del testimonio pronunciado en el funeral de una amiga muy querida, Abril 2017


La violencia formaba parte de nuestra vida, lo había intentado negar y ahora se mostraba de una forma irrefutable, una violencia soterrada en algunos casos. ¿Cuándo empezó?, porque no siempre había sido así. Eché la vista atrás y apareció una escena que había tratado de olvidar. Sucedió el día que conocí a Graciela; venía de la sauna gay, un suceso que me había trastornado, salí ocultándome de la gente como si estuviera marcado, entré en un bar cualquiera; allí, intentando entender y entenderme la vi —cómo no verla— y me lancé como no había hecho desde mi juventud. Fue mejor de lo que esperaba, charlamos, encajamos y olvidé la zozobra que me producía el paso por la sauna, volvía a ser yo sin remordimientos, no me había convertido en un ser distinto al que era antes. Entonces llamó Carmen, me había estado llamando insistentemente mientras estaba en la sauna. Ilusionado por el éxito de mi audacia, le conté dónde y con quién estaba, no podía figurarme lo que había ocurrido con Carlos. Alardeé de haber «ligado como un adolescente» y le anuncié que la invitaría al vermut del sábado. Lo encajó bien, aunque percibí algo en su voz que me puso en alerta. (2)

Al llegar a casa, todo fueron reproches desmesurados, no podía entender lo que sucedía porque no sabía nada de su abrupta ruptura, ella estaba fuera de sí, yo perdí los nervios, de las palabras pasamos a los insultos y de ahí a intentar controlar por la fuerza lo que no habíamos podido detener a tiempo, la excitación acumulada, el deseo y la frustración desencadenaron uno de los peores episodios de violencia que hemos vivido en pareja y mezcló fantasmas del pasado con vivencias cercanas a la violación difíciles de asumir. Nunca creí que fuera capaz de tratarla como lo hice aquella noche, sin embargo, apenas habíamos hecho más que cruzar los límites de la cordura. (3)

¿Cómo no vi las señales?  ¿Cómo ignoré lo que en cualquier otro caso habría hecho saltar las alarmas? Porque estaba tan obsesionado que interpreté la violencia como una parte del juego sin entender que había en Carmen un trasfondo más preocupante.

No lo vi tampoco cuando en Semana Santa boicoteé el proceso de acercamiento que inició, fui incapaz de afrontarlo sin dejarme llevar por los reproches, el tiempo se nos acababa y la angustia por alcanzar nuestro objetivo me llevó a tomar una decisión arriesgada, mal pensada y sin garantías. No imaginé el efecto que la droga me causaría y arrasé con todo, con ella. La terapia en la que estábamos inmersos se infectó de una violencia verbal inusitada que confundimos con sinceridad hasta alcanzar el punto culminante una tarde que hablábamos de Borja, el ligón que intentó llevársela a la cama la tarde que la llamé puta y rompí su primer intento de reconciliación.


«—El caso es que, con o sin dinero por medio estuve a punto de prostituirme…

—Un momento, hay algo fundamental. ¿Crees que si hubieras tenido una cifra habrías rechazado la pregunta de Borja?

—¿Cómo?

Cogí el porro que estaba a punto de consumirse y di una larga calada. Me sorprendió la facilidad con que mis pulmones admitían el humo.

—Quiero decir que si Doménico te hubiera llegado a dar una idea de tu…tarifa, de tu valor en el mercado, puede ser que cuando Borja te preguntó si le ibas a cobrar, tal y como estabas de… cansada de todo y de todos, ¿por qué no lanzarle un precio? Total, si no aceptaba te quitabas de en medio a un moscón, y si pagaba…

Carmen se quedó en mi argumento, enseguida vi que había hecho mella; se echó hacia atrás y continuó pensando.

—No puedo saberlo, nunca he tenido esa cifra, esa tarifa como tú dices; es verdad, estaba muy cansada, muy harta de todo, de mí misma en primer lugar; puede que si hubiera sabido cuánto podía pedir por un polvo lo hubiera barajado, en aquel momento la idea de venderme solo pasó por mi mente un instante en el que el precio no fue un parámetro crucial.

No, algo no cuadra. Quizá no lo sabe, pero…

Ella no rechazó la idea, Irene la salvó.

—¿Mario?

—¿Eh?

—Te has quedado...

—No sé si entiendes el motivo de mi insistencia, dices que te lo planteaste durante un instante y enseguida lo rechazaste, que el precio no fue un argumento decisivo.  Piénsalo bien, el precio no fue un argumento clave porque no formaba parte de tus datos. Te lo vuelvo a plantear, trátalo como la científica que eres: Si hubieras tenido ese dato, el precio además del contexto emocional en el que te hallabas, y no te hubiera interrumpido Irene ¿qué crees que habría sucedido?

—¡Cuántas veces he de repetirlo, no lo sé!

—Claro que lo sabes, lo sabes de sobra—dije lleno de sarcasmo.

—Eres un cabrón.

—Soy un cabrón sí, y un cornudo, también lo sé, me lo has dicho más de una vez.

Es… es como una ola, una inmensa ola que avanza lenta e imparable, son todas las palabras que nos hemos dicho, son todas las historias que nos hemos confesado, las imágenes que han ido tomando forma en mi cabeza. Es una gran ola de estupor y amargura, de pena, rabia, tristeza, melancolía, desprecio, amor y dolor que avanza lenta e imparable; una inmensa ola que va creciendo, se hace cada vez más grande, está llegando y amenaza con aplastarme.

Me ahogo, me ahogo, tengo el corazón en la boca.

 —…y tú, cariño, eres una auténtica puta, en el sentido estricto de la palabra.

No, otra vez no.

Me ahogo, necesito aire…

Aire…

Cómo he podido…

Esperaba cualquier reacción, pero la intensa pena en que se transformó el asombro que invadió su rostro me dolió tanto, tanto…

Cómo había podido decirle aquello, ¿es que no había calculado el daño? Carmen no podía soportar que una vez más la persona que amaba volviera a escupirle a la cara.

Y llegó el pánico. Estaba a punto de volver a desmoronarse todo a mi alrededor, todo.

Mi cabeza comenzó a bullir trazando ideas que pudieran reconducir aquello, no tenía más alternativa que huir hacia delante; tal vez fuera una locura, pero vi un resquicio para hacerla salir de la dependencia que tenía de Mahmud.

—Asúmelo, se valiente, si yo he podido afrontar mi condición de cornudo tú puedes hacerlo también: Ya eres una puta.

No sé de dónde salían las palabras, sabía que no había vuelta atrás; la tomé de la mano y con una seguridad que estaba lejos de sentir la arrastré a la habitación de mi hermano en la que aún conservaba un antiguo armario con las puertas revestidas de espejos.

—Mahmud te hizo declararte golfa, dices que supuso una especie de liberación. Mírate —dije enfrentándola al espejo—, esa eres tú, una puta, reconócelo; te va a venir bien decírtelo en voz alta a ti misma.

Me escuchó mudando entre la incredulidad y la desconfianza; quería creer, no podía soportar la idea de reencontrarse con aquel que tiró por la borda tantos años de convivencia. La solté, quedó frente al espejo incapaz de reaccionar, al principio parecía asustada, incluso frágil, luego comenzó a recuperarse, su mirada empezó a vagar por la figura que tenía enfrente y durante ese recorrido se serenó.

—Piénsalo, Mahmud no es tan claro como crees, te hizo reconocerte como golfa, te negó la categoría de puta para dejarte frustrada ¿no lo ves? Es más de lo mismo, quiere que lo necesites, que ansíes el dolor, que busques la fusta. Que le pidas que te enseñe a ser una buena puta.

A medida que fui pronunciando argumentos su respiración se fue agitando. No dejó en ningún momento de mirar su reflejo.

—Vamos, libérate. Ya eres una puta, no le necesitas.

No conseguía sacarla del shock, intenté cogerla del brazo y me esquivó; entonces hice algo impensable: La agarré del cuello de la camiseta para acercarla al espejo y se desgarró; pareció asustarse. Vamos, mírate, dije zarandeándola por la prenda, no reaccionó, siguió con la vista clavada en su imagen. Me volví loco, tiré de la tela que se abrió con un crujido, el hombro quedó a la vista. A mi cabeza vinieron imágenes de escenas que me había contado y por alguna extraña razón encajaban en el momento que estábamos viviendo: Roberto abusando de ella, Mahmud preparándola para la fusta. Agarré la cinturilla del pantalón y lo bajé de una brusca sacudida; las bragas quedaron descolocadas y no tardé en tirar de ellas hasta dejar el pubis desnudo. 

—¡No le debes nada, eres una puta, dilo!

 Ella permaneció inmóvil sin apartar los ojos del espejo, lo cual aumentó mi locura, agarré el escote con las dos manos y lo rasgué, uno de sus pechos quedó descubierto. Ahí estaba, tal cual había imaginado que debió de quedar cuando Roberto estuvo a punto de violarla.

—¡Mírate, no eres más que una puta, dilo de una vez!

—¡Soy una puta! —gritó desesperada y me sacó de mi enajenación—. Soy una puta —pronunció como un lamento mirando a la mujer reflejada en el espejo—, soy una puta.

Se volvió. Hice intención de hablar, quería pedirle que se detuviera, pero de mi garganta no salió ningún sonido.

—Soy una puta, una furcia.

Ya no le hablaba a la mujer del espejo, tampoco a mí y me asustó lo que había provocado.

—Carmen, no…

—¡Calla!, tienes razón, no sé por qué, pero me está haciendo bien.

Miró hacia su reflejo.

—Soy una... Sí, soy una zorra, una…. ¡puta! —le lanzó a la imagen de sí misma con desprecio.

Se acercó un par de pasos, yo retrocedí; no lo recordé hasta mucho después. Cogió los bordes de la camiseta y terminó de rasgarla de un fuerte tirón. La visión de sus pechos desnudos me provocó una sensación trágica que traté de ahuyentar.

—Me he convertido en una prostituta.

—No Carmen, para.

—Me está sanando. —dijo con tal seguridad que desistí—. No sé en qué sentido, lo noto, lo sé, lo he sabido siempre, solo ahora lo puedo reconocer sin resistirme, soy una prostituta, Mario, una puta. Me engañaba y te engañé cuando decía que rechacé la idea de venderme a Borja; no es cierto. Le dije que esa vez el servicio iba a salirle gratis; si no hubiera llamado Irene me habría marchado con él, a follar, a cualquier sitio. Se lo dije porque no sabía cuánto pedir, pero ya era un trabajo de prostituta ¿no te das cuenta?

Me sobrecogió su franqueza, no podía calibrar las consecuencias de lo que acababa de hacer con ella.

—Carmen, lo siento…

—No, calla; sigue con tu plan.

¿Plan, qué plan? Todo era fruto de la improvisación y probablemente de la coca a la que no estaba habituado; Carmen tenía más fe en mí de la que yo podía encontrar en mis actos. La cabeza me iba a estallar, sentía el latido del corazón en el cuello, me temblaban las manos. ¿Cómo había podido llegar a esto? Me encontraba en un callejón sin salida, vacío de ideas mientras ella me miraba expectante.

—Prepara unas rayas —dije aparentando un aplomo que no tenía.

—¿Estás seguro?

—Hazlo, sé lo que digo.

Fue un disparo al centro de mi cerebro lo que me hizo perder la inseguridad que me atenazaba y sería otro lo que me ayudaría a cerrar aquella arriesgada terapia; Carmen obedeció con una mansedumbre ajena a su persona. No había ningún plan y ella me miraba esperando que la salvara.

Traspasamos otra vez esa puerta sin saber que íbamos a caminar por el lado más salvaje de nuestras mentes, nos aventuramos a una zona de nuestra conciencia que apenas conocíamos y se dejó dirigir a ciegas confiando en que el psicólogo estaría al mando de una nave descontrolada.

—Vamos.

La arrastré de la mano de vuelta al dormitorio de los espejos, se cubría con la camiseta hecha jirones que no lograba taparle los pechos; su cabello se había secado sin peinar, todo ello le daba un aspecto zafio que acentuaba la brutal sexualidad de su cuerpo.

—No te muevas.

«Soy una puta». De ese modo rompía lazos con Mahmud; necesitaba afianzar su liberación o al menos eso decía mi quebrada conciencia. Volví con la cartera en la mano, saqué todo lo que llevaba, treinta mil pesetas; insuficiente pero no era la cantidad lo importante sino lo que representaba.

—Toma, no llevo más encima, ¿qué me haces por esto?

Miró los billetes, pensé que me iba a insultar, un ligero temblor le recorría el cuerpo, volvió a mirar mi mano tendida.

—¿Eso es todo lo que valgo?

Sin arrogancia, pura curiosidad. No había asumido su rol, no estaba ante una puta.

—Es todo lo que tengo, dime ya lo que haces por este dinero y si no, lo dejamos.

Se me agotó la paciencia, iba a guardarlo cuando me arrancó los billetes.

—Vale, follamos y si quieres mi culo, otro tanto después —dijo mientras se lo metía en el bolsillo trasero del pantalón.

Ahora el sorprendido era yo, había tomado la iniciativa sin dejar de ser ella, sin perder ese toque de inseguridad ante lo desconocido.

—De acuerdo, sesenta mil por una tía como tú merece la pena.» (4)


Le quebré la mente, ¿Cómo pude hacerle eso? A partir de entonces, nada volvió a ser igual y a pesar de todo, lo asumimos como tantas otras cosas; ella inició su carrera de puta y yo admití que estaba viviendo lo que siempre había soñado.

No tuvo que pasar demasiado tiempo para que volviese a encontrarme ante la evidencia del grave problema que se desarrollaba en la cabeza de Carmen. Fue al regresar del primer trabajo, el estreno con Javier Linares, el bodeguero.


«El sol comenzaba a declinar. Bajé, no se oía nada; crucé el pasillo hasta la puerta de la alcoba. Volcada hacia su lado de la cama la penumbra me permitía apreciar su sueño tranquilo, solo una braga de algodón blanco rompía la imagen perfecta de una silueta esbelta y armoniosa, y los pies, ocultos bajo la sábana. Entré en la habitación, su impactante desnudez me sobrecogió, era mi mujer la que yacía en nuestra cama, la que había regresado transformada en prostituta y lo estábamos asumiendo como si no fuera a alterar nuestra vida. Traté de imaginar el futuro que se nos presentaba y no pude, mi pensamiento se centraba en ella: Esa mujer, esa puta; no albergaba ninguna duda: la quería en mi vida.

Los tenues rayos de sol que el atardecer filtraba a través de la persiana hicieron saltar la alarma. Se me erizó la piel. No eran sombras lo que al principio creí ver proyectadas en su cuerpo. Largos surcos oscuros de unos dos dedos de ancho le cruzaban la espalda. Retrocedí hasta tropezar con la pared, Carmen había sido azotada. Me invadió una náusea, traté de ahogar un conato de mareo, aun así, no podía dejar de mirar. Había sido azotada.

Salí de allí. Recordé minuto a minuto la llegada a casa, nuestra conversación en el restaurante, cada gesto, cada palabra. Nada hacía pensar que hubiera sido objeto de tal clase de maltrato.

—¿En qué te estás convirtiendo? —murmuré abatido.

Media hora más tarde escuché movimiento en el dormitorio. Estaba perdido, no sabía cómo afrontar la situación. La encontré vestida con ropa cómoda arreglando la cama. Al verme se le iluminó la cara.

—Te he tenido aburrido toda la tarde, lo siento.

—No importa, estabas agotada.

Una mirada, un silencio y tantos años de convivencia hicieron el resto.

—¿Qué pasa?

Respiré hondo, solo había una manera de hacerlo.

—Te he visto la espalda.

—Vaya, no es así como quería que te enteraras. —se entretuvo de más con la almohada, luego se irguió, seguía serena, ni rastro de culpa o pudor—. Ahora es cuando toca decir lo de «cariño, esto no es lo que parece».

—¿Cómo puedes bromear?

—No, es que en este caso es cierto, por mucho que te cueste creerlo. No es lo que parece.

—¿Y qué es?, porque lo que parece es que te han marcado la espalda después de azotarte con una correa, ¿o tiene otra explicación que no alcanzo a ver?

—Cálmate. Me han azotado con un cinturón, es innegable, pero no me han agredido ni forzado. Eso es lo fundamental.

—Explícamelo porque sigo sin entenderlo.

Me miraba como si fuera yo el que tuviera que superar un examen y no me gustó; llenó los pulmones y dijo:

—Yo lo pedí.

Me iba a estallar la cabeza, la tenía frente a mí, separados por la cama, una distancia insalvable. Los segundos pasaban y ella esperaba que reaccionase. De nuevo nuestra vida pendía de un hilo.

Ella, ella.

Hermosa, imponente, serena, mi mujer. Una puta joder, una puta.

Mi puta. La persona más importante de mi vida a la que yo había lanzado a un mundo que nunca deseó.» (5)


Como broche de la violencia consentida, la imagen de Gerardo abofeteándola me perseguía desde el verano, ahora había asistido a una nueva versión del sometimiento de Carmen sin reaccionar, como entonces.


«Tardaron poco en bajar, yo estaba en el salón; los miré sin ninguna intención de acercarme, se despedían en voz baja. Había una complicidad impropia entre una scort y su cliente. ¿Seguro? Pensé en Candela, en la ternura que me provocaba despertar a su lado. 

Por fin dio señales de marcharse, Carmen le acompañaba a la puerta. Antes de salir del salón se detuvo.

—Casi lo olvido.

Le cruzó la cara, fue un golpe seco, tan contundente e inesperado que perdió el equilibrio, aún tuvo tiempo de agarrarse al respaldo del sillón más cercano. Salí disparado a por él.

—¡No, Mario, no! —me pidió a gritos—. Frené en seco. Se rehizo, cubrió la mejilla con la mano y comprobó si le había hecho caso.

—Eso es, sujeta al perro. —Le miré cargado de odio. Sonrió, se creía inmune—. Ni se te ocurra volver a ponerme la mano encima, ¿está claro? —le advirtió sin perder la calma.

—Sí. —respondió con un hilo de voz.

Le sujetó la barbilla y quedaron cara a cara. Carmen extendió el brazo para detenerme.

—Que si lo has entendido.

—Lo he entendido. —contestó en voz alta.

Agarró la blusa por el escote, la zarandeó y al segundo intento la rajó de un brusco tirón, ella volvió a pedirme contención; una tercera sacudida dejó la prenda abierta. Gerardo la cogió con firmeza por la cintura y le apretó uno de los pechos.

—¿Vas a echarte a llorar?

Negó con la cabeza.

—No te escucho.

—No.

—¿Y qué haces mirando al suelo? ¡Levanta la cabeza, coño!

La imagen era tremenda; Gerardo la tenía bien amarrada por los riñones, había ido estrechando el contacto hasta no dejar ni un resquicio entre ellos, Carmen tuvo que doblar la espalda hacia atrás para mantener el espacio que le permitía manosearla; por un instante abandonó sus pechos, le retiró el cabello del rostro y terminó con una caricia en la mejilla, se arrimó como un perrillo a la mano que poco antes la había castigado. Los brazos colgando, sin ofrecer resistencia era la viva imagen de la entrega absoluta. Al cabo de un rato se detuvo con uno de los aros entre los dedos tirando del pezón.

—Me haces daño.

—Qué es esto. ¿Se puede saber para qué te hago regalos, eh?, ¿para que los guardes?

No obtuvo respuesta; la tensión se palpaba en el aire.

—Dámelos.

—¿Qué?

—Que me los devuelvas. Si no los piensas usar, me los llevo.

—No sabía que ibas a venir.

—Te alojo en mi casa, te doy todos los caprichos, te trato como a una reina; lo menos que puedes hacer es ser agradecida.

Se había quedado sin palabras, solo negaba con insistencia.

—Devuélvemelos.

—Espera. Me los pongo, me los pongo.

—Rápido, no tengo toda la mañana.

Nos quedamos inmersos en un denso silencio. Gerardo se dedicó a dar cortos paseos de un lado a otro; yo, espectador de una escena demoledora, me debatía entre ponerlo en la puta calle o esperar a que todo acabase, porque temía la impredecible reacción de Carmen si lo echaba, aunque mi inacción me estaba dejando como un pelele.

—¿Por qué te empeñas en humillarla?

—Esto no va contigo, no te metas. Trabaja para mí, a ver si lo entiendes, tú solo eres un... invitado; puedes quedarte a mirar, calladito y sin molestar, o si no te gusta, ya sabes. —dijo señalando la puerta.

Estaba crecido. La reaparición de mi mujer evitó una respuesta de consecuencias irremediables. No se había desprendido de la blusa hecha jirones, en cambio volvía descalza; sus pechos se mostraban vibrantes con cada paso precipitado, los eslabones bailaban alborozados. Se detuvo frente a él con la respiración agitada esperando el veredicto. La examinó con calma, los dedos parecían leer un mensaje invisible escrito entre el collar y la sensible piel del cuello que la estremeció, después trazó una senda por los hombros a los costados, dibujó la base de los pechos, recorrió con los pulgares las cadenas que pendían de los pezones y, oh, Dios, la vimos sucumbir. Gerardo la sostuvo. Aún temblaba cuando la acogió en los brazos.

—Prométeme que los vas a usar. —le dijo al oído.

—Te lo prometo.

—Júralo.

Ella nunca jura. Tres segundos bastaron para quebrantar sus principios.

—Te lo juro.

Se recuperó; le miró avergonzada, tal vez porque no estaban solos. «¿Estás bien?», susurró, ella afirmó con la cabeza.

—Mira lo que has hecho. —dijo señalando con disgusto el bulto de la bragueta—. No puedo salir así. Arréglalo.

Se arrodilló sin dudar. No podía creerlo. Empezó a soltar el cinturón; él chistó, entonces se limitó a bajar la cremallera, a maniobrar para extraer la gruesa verga; otro esfuerzo y logró sacar las pelotas, les dedicó una rápida caricia y las acomodó fuera del pantalón. La empuñó para terminar de ponerla a tono; qué soberbia pieza, no era extraño que la tuviera seducida. Desvié la mirada al sentirme observado, pero cedí a la tentación de ver cómo entornaba los ojos y la recorría con la boca entreabierta. «No tenemos prisa», ella ralentizó el ritmo; lamía con auténtica delicia, la sujetaba por la base, la manejaba como una batuta para alcanzar hasta el último rincón. La tomó del cráneo y la guió hacia el inflamado glande, Carmen obedeció, lo trabajó con los labios minuciosamente antes de engullirlo, yo sabía lo que le estaba haciendo; aplastarlo con la lengua contra el velo del paladar, lo sabía, lo vi reflejado en el rictus de desesperación que apareció en el rostro de su víctima, sacaba la gruesa cabeza brillante de saliva, la repasaba y la hacía desaparecer. Yo no había hecho nada por detener aquello, entre otras cosas porque admiraba su trabajo. Me dolía la polla constreñida en una posición forzada; me había tocado, ¿lo habría visto Gerardo?, porque a veces me miraba; es natural, qué mayor placer que tener sometido al marido de la puta. Daba igual, me atraía irremisiblemente la imagen de mi mujer postrada, acariciando las pelotas de otro hombre, con la boca llena por un falo magnífico; además, estaba demasiado ocupado para interesarse en mí. Se afianzó a la cabeza con las dos manos y empezó a follarla sin pausa ganando profundidad. Cuando estuvo enterrado en la garganta, se irguió mirando al techo sin ver; luego, bajó de las alturas a contemplar su hazaña. Carmen, con los dedos clavados en los muslos del invasor, recibía el estoque sin dar muestra de rechazo. Los miraba con el orgullo propio de un maestro, era mi obra; no había tenido ocasión de verla medirse con un hombre de su nivel y por Dios que Gerardo lo estaba. Continuó atravesándola, haciéndole tragar aquella envidiable pieza, mostrando la verdadera dimensión de su virilidad cada vez que salía por la boca.

Llegó el punto de no retorno, la estaba follando sin piedad, resoplando como un animal. Al llegar al clímax, la apartó bien sujeta por la melena y apuntó a la cara. Mi niña cerró los ojos, mantuvo los labios entreabiertos y esperó. El semen cruzó el espacio y se estrelló en el rostro haciéndola temblar en cada impacto; Gerardo acortó la distancia a medida que menguaba la potencia de los disparos; yo quedé ausente viendo la similitud entre el goterón de la barbilla y el que amenazaba con caer del glande, ¿cuál de los dos se descolgaría antes?, era absurdo teniendo cosas más graves de las que ocuparme. «Límpiame», le ordenó, ella lamió lo que estaba a punto de desprenderse de la punta, a continuación se la chupó con glotonería mientras ordeñaba el tronco para extraer los últimos restos. 

—Serás puta, me estás poniendo cachondo otra vez. Vas a dejarme seco.

Le ayudó a levantar. Estaba preciosa con el rostro surcado de trallazos de semen. Entonces hizo algo fascinante: se limpió la barbilla con dos dedos y los chupó. Gerardo me miró, no hicieron falta palabras para entendernos: «¿Has visto lo que yo?»; «Lo he visto»; de buena gana habría exclamado: «Esta es mi chica». Gerardo recuperó la posición en sus pechos, los sobó en silencio mientras la estudiaba.

—Buen trabajo; déjalo todo como estaba.

Trató de guardarla, pero era demasiado grande y estaba demasiado dura, así que desabrochó el cinturón, abrió la cinturilla, bajó la cremallera y pudo maniobrar con soltura. Qué manejo tiene. Mientras tanto, él recogía lo que resbalaba por el rostro y se lo llevaba a la boca, ella lamía obediente los dedos sin perder la atención a su tarea. Le colocó la camisa con esmero, cerró el pantalón, cinchó el cinturón y se detuvo. Fue un tiempo eterno; para él, un tiempo de doma; para nosotros, una experiencia que el tiempo nos permitiría ver con perspectiva. 

Sin previo aviso la soltó.

—Te recojo a las ocho.

Nos quedamos en silencio hasta que el tronar de la moto se apagó a lo lejos.

—¿Por qué lo has permitido?

Tenía en las manos la blusa, con ella se limpiaba el semen del rostro.

—¿Qué parte?

—¡Carmen, por Dios! Por qué has dejado que te abofetee.

—Qué más da. Porque me paga.

—¿Es razón suficiente?

—No lo comprenderías. 

Qué tenía que comprender. Allí, delante de mí, desnuda, provocativa sin pretenderlo, se limpiaba la cara y me miraba de una forma obscena sin intención de serlo. Con el cabello desordenado como lo hubiera compuesto el estilista de una escena porno, me retaba a entenderla.

—Si vieras la cara de golfa que tienes… —dije, sofocando un arrebato de gozo.

—Será porque soy una golfa.

—Para, no sigas limpiándote.

—¿Ahora qué quieres?

—Nada. He recordado la primera vez que estuviste así.

—Así, cómo.

—Arrodillada delante de un tío, comiéndole la polla. En casa de Doménico, ¿te acuerdas?, la primera noche, nada más llegar.

—¿A qué viene eso?

—No te había vuelto a ver haciéndolo. Has mejorado mucho.

Sonrió con desdén y continuó retirando el semen con la punta de la blusa.

—La práctica, Mario; son muchas pollas las que llevo tragadas.

Le señalé la frente, tenía un colgajo cerca del pelo.

—Voy a lavarme, acabaré antes.» (6)


La violencia estaba enquistada en nuestra vida, violencia aceptada, deseada, violencia normalizada hasta pasar desapercibida. Mientras no encontrásemos el origen, por mucho que doliese afrontarlo, Carmen no descansaría.

El pub cobraba vida, habían conectado la música ambiente, imaginé las luces encendidas y las camareras ultimando detalles antes de la apertura, el silencio se llenó con los acordes machacones y repetitivos de introducción a un fado que traspasaron los muros y llegaron nítidos desde la sala, la poderosa voz de Dulce Pontes me devolvió a unos años en los que éramos felices recién iniciada nuestra vida en común repleta de ilusiones y planes por hacer, con la inocencia de una joven Carmen a mi lado que me había rescatado de la soledad, me ayudaba a olvidar un tormentoso divorcio y me invitaba a sonreír, bailar, vivir, soñar. ¿Por qué no fue suficiente?


«Bailé en mi barca

más allá del mar cruel

y el mar, bramando,

dice que fui a cautivar

la luz de tu mirada.


Vete a saber si el mar tendrá razón

Ven aquí a ver bailar mi corazón

Si bailo en mi barca

no iré al mar cruel

no le diré a dónde fui a cantar,

reír, bailar, vivir, soñar contigo.» (7)


No creo en los malos presentimientos, creo en lo que estímulos asociados a respuestas positivas o aversivas pueden evocar. La evasión, la búsqueda de pasiones que trascienden las barreras más allá de prejuicios, los desafíos y las crueles acusaciones cuando el corazón lo único que desea es vivir y compartir experiencias con la persona amada a riesgo de equivocarse, incluso de zozobrar y hundir la barca.

¿Es a esto a lo que te he conducido, amor?

Miré alrededor, se me antojó el escenario de una cruenta batalla en la que los dos habíamos salido derrotados.

Y aún no había terminado.


Transfiguración 

—Qué tal con tu jefe, ¿Andrés se llama? ¿Te lo tiraste? —Carmen nos miró a uno y otro sin saber qué responder—. Lo tienes a huevo, aprovecha antes de que se enfríe.

Conozco sus expresiones tanto que a veces puedo anticipar lo que va a hacer y por qué.

—¿Sabes?, me lo estoy pensando.  Sí, tonto, lo que me propusiste: Dejar a éste, hacer que Andrés se divorcie y casarme con él; la verdad es que si quisiera lo tengo a huevo.

Estaba improvisando, no sabía por qué, pero aquel disparo iba dirigido a mí, contra mí.

—Chica lista, y tú y yo a vivir como reyes. ¿Lo sabías o te estás enterando ahora? —me lanzó sin esperar respuesta.

—Qué estás diciendo, Carmen.

Me miró como si estuviera clavándome un puñal.

—¿Qué nos queda en común, me lo quieres decir?

No fui capaz de responder, me invadió una inmensa pena. El dolor nos impedía ser consecuentes con nuestros sentimientos. Si pudiera sacarla de allí, lejos de la influencia del Penta y todo lo que representaba podríamos hablar serenamente; pero no, era yo quien la había empujado a sus brazos, quien la había decepcionado hasta el punto de hacerle perder la fe en nosotros.

Fuera lo que fuese lo que habían hablado en Santander debía tener cuidado, Diego era como una garrapata, allá donde huelen la sangre se agarran y no sueltan hasta quedar saciadas. Algo había olido en Andrés, dinero, propiedades, relaciones; no pararía si veía la más mínima posibilidad de conseguirlo. Hacía mal en alimentar sus expectativas solo por herirme. ¿Solo? 

—Tampoco hace falta que os dejéis de hablar, os divorciáis y seguís como ahora, echando un polvo cuando os venga en gana, el abuelo Andrés no se va a enterar y yo no soy celoso.

Me alejé de ellos, no soportaba tanto cinismo. Escuché planes de una nueva vida, trazando el futuro de la señora de Arjona viviendo en una mansión que imaginaba de lujo y él chupando del bote a costa del viejo marido, «cornudo por partida doble», porque pensaba cederme parte del pastel; sin abusar, me advirtió. Carmen le seguía el cuento con la única intención de mortificarme, estaba seguro, y por Dios que lo estaba consiguiendo. 

Una vez cumplido el objetivo de marcar los roles, Diego terminó de preparar las rayas, aspiró dos. Carmen bebía agua de la botella; a pesar de tanta afrenta mi mente morbosa no paraba de trabajar, supuse que aún le quedaban restos de semen en el paladar. La cogió desde atrás y la besó en el cuello, algo le dijo al oído que la hizo sonreír, volvió la cara y le besó, después se acercó al escritorio y aspiró el polvo blanco, se limpió la nariz con el dorso de la mano y me miró. Estaba furiosa. Él siguió el destino de su mirada, preparó otro par de rayas y me llamó la atención.

—Déjale, no le sienta muy bien. —dijo con desdén.

—Tú qué sabrás. —respondí irritado, mi arrebato le provocó una risa humillante.

—¿Sabes quién fue el primero que me pagó por sexo? Él, sí, él, en nuestra propia casa, puesto de coca hasta las cejas. Conque ten cuidado con lo que le das, lo mismo te viola. Ah, que no te lo he dicho: también le van los hombres.

Me hervía la sangre, estaba dispuesta a sacar todo lo que guardaba dentro. 

—Por mí, lo que haga con su culo me da igual —respondió Diego—, mientras no se acerque…

Estuve a punto de dar el paso, total, si había tirado por la borda lo que quedaba de nuestro matrimonio bien podía meterme unas rayas y probar a ver dónde me conducía. Pero aún conservaba un destello de raciocinio, aún podía salvarnos.

Pasaron de mí. Carmen apoyó el culo en el borde del escritorio y la falda menguó, él quedó parado entre sus piernas, le ofreció un cigarrillo, se lo encendió —me gusta cuando el humo le hace guiñar los ojos—, se miraban con ganas, hablaban, le colocó un mechón detrás de la oreja. Era todo tan intimo, demasiado íntimo. Le tenía puesta una mano en el muslo, fumaban, se adentró debajo de la falda y le ganó el pulso que mantenían con la mirada, qué le estaría haciendo para tener que acomodarse. «Mírale cómo mira», le dijo burlona y aparté los ojos antes de cruzarme con los de él. Sentí que sobraba, había algo entre ellos, aquello no era propio de una mujer sometida ni él parecía el hombre que la había maltratado. 

Ni yo el esposo de la mujer más hermosa de la tierra. Imbécil.

—…me quedaré hasta el domingo, Mario se va antes. —la escuché decir.

—Tengo asuntos urgentes en Madrid, resuelvo lo de la junta y me marcho.

Una conversación como otra cualquiera, salvo por un detalle: esa mano perdida entre los muslos de Carmen seguía escarbando.

—Me encargaré de que no le falte de nada a nuestra potranca. ¿En qué hotel estáis?

—En el Isla Cartuja, ella se queda en casa de Candela.

—Teníamos ganas de pasar unos días juntas.

—Cocinar, hacer la colada… cosas de chicas, no todo va a ser follar, ¿eh? 

—Puedes quedarte en el hotel cuando me vaya, si quieres.

—A mí niña no le hace falta hotel.

Se inclinó y le dijo algo al oido, la mano seguía perdida bajo la falda. Carmen sonrió.

—Me lo pensaré.

—Qué tienes que pensar, está decidido.

—Es que… he venido a estar con Candela, no le voy a hacer un desaire. —protestó con un delicioso mohín.

 —¡Ven aquí!

Candela obedeció, había entrado seguida de Curro que volvió a su pose de matón; se detuvo delante de ellos, mostraba algo más que preocupación. Ni siquiera me había mirado. Había visto la mano perdida bajo la falda. Diego le señaló la coca y después de insistirle, la esnifó.

—Carmen se muda a mi casa, ¿algo en contra?

—Si ella quiere…

—Resuelto.

—Bueno, ya veremos.

—Recuerda que el lunes tienes que estar en Madrid. —dije por tratar de hacerle recobrar el sentido común.

—¡Ay, ya lo sé, Mario, pareces mi padre!

—Dale un respiro, papi. —se burló Diego.

—Te fastidio, ¿eh?

—No sabes cuánto, y en días como hoy, más.

Me alejé porque estaba a punto de dar un portazo y dejarla colgada, se lo merecía, pero no lo iba a hacer, aún estábamos a tiempo de reconducir lo que a estas alturas estaba totalmente descontrolado. Candela se acercó por detrás y trató de alentarme con unas caricias.

 —A ver, dejaros de mimos. Venga, poneros juntas.

Carmen se alisó la falda y se colocó a la derecha de Candela.

—Vaya dos, con un par de retoques vais a parecer gemelas, ¿no te parece? Ven aquí, socio.

Ocupamos asientos en primera fila; en cuanto encontrara la ocasión retomaría el plan, le diría lo que habíamos pensado, Carmen reaccionaría, seguro, pasaría el enfado, nos iríamos. Las miré, era exagerado decir que parecían gemelas, aunque bien podían pasar por hermanas. Pensaba en ello cuando le oí ordenarles que se quitaran la ropa, «Todo menos las medias y los tacones, quiero veros en pelotas, ya». Candela obedeció al instante, Carmen tardó lo que tardó en caer la primera prenda de su amiga, enseguida quedaron desnudas esperando la siguiente decisión del capo, exhibidas ante nosotros, hermosas, con un toque de arrogancia ausente en Candela y un punto de rubor también. No me miraba, no podía. La coca mostraba su efecto en el rostro de ambas. A la mierda el plan.

—Gemelas, lo que yo te digo. A ver esos culos.

Se giraron dando cortos pasos como lo hacen las geishas, con los dedos entrelazados infundiéndoles seguridad. Dos hermosos cuerpos, dos cuerpos de curvas bien formadas, nalgas firmes, cinturas estrechas y espaldas rectas, la de Carmen más ancha y tonificada efecto del deporte y la natación, los hombros estirados marcando el surco de la columna y unos preciosos hoyuelos en la base de los riñones ausentes en el cuerpo de Candela. Diego las estudiaba con detalle, no hacía otra cosa que llevarse la mano a la cara. Si hasta yo lo notaba. El aire olía a ella. Temí lo peor, que estuviera tan enganchado a esta mujer como lo estoy yo.

—Mañana vais a la peluquería, que te lo corten como la nueve, a ti que te den un rizadito. —Me dio un codazo—. ¿Te las imaginas? Clavaditas, iguales. Van a triunfar. ¡A ver esas caritas!

Las manejaba como ganado. Ellas se dieron la vuelta sonrientes, impetuosas, con un toque de ingenuidad impropio de dos putas. Parecidas, pero no tanto como siempre había creído; emparejadas destacaban las diferencias y Carmen ganaba por goleada: el rostro, dulce; los hombros, anchos; las clavículas, bien formadas; el pecho, breve; las costillas, dibujadas en la piel; el vientre, plano y definido; las crestas de las caderas, marcadas; el pubis, prominente; el vello, rizado y mullido; los muslos, torneados; ni un gramo de grasa en exceso. Candela era perfecta, sí, y me la recordaba en su ausencia, pero no era Carmen, sin duda era una excelente copia de una imponente mujer, aunque la maternidad y la falta de ejercicio le pasaban factura. Diego les dio un repaso comparando detalles. Primero, el cabello de una y otra, insistió en cortar la melena de Candela hasta igualar el largo de ambas y darle el rizado a Carmen, ninguna protestó, luego les pasó los dedos por el vello del pubis.

—Bien que lo siento, nueve, porque me gusta más así, pobladito y frondoso sin pasarse, pero te lo vas a recortar como la siete. Y tú, espabila, a ver qué haces para cambiar el estilo.

En aquella época, Candela lucía una estrecha franja que dejaba las ingles desnudas, yo también prefiero el vello como lo lleva Carmen, cuidando el volumen y los bordes, sin embargo jamás se me hubiera ocurrido afearle su estilo

—Que te lo arreglen en la peluquería, acuérdate. —añadió distraído. 

Silencio. Diego mantenía la mirada fija en el pubis de Carmen. Sería por la postura, cargaba el peso sobre una pierna, con una mano a la cintura y vencida hacia un costado, el volumen del sexo destacaba como una pequeña loma en medio de un valle donde el vientre firme y las caderas marcadas bajo la piel delineaban suaves formas. 

—¡Virgen santa! Menudo chocho te ha dado Dios. —exclamó rompiendo el silencio. Carmen se mostró por primera vez vulnerable, y yo, quemado después de tanta humillación, aproveché la vulgar grosería para tomar la revancha.

—La bultaco —Atraje la atención de todos y continué el cruel ataque—. En el colegio la llamaban la bultaco, ¿verdad, “nena”? (8)

Me lanzó una mirada cargada de odio. Diego cogió al vuelo el sentido del mote y estalló en carcajadas que la terminaron de avergonzar.

—¿La bultaco? ¿va en serio?

—Durante el verano pegó el estirón y al volver estaba tan buena que las compañeras la odiaron; las había eclipsado, todos los chavales que el año anterior no la miraban se olvidaron de las princesitas del colegio. El patito feo, la jirafa, se había convertido en el cisne blanco, todos estaban por Carmen y ya sabes, la envidia es muy mala y entre las chicas es mucho peor; le hicieron el vacío, en los vestuarios del gimnasio se metían con ella, decían que estaba plana, figúrate, alguna se fijó en el bulto que le hacían las mallas —siempre ha sido de marcar paquete, nada exagerado ya lo ves— y las princesas destronadas corrieron la voz de que la jirafa tenía una Bultaco entre las piernas.

—Qué hijas de putas son las tías, si yo te contara…

La mirada de Carmen pasaba de la súplica al rencor más profundo, pero me había estado atacando tanto que no calculé la magnitud del daño. Curro se acercó a curiosear.

—A ver… pues no…

—Ponte como estabas antes. ¡Sí, joder, apoyada en la pierna!, eso es, más, ¡muévete, estás rígida! 

Carmen, aturdida por tanta orden a gritos, se dejaba manejar como un autómata, Diego la movía y cambiaba de postura sin que ella reaccionara y a mí me ponía burro.

—La espalda hacia atrás, ¡un poco más, estás sorda! Ahora. ¿Lo ves?

—Joder, es verdad, tienes un coño del tamaño de un albaricoque, tía.

—Con su rajita y todo. —se me ocurrió y lo dije. Estaba desatado, la sonrisa burlona de los dos macarras me animó a seguir la senda de los que, siendo poco más que una niña, se cebaron en ella. ¿Cómo no me di cuenta de lo que le estaba haciendo?

—¡Un hámster peludito! —soltó Diego, se estaban desmadrando.

—Va, va —intenté apaciguar—, es una cuestión hormonal, algunas chicas tienden a acumular más grasa ahí.

Era inútil, a esos dos les sobraba tanta información, ellos seguían a lo suyo, haciendo bromas sobre el volumen del coño de Carmen. La observé, había enrojecido, lo estaba pasando realmente mal. Debería haber parado, pero estaba empeñado en hacerle pasar por lo que me había hecho pasar a mí.

—El mote de La Bultaco se extendió entre los chicos y…

—Y les salió el tiro por la culata, porque si pretendían humillarme no me conocían —dijo fulminándome—; aguanté, los chicos que se burlaron eran los típicos perdedores, los que no se comían una rosca, aquellos que de verdad valían la pena pasaron tanto del mote como de las envidiosas y siguieron tratándome igual que siempre.

—Menos algunos que intentaron comprobar si era cierto lo de la bultaco, ¿verdad?

—No sigas por ahí. —me amenazó, entendí que había cometido un gran error, pero ya era tarde para enmendarlo. Si quedaba alguna posibilidad de reconciliación, la había hecho saltar por los aires.

—A ver, a ver, eso me interesa. —entró Diego al trapo.

—¡Se acabó la fiesta, ya os habéis divertido bastante a mi costa!

—Eh, baja esos humos, se acaba cuando yo lo diga. ¿Dónde vas?

—Me marcho.

—Tranquila, no te cabrees, ¡es una broma!, ya está, se acabó.

Carmen forcejeó, poco a poco cesó de resistirse y terminó por dejarse envolver en sus brazos, estaba muy alterada, diría que estaba a punto de romper a llorar, cosa impropia en ella, solo el orgullo herido la contenía. «Déjame», insistió varias veces antes de ceder a las caricias, necesitaba apoyo y lo encontró en él, Diego aprovechó su flaqueza y se esforzó en ganársela con cariños y palabras al oído que la calmaron, ella escuchaba, asentía con la cabeza, los demás observábamos la escena preocupados. Lamentaba lo que había provocado, quería disculparme, llevármela de allí, ser yo quien la consolase mas no podía acercarme. Después de unos minutos volvió de la mano de Diego dócil, a merced de lo que él quisiera. no era la misma chica arrogante que había venido al Penta a imponer condiciones. 

—Bueno, pasó el enfado. ¿Amigos?, no quiero malos rollos.

Nos miramos, Había una distancia insalvable entre nosotros, aun así, dijimos que estaba todo bien. Diego volvió a la carga, seguía en sus trece: mimetizar a las chicas para su propio beneficio.

—A ver, ¿por donde íbamos? Quedamos en que a ti te cortan el pelo como lo tiene la nueve y a ti te dan un rizadito, les diré que te arreglen el hámster igual que el de Candela, una lástima. 

—¿Por qué no lo dejas? —salté irritado.

Me ignoraron. Curro bromeó con comerse el albaricoque, ella le asesinó con la mirada. Diego las había vuelto a emparejar, les palpó los pechos sopesando volúmenes y formas, una teta en cada mano. No podía evitarlo, a pesar de todo me gustaba lo que estaba ocurriendo.

—Así como digo que hay que cortar, aquí hay que poner, ¿sabes lo que te digo? —me miró estrujándole la teta a mi niña que reaccionó levantando el mentón con arrogancia— Ya me dijo que te gustan más los pechos de la siete.

Carmen hizo un gesto afirmativo. No era cierto, ¡yo nunca diría algo así!

—Tranquilo, lo vamos a solucionar.

—No es verdad… —traté de rectificar. 

—¿Lo dijiste o no lo dijiste? —la interpeló y Carmen no dudó en confirmarlo.

—Lo dije, le gustan más. —El resentimiento reanudó las represalias.

—¿Ves?, tranquilo, es lógico —se situó detrás de Candela, le sujetó los senos con las palmas de las manos a modo de bandejas y me miró arrimado a su mejilla—, mira qué tetas, vas a decir que no te pone palote.

Candela se mostraba orgullosa, no apartaba los ojos de mí.

—Es lo único que falta para que el parecido sea perfecto, eso y el piercing en los pezones. Qué tal si lo hacemos todo de una tacada, piercing, relleno y tatuaje ¿eh, chicas?

Me levanté con decisión, se nos estaba yendo de las manos.

—De eso precisamente habíamos venido a hablar. —dije recuperando la iniciativa. Carmen me quitó la palabra.

—Lo he estado pensando. Verás, no voy a tatuarme, no me gusta la idea, nunca me ha gustado, estaría a disgusto con mi cuerpo. Puedes hacérmelo con henna cada vez que venga a trabajar para ti, porque voy a seguir viniendo, eso sigue en pie.

Diego la hizo callar.

—Como quieras, es una lástima, porque te quedaría mucho mejor.

—¡Qué coño…! —rezongó Curro. Diego le lanzó una mirada que lo dejó callado.

—¿En serio?, ¿no te enfadas?

—Nena, no voy a obligarte a nada que no quieras hacer. 

Carmen lo abrazó aliviada.

—Vale, vale, no te emociones, lo demás sigue en pie, esas tetas hay que mejorarlas, a que tengo razón, socio.

—No necesita ningún arreglo, es perfecta.

—¡Venga ya! cuando la veas con unas tetas como las de Candela me lo vas a agradecer.

—Te repito que nunca he dicho eso, lo habrá entendido mal.

—Ahora va a resultar que no me entero, no te fastidia. —murmuró con aburrimiento, no parecía ella.

—Tú, ¿qué dices? —le preguntó, la tenía cogida por la cintura con el pecho aplastado en su costado. Me miró de tal forma que temí lo peor.

—Si es lo que quieres, por mí, adelante; además, no sé por qué miente.

La besó, ella le sujetó la cara en tanto duró el beso, yo quedé desolado. ¿Tanto daño le había causado?

—No se hable más, tetas nuevas, labios nuevos y… Curro, mira a ver si está Ramya, dile que venga a hacer un trabajito, sin agujas. —añadió para tranquilizarla.

—¿Labios nuevos? ¿De qué va esto?

—Un poquito de volumen, socio, para que nada más verla den ganas de follarle la boca.

Si esperaba ver algún signo de rechazo en ella, solo encontré la misma frialdad con la que me estaba tratando desde que se sintió traicionada.

—Botox, ¿cuándo has decidido cambiarte la cara?

—Ya ves, crees conocer a las personas hasta que un día te sorprenden.

—¿De verdad vas a ponerte botox? No lo hagas, Carmen, véngate de mí si quieres, pero no a costa de desfigurarte.

—No todo gira en torno a ti, voy a arreglarme el pecho porque quiero verme bien.

Diego estaba disfrutando viéndonos discutir. «Divide y vencerás», por eso se mantenía al margen dejando que la discusión prosperase.

—¿En serio?, te vas a arrepentir de haberte dejado llevar de un arrebato.

—Qué poco me conoces, lo llevo pensando desde que me lo propuso, no eres el único al que le gusta el pecho de Candela, ¿qué te crees, que no soy capaz de tomar mis propias decisiones?

—Piénsalo, por favor no te precipites.

—¡Déjame en paz!, estoy decidida, va a darme más seguridad en mí misma.

—¿De qué hablas? ¿Cuándo te ha faltado seguridad? No necesitas ganar confianza en ti misma, cariño, desde luego no la vas a conseguir por tener una talla más de pecho o unos morros de mulata.

—¿Qué sabes lo que necesito? Solo te preocupas de lo que necesitas tú, no sabes nada de lo que me pasa, nada, ¿te alteras por un aumento de pecho y no te importan las consecuencias de que tu mujer se acueste con cualquier desconocido? Eres patético.

Jamás nos habíamos insultado. Zorra, cornudo no entraban en el rango que acababa de cruzar. Fui incapaz de responderle porque ella no dio signos de ser consciente de lo que había dicho.

—Bueno, bueno, las peleas domésticas en casa, aquí nos comportamos como profesionales. Tampoco hay que arreglarle tanto a este pibón, socio, y lo que hay que hacer ya está decidido; a que sí, nena.

—Por supuesto. —afirmó forzando una sonrisa.

Curro volvió acompañado de la cocinera con lo necesario para hacer el tatuaje. Se acercó a su jefe y éste la hizo retroceder.

—¡Aparta, hueles a cebolla! ¡cuántas veces te he dicho que te laves antes de entrar en el despacho!

La pobre Ramya se excusó y salió apurada, yo no había notado tanto olor como para humillarla. Diego arrancó un discurso xenófobo que, en cualquier otro momento habría cortado de raíz; cuando se cansó de despotricar, aún nos tenía reservada otra sorpresa.

—Ahora que lo pienso, ya que estás aquí, vas a estrenar un nuevo complemento que acabo de recibir. Ojo, es solo para clientes especiales.

De uno de los cajones del escritorio, sacó un estuche rectangular de piel marrón, lo abrió y mostró una pieza metálica cilíndrica que se engrosaba en un extremo, el otro terminaba en una forma ovalada. Se la enseñó a las chicas, ellas lo miraron asombradas.

—¡Esto qué es! —murmuró Carmen asombrada.

—Es un plug. —dijo Candela.

—Sé lo que es.

Diego sonrió.

—¿Qué te parece?

Me lo enseñó, el tope semiesférico llevaba engarzada una piedra negra con el símbolo del Penta grabado en trazos marfil. Aún no había asimilado el duro enfrentamiento vivido con Carmen cuando me veía abocado a encarar una nueva ocurrencia. Ellas estaban desconcertadas.

—He encargado seis, de momento solo lo vais a estrenar vosotras.

Estaba sumido en un vértigo que me impedía responder a tanto estímulo. Los acontecimientos se sucedían a un ritmo trepidante. Ramya volvió, Diego la olfateó y levantó las cejas dándola por imposible. Le dio instrucciones, lo mismo de la otra vez, dijo y por si no lo recordaba se lo explicó al detalle; la trataba como a una idiota. Despejó el escritorio y ordenó a las chicas reclinarse sobre el tablero, Candela servia de modelo. La visión de aquellas dos espectaculares mujeres ofrecidas sobre el tablero me excitó como no esperaba poder estar después de tanta tensión. Dos culos perfectos, rotundos, dos vulvas tentadoras a disposición de tres varones en el límite de su capacidad de aguante. Lo imaginé, como no imaginarlo, mi cabeza compuso a toda velocidad una escena de pérdida de control en la que las montábamos salvajemente por turnos sin darles descanso, esperándonos unos a otros para tomar el relevo en lo que, aún contando con su consentimiento, aparentaba ser una violación grupal. Entretanto asistí al meticuloso trabajo de una mujer humilde, toda una artista a la que yo, con mi torpe imitación, no alcanzaba ni de lejos, pude ver la transfiguración de Carmen mientras era tatuada y tuve la certeza de que algún día, no muy lejano, sucumbiría a las agujas y la tinta permanente. Cuando se incorporó, me miró sin acritud por primera vez en toda la tarde, «esta soy yo», leí en sus ojos. Había en su mirada una serenidad que me impresionó.

Ramya recogía su equipo, Diego comparaba el lomo de las chicas, yo pensaba en la deriva que estábamos tomando, nuestro mundo se desmoronaba. El teléfono del escritorio rompió la falsa calma de aquel momento.

—Dime …. Gracias, sírvele una copa, enseguida salgo. —Colgó y le dijo a Curro—: Entretenlo hasta que te avise. 

Se volvió hacia Carmen y le cogió un pellizco en la mejilla.

—Estamos de suerte, no has podido elegir mejor día para venir, vas a conocer a uno de mis mejores clientes, le he hablado de ti, lo que no espera es encontrarte, verás qué sorpresa se va a llevar; voy a tratar con él, enseguida vuelvo. Portaros bien, no discutáis.

Nos quedamos en medio de un profundo silencio, Carmen se alejó, le molestaba mi cercanía, y se enfrascó en una conversación con Candela de la que apenas me llegaban palabras sueltas, enseguida entró Curro que volvió a su posición de guardaespaldas, no les quitaba ojo a las chicas. Me desplomé en un sillón completamente abatido, no era esta la forma en la que había planeado pasar la tarde. Diego tardó poco en volver, parecía exultante.

—Arreglado, dentro de un rato lo vas a conocer, no veas la cara que ha puesto cuando le he dicho que la madrileña está aquí. 

Cogió dos plugs del escritorio.

—Venga, poneros esto.

—Hace falta algo, vaselina o crema. —advirtió Candela.

—Pues ya estás tardando.

Salió tal y como estaba, Carmen me lanzó una fugaz mirada, tal vez recordaba, como yo, la misma petición que Doménico le hizo poco después de irse a vivir con él.


«Doménico le besa el cuello, los hombros y se echa a su lado.

—Te vas a comprar un plug anal. —le dice al oído.

—Un plug anal, estás loco, ¿para qué?

—Para que se te acostumbre y el músculo recobre el tono.

—¿Y dónde lo consigo, en el Corte Inglés? —bromeó.

—Vas a una sex shop y lo compras.

—No me veo yendo a una sex shop.

—Pues ya tienes una asignatura pendiente que resolver. —Carmen le miró de reojo.

—¿Y eso por qué?

—Porque te lo pido yo, quiero que mi chica sea capaz de ir sola a una sex shop a comprar un plug anal y no tenga pudor, por eso lo vas a hacer.

Aquello la devolvió a nuestra vida en común, a nuestras fantasías, a nuestros planes, cuando fuimos a comprar unos juguetes eróticos a una sex shop; ahora le parecía tan lejano… Doménico la devolvió a la realidad

—De paso, compra unas bolas chinas. ¿Las has probado alguna vez?» (9)


—Diego, esto… no sé si ponérmelo.

—Yo sí lo sé, te lo pones y punto, vas a estar cojonuda.

—Pero… 

—Te preocupa lo que vaya a salir cuando te lo quites. Qué esperas que salga del culo, ¿flores? Ahora te cuenta la siete cómo se hace.

La siete entró con un frasquito. Diego le llamó la atención chasqueando dos veces el pulgar y el corazón.

—Dile a esta qué hacer para quitárselo sin apestar a los que estén cerca.

—La estás avergonzando.

—¡No es una colegiala, Mario, se acaba de comer dos pollas!, digo yo que puede aguantar un poco de caña. 

Carmen se echó a reír y le dio un golpe en el hombro.

—A buenas horas viene éste a protegerme, no te jode…

—Además, lo que haga con la nueve no es asunto tuyo.

—Tienes razón, no es cosa mía, “esta” ya es mayorcita para saber lo que hace, “no te jode”. —dije restregándole el lenguaje vulgar que usaba con él, impropio de ella.

Candela se la llevó aparte y estuvieron hablando en voz baja, Carmen escuchó con interés lo que supuse fueron instrucciones de higiene.

—¿Todo en orden?, pues venga, a ponerse el chupete, tenemos visita y hay que lucirlo.

Candela comenzó primero, untó el extremo del plug con vaselina, asentó el pie izquierdo en el sillón, separó el glúteo con la mano y lo frotó por el esfínter, cuando consideró que estaba bien lubricado presionó con insistencia, costó forzar la contracción del músculo y una vez superado, el resto entró sin dificultad hasta el fondo, retiró el exceso de vaselina con un kleenex y se volvió hacia nosotros. La exhibición había sido tan extremadamente sucia y pornográfica que me obligó a recolocarme la erección, el efecto era espectacular, ahí, entre sus firmes nalgas, aparecía la joya negra, pulida y brillante con el logo del Penta claramente visible.

Era el turno de Carmen, repitió el proceso tal cual lo había visto, situó el plug en el esfínter bien untado en vaselina, lo frotó, apretó y el objeto se hundió sin apenas resistencia hasta hacer tope; pensé con orgullo lo bien entrenada que estaba para controlar los reflejos involuntarios, me lo debía a mí. Candela le ofreció papel para retirar el exceso de lubricante; un nudo en la garganta me impedía respirar, mi mujer, mi niña, marcada con un tatuaje en el lomo y un plug insertado en el culo declarándola propiedad del Penta. Era más de lo que nunca había soñado.


Leonardo

—Iba a decir que os vistierais para recibir a la visita, pero no, estáis mejor como estáis. Tú, súbete las medias, las tienes caídas. 

Candela, avergonzada, se arregló una de ellas donde apenas había un par de arrugas. Carmen se pasó las manos por precaución.

—A ver… falta un detalle.

Rebuscó en un cajón del escritorio y volvió con dos gargantillas de raso negro de unos cuatro dedos de ancho con un corazón bordado, las chicas se los ajustaron al cuello. Diego me miró y le di la aprobación, era el complemento perfecto aunque sobraba el detalle del corazón, un tanto ordinario. 

Curro salió y volvió poco después acompañado de un hombre de unos cincuenta, moreno, de pelo rizado canoso, entrado en kilos, 

—A las buenas tardes.

—Te estábamos esperando, Leonardo. Aquí la tienes, la madrileña, y por si te quedas con ganas, a la siete ya la conoces.

—Qué buen ganado manejas, cabrón.

—Mario Suárez, mi socio en Madrid. Se encarga de ella en la capital.

—Bonito trabajo. —dijo ofreciéndome una mano repleta de anillos.

—No me puedo quejar. —respondí metido en mi papel de explotador de mujeres

—¿Una copa?

—Después, primero la obligación y luego la devoción, es lo que dicen. 

Echó una risotada a la que se unió Diego y yo tímidamente con una muda sonrisa; enseguida se fue a por Carmen, me sorprendió su actitud: lejos de estar cohibida, afrontó el encuentro con naturalidad, no la había visto nunca metida en faena, me impactó ver a una mujer segura de sí misma, con muchas tablas que dominaba el oficio; aquel putero, al que le sacaba la cabeza, no iba a representar ningún problema. «Menuda pieza», dijo, la cogió de una mano y la hizo girar; después de cebarse en los aros vio la piedra negra entre los glúteos, «¡Pero qué coño es esto!», exclamó, se agachó para ver mejor la joya con el logo del Penta, soltó una carcajada y se volvió hacia Diego.

—Qué jodío eres, lo tienes todo pensado.

Le manoseó el culo, tocó el adorno como quien pulsa un botón, luego le propinó un fuerte azote, Carmen sonreía; pronto estuvo en sus brazos soportando unos besos ansiosos sin destino concreto, la recorría con avidez sin satisfacerse en ningún lugar, Diego fingió querer frenarlo, «Tío, deja algo para luego», ella sonreía indulgente, se dejaba sobar y con cierta dificultad logró dirigirlo al sillón que poco antes había ocupado, lo sentó y empezó a menear una escasa verga, Candela se acercó y le puso algo en el puño, debía de ser un condón —sí, eso era—, se lo llevó a la boca y después de unos cuantos meneos comenzó a mamarla, a los pocos segundos vi el preservativo desenrollado a lo largo del miembro. Candela trató de hacer su trabajo conmigo, pero entendió que estaba demasiado ocupado en no perder detalle de la faena de la nueve que, arrodillada en el suelo, culminaba una soberbia felación; el invitado mugió como un toro y tras varios botes quedó derrengado. Carmen le retiró la goma, hizo un nudo y la escondió bajo el sillón. El muy animal se recuperó y la tumbó de espaldas para montarla, debía de venir saturado de Viagra, a duras penas consiguió contenerlo para ponerle una segunda funda. Mi socio vino a interrumpirme, me llevó hacia el fondo del despacho hablando del acuerdo, de las llamadas que iba a hacer para sacarle provecho, «si me hubieras avisado…»; yo caminaba mirando hacia atrás, la visión del verraco empalando a mi mujer como un émbolo a toda máquina me tenía absorto.

—Parece mentira, ¿eh?, con lo gordo que está. Es un ganadero de reses bravas de Badajoz, viene mucho por aquí, había oído hablar de la madrileña, le prometí que cuando volviera le avisaría. Ahí donde lo ves, engaña, tiene fuelle para rato. Ya hablaremos, no me estás haciendo ni puto caso. Si quieres desahogarte…

Hizo un expresivo gesto con los brazos apuntando a Candela. No quería hacerlo y menos delante de él, solo quería ver cómo ese animal la destrozaba a golpe de cintura tirando de la joya negra; Carmen parecía sufrir, aunque lo dudo, ya me conozco yo esa cara de agonía; la empaló sin misericordia sudando como un cerdo, echando los pulmones en cada bocanada de aire para poder aguantar hasta que logró correrse una segunda vez sin importarle dónde estaba ni delante de quién. A una indicación de Diego, Candela se unió a la pareja, dedicó sus caricias a ambos terminando por centrarse en Carmen a petición del ganadero que buscaba la manera de volver a empalmarse mirándolas morrearse. Me quedé ensimismado viéndolas meterse mano sin rastro de pudor, porque con él era trabajo pero entre ellas había puro fuego; la joya negra adornando sus nalgas me tenía absorto. Diego me sacó del trance de un codazo.

—Te prometí un numerito bollo de las dos, ahí lo tienes. Yo siempre cumplo mis promesas, a ver si tú haces lo mismo.

—Escucha, ahora no es el momento para el tatuaje; terminará por convencerse, estoy seguro, necesita tiempo.

—Con las tías no hay que andarse con tanta gilipollez —intervino Curro.

—Cierra la puta boca, ¿quién te ha pedido opinión?

—Si la sabes llevar hará lo que quieras, créeme, no la intentes obligar. —insistí.

—Vale, socio, lo que tú digas —dijo sin mucho interés—. Míralas, son dos hembras en celo; ¿a que taponarles el culo ha sido buena idea?

—Cojonuda. —respondió Curro que no le quitaba ojo a ninguna de las dos.

—Al final va a conseguir que se empalme de nuevo, qué fiera es mi niña.

—Hombre, niña, niña… ya tiene unos añitos.

—¡Que te metas la lengua en el culo, hostia ya! —Curro se alejó consciente de que había cruzado el límite—. Ponle unas coletas y con esa carita parece una niña, ¡ole!

La niña, como la llamaba, se había sentado con el ganadero, tenía el pantalón desabrochado exhibiendo una mata canosa en la que apenas destacaba una desinflada polla, Carmen la acariciaba entre los dedos, más por mantenerlo contento que por intentar revivirla, tenia la mano cubierta de baba y grumos blancuzcos, lo cual no parecía importarle; reía sus gracias, le dejaba jugar con los aros, aunque tuvo que pedirle varias veces cuidado porque se empeñaba en estirar los pezones tirando de ellos, era un bruto, no estaba acostumbrado a tratar a mujeres de su talla. Candela, sentada a la izquierda, intentaba atraer su atención, pero no lo conseguía, acaso alguna caricia perdida. Fue Diego quien puso fin al magreo, las chicas se despidieron con besos, dejándose tocar, riendo sus obscenidades; salieron del despacho desnudas, sudadas por el contacto con el ganadero, era sorprendente la falta de pudor a cruzarse con el personal del pub. Entretanto, Diego y su cliente arreglaron cuentas, me asombró la cifra que pagó por una mamada y un polvo rápido además del numerito entre ellas; sabía (porque yo mismo lo había pagado) lo que cobraban las putas en el Penta, aquello multiplicaba por mucho la tarifa habitual. Leonardo se despidió con la promesa de volver al mes siguiente.

—Lo has oído, a finales de Marzo la quiero aquí. —me dijo mi socio.

—No hay problema. —fue lo único que se me ocurrió decir.

Diego dividió los billetes en tres partes y se guardó una en el bolsillo trasero del pantalón, las chicas volvieron hablando entre ellas, parecían contentas. Pusieron los plugs sobre el escritorio. Diego, el muy cerdo, los olfateó.

—Así me gusta, limpios como una patena. Venir, acercaros.

Ellas apretaron el paso moviendo las tetas al ritmo del trote. Candela esperó a un lado.

—Toma, lo tuyo. —A ojo calculé sobre las ochenta o cien mil pesetas, Carmen le interrogó con la mirada. Ahora te cuento, le dijo él. A continuación me ofreció el resto, cincuenta mil.  Para Carmen era la primera vez que me veía ganar dinero a costa de vender su cuerpo, por un instante volvió a ser la mujer que el despecho había desterrado y pudimos compartir la profunda emoción del momento. Diego agitó los billetes para hacerme reaccionar, un arrebato de estupor y morbo me tenía paralizado. La miré con el dinero en la mano, habíamos dado un nuevo paso; atrás quedaba una parte de lo que fuimos. Tan fugaz como apareció, la conexión entre nosotros se desvaneció y el frío volvió a empañar su rostro. Por último, Diego sacó uno de cinco mil y se lo dio a Candela.

—Toma, para la niña.

No tenía ningún sentido, ni la forma de hacer el trabajo en un despacho delante de un extraño ni el precio por algo que esa misma noche le habría costado mucho menos. Diego se echó a reír.

—Qué pasa, te has quedado pasmao.

—No lo entiendo, este…

—Leonardo.

—Ha pagado una barbaridad por lo que, dentro de un par de horas, se va a pagar mucho menos.

—No te has enterado de nada. ¿Crees que ha pagado este pastizal por un polvo y una mamada? Tu mujer es la hostia, pero no vale tanto. Esto ha sido una cata; hemos cerrado… ¡Nueve, ven aquí!

Dejó la conversación con Candela y se apresuró a acudir, el chulo le acarició una teta y le pasó el pulgar por el pezón tres veces, una en vertical y dos en horizontal, de izquierda a derecha, un código que le había visto hacer antes y a las dos parecía gustarle a la vista de cómo reaccionaban. Una seña de pertenencia, pensé.

—El sábado te vas con Leonardo, viene a recogerte a las ocho.

—¿A dónde vamos?

—¡Yo qué sé!, a un hotel, supongo, donde le salga de los cojones, ha pagado una pasta por pasar la noche contigo, como si le da por llevarte a la luna. Ya puedes lucirte.

Y yo, callado viendo como perdía a mi mujer y pasaba a ser la puta más rentable del harén de Diego. La enlazó por la cintura, ella se dejó hacer sonriente.

—¿Por qué te crees que quería traerla a trabajar a toda costa? —la besó cerca del oído y ella ofreció el cuello—, te dije que iba a ser el buque insignia del Penta, ya lo has visto, nos va a hacer de oro, esta chica es una mina, solo hay que saber venderla y para eso estoy yo.

Carmen, atenta a mi reacción, actuaba como una auténtica zorra orgullosa de ser la favorita del burdel.

—La madrileña se ha hecho un nombre en Sevilla, me he encargado de convertirla en un mito, todos quieren conocerla y los que la conocen hacen que ese mito crezca. ¿sabes por qué?, porque no es una puta cualquiera. He convertido vuestra historia en una leyenda: una mujer casada, de clase alta, una universitaria que le gusta follar a escondidas de la familia, de su ambiente profesional y de las amistades. Eso da mucho morbo, una tía que no necesita pasta pero que moja las bragas follando por dinero, ¿qué te parece? Esa es la madrileña, no se sabe cuándo viene y todos preguntan por ella. Sí señor, he creado una leyenda. Y como siempre que la oferta escasea, la demanda crece y los precios se disparan, ni yo mismo me lo esperaba. Este tío, con solo probarla, ha pagado doscientas cincuenta mil pesetas, ¡doscientas cincuenta mil por una noche!, es de locos, le ha bastado un polvo mal echado y una mamada rápida, no lo habría pagado en la vida por ninguna otra. Esto no es nada, si el sábado la nueve se porta como ella sabe, le haré pagar una fortuna por conseguírsela cuando se le antoje.

La nueve no hacía más que reafirmar sus palabras con la cabeza.

—¿Este era el compromiso del que me hablaste en Santander? —le preguntó pegada al oído con un tono meloso que nunca antes había empleado.

—No, muñeca, a esos los conocerás en Marzo.

—Ten cuidado, a ver con quien la vas a relacionar no vaya a ser…

—Eh, para el carro, la nueve no se relaciona, folla. Las relaciones son otra cosa. Si movemos bien los hilos, la voy a convertir en la más solicitada de todo Sevilla.

—¿Tú crees?, no es posible. —preguntó ebria de vanidad.

—Nena, vas a ser la…

—¡Déjame hablar, joder! Mi mujer estuvo conmigo en un acto en la junta este verano, le he presentado a altos cargos, no puede correr riesgos.

—No te pongas paranoico, la gente de la que hablo no tiene nada que ver con la junta, respira, tampoco se va a mover con pringaos, eso se acabó. Mañana viene un empresario de Jerez, si te quedas tranquilo puedes estar presente, pero habrá que inventar algo, lo del socio no encaja. ¿Qué tal el papel de marido que le gusta mirar?

—Le gusta mirar, lo hará bien. —apostilló, seguía empeñada en castigarme.

—Ya lo he visto. Te presentaremos como el marido cornudo que le pone ver cómo follan a la puta de su mujer. ¿te gusta el plan?

Acepté. Me gustaba el plan, mucho.

—Ojo, lo mismo escuchas algún que otro insulto, hay tíos que se ponen bravos cuando tienen delante al cornudo, ¿podrás aguantar?

—Aguantará, no es la primera vez. —Carmen insistía en zaherirme, me estaba sacando de quicio.

—Ah, y otra cosa, lo de «mi mujer» déjalo para hacer el paripé delante de los clientes, entre nosotros te lo puedes ahorrar. Vamos a poner las cosas claras de una vez. Cuando hables de ella conmigo, nada de «mi mujer», llámala Carmen, o la nueve, o mejor aún, di «tu chica», porque aquí, en mi casa, no es tu mujer, es mi chica, solo mía, ¿estamos de acuerdo?

La miré buscando su opinión. Seguía colgada del cuello con una indolencia que me dolía y me excitaba al mismo tiempo, sus ojos vendían sexo. Sí, era suya, la nueve.

—Si ella está de acuerdo, no tengo nada que decir.

—Cariño, es tu socio, te ha costado bien poco decirle que soy la nueve nada más llegar. Anda, respóndele. —dijo con sorna.

¿Eso es lo que quería? No iba a aguantar más desprecios; puede que le hubiera dado motivos, pero ya lo había pagado de sobra, estaba harto, ¡harto!

—Está bastante claro. Toda tuya, haz con ella lo que te salga de los cojones, por mí como si la subastas. A cambio quiero a Candela.

Algo se hizo añicos, lo vi en su mirada herida de muerte, lo sentí en mi pecho partido en dos, algo que mis palabras destruyeron y nos sería difícil recomponer.

—¡Subastarla! Joder, tío, eres cojonudo, esa idea vale millones.  ¡Candela! —Se había apartado discretamente y a la voz del jefe se acercó—. A partir de ahora trabajas para Mario siempre que esté en Sevilla, ¿lo has entendido? No has entendido una mierda, si tuvieras el cerebro del tamaño del culo… A ver cómo te lo explico, es muy fácil, trabajas para él, haces cuentas con él, él decide cuándo y cuánto trabajas, si tienes preguntas lo hablas con él, si tienes problemas con un cliente, te dan una hostia o no te pagan lo resuelves con él. Joder, no es tan complicado, cambia mi careto por el suyo y sigue haciendo lo mismo de siempre. Y tú y yo —me dijo— ya echamos números. 

No entraba en mis planes dedicarme a explotar a ninguna mujer y menos a Candela, sin embargo, mi cuerpo decía otra cosa; me invadía un temblor imperceptible, señal de que la idea había calado hondo. ¿Y Carmen?, sin duda acusó el efecto del trueque, Candela por ella, pero no lo vi, incapaz como estaba de poner los pies en la realidad. Yo, montándome películas en la cabeza y ella, desangrándose. Me miraba con una sonrisa amarga difícil de interpretar sin separarse de su chulo que insistía en machacarme.

—Si te crees que es tan fácil como ponerte a esperar que vuelvan y poner el cazo, estás listo.

 El juego había terminado, tiré las cartas, la banca siempre gana.

Es curioso cómo funciona la mente humana, en un momento tan aciago se empeñaba en recuperar los versos de una antigua canción olvidada que ahora encajaba en mi jodida vida.


«I don't wanna talk

About things we've gone through 

Though it's hurting me 

Now it's history


I've played all my cards 

And that's what you've done too 

Nothing more to say 

No more ace to play

The winner takes it all


No quiero hablar 

de todo lo que hemos pasado, 

aunque me esté doliendo 

ya es historia.


He jugado todas mis cartas 

Y tú también lo has hecho. 

No hay nada que decir,

no queda ningún as que jugar.

El ganador se lo lleva todo» (10)


—Venga, menos cháchara, ya podéis empezar a poneros guapas, porque en una hora estáis moviendo el culo en la barra.

La nueve me miró por última vez como si me dijera adiós, recogieron la ropa y salieron sin rechistar. Me invadió una sensación de pánico; ahora sí, la había perdido definitivamente.

Diego dejó de prestarme atención, tenía otras cosas más importantes en qué ocuparse, hizo varias llamadas, firmó pedidos, organizó la sala. Yo me mantuve al margen con una copa en la mano que Curro se encargó de reemplazar cuando vio que se había aguado. No cesaban de sonar en mi cabeza las palabras que habían acabado con diez años de convivencia: «Haz con ella lo que te salga de los cojones, por mí como si la subastas». ¿Qué había hecho?, ¿estaba loco?, había dinamitado cualquier puente entre nosotros. No volví a ver a la nueve hasta que Diego me invitó a pasar al salón, las luces estaban encendidas, Robbie Williams cantaba Something stupid. (11)


«Sé que me toca esperar a que tengas tiempo

para pasar un rato conmigo.

Si vamos a algún sitio, es probable 

que no te quedes a mi lado.

Después nos metemos en un sitio tranquilo

a tomar unas copas.

Y lo echo todo a perder.» 


Comenzaban a ocuparse algunas mesas, Carmen, Candela y otras dos putas vestidas con el mismo atuendo Simply irresistible se repartían por la sala, una de ellas que no conocía, mulata, delgada, con el pelo corto teñido de rubio y rizado estaba sentada en la barra, Carmen y Candela vagaban por la sala haciendo gala de su evidente parecido, sin duda seguían instrucciones del jefe; causaban impacto, tan altas y esbeltas no dejaban a nadie indiferente, jugaban el juego de la ambigüedad, paseaban del brazo o cogidas por la cintura, se hablaban al oído, se miraban como si fueran amantes, las vi darse fuego la una a la otra, tras una calada parecía que fueran a besarse. Diego salió a atender a unos recién llegados, los trataba con una deferencia fuera de lo común, no tenían el aspecto del cliente habitual del Penta, bien trajeados, de modales exquisitos, lo escuchaban manteniendo las distancias, se notaba que estaban fuera de su ambiente. Les condujo a una mesa reservada y las mandó venir, estuvo con ellos unos minutos y los dejó entre muestras de adulación, enseguida llegó la primera botella de champán cortesía de la casa, los primeros escarceos, la elección de cada uno. Carmen se dedicó al hombre canoso, alto y enjuto; a diferencia de la conducta servil de Diego, se mantuvo en su papel, digna, con clase; pude observar que él lo apreciaba. «Hetairai, mujeres libres, cultas y refinadas, solían mantener pocos clientes, a veces solo uno, eran respetadas por los hombres hasta el punto de ser admitidas en círculos reservados a los varones, como los simposios de ciencia, arte y filosofía, y sus opiniones era tenidas en gran consideración. Eso es lo que soy, según Javier, mucho más que una geisha». Me lo contó con un rasgo de orgullo, no le di importancia hasta que la vi hablando en aquella mesa y a Candela y a los dos invitados prestándole atención. Carmen, la hetaira, la mujer hermosa, culta, libre y refinada. Lejos, infinitamente lejos.

El hombre canoso le dijo algo al oído, ella se levantó y desapareció tras la barra, al cabo de un rato volvió vestida de calle, los vi marcharse y me alarmé, ¿a dónde la llevaba para que el atuendo de puta no fuera adecuado? Candela tardó unos minutos en salir con el otro. Tomé una segunda copa y una tercera, una hora después la vi volver, entró dentro y apareció a los pocos minutos. Buscó a Diego y éste la dirigió a mí, claro. 

—¿Y Carmen?

—Ha cerrado un servicio de dos horas, pero no la esperes, no va a volver.

—¿No?, por qué, ¿dónde han ido para tener que cambiarse de ropa?

—Es un cliente de confianza, lo conozco, no tienes de qué preocuparte.

—¿Quién es?

—Son gente de la alta sociedad sevillana.

Candela esquivaba mis preguntas. No podía quitarme de encima una inquietante sensación de peligro. 

—Pero… esto antes no era así, el Penta es un club de barrio, no encajan en un lugar como este.

—Diego está haciendo nuevos contactos, no sé con quién se relaciona, gente muy importante, por eso ha puesto tanto empeño en conseguir a Carmen. Estos han venido expresamente a conocerla.

—No lo entiendo, desde luego no han ido a echar un polvo.

—Cálmate, está todo bien. Así van a ser las cosas a partir de ahora.

—¿Así? ¿cómo? ¿a qué te refieres?

Dio una calada a mi cigarrillo. Esperaba algo de mí, algo que no supe interpretar.

—Dice Diego que arregle cuentas contigo. Toma. —Abrió el pequeño bolso de mano, sacó unos billetes doblados y me los metió en el puño. Una acuciante sensación de clandestinidad me hizo guardarlos.

—¿Cuánto es?

—Doscientos euros, esta gente paga mejor.

—¿Cuánto…? —«es tu parte», quería saber, pero no fui capaz de preguntarlo, no estaba preparado para hacer de chulo. 

—Tengo suerte, Diego se queda el cincuenta por ciento y me da un porcentaje de las copas; en otros sitios es peor.

—Quédatelo.

—Mario, no —atajó con firmeza—, ahora trabajo para ti. —añadió ilusionada.

De nuevo ese cosquilleo tan potente me encogió los testículos y ascendió a la garganta. ¿Sería capaz de prescindir de esto?

—No me importa el dinero. Voy a sacarte de esta vida.

—Lo he oído demasiadas veces. No prometas nada que no puedas cumplir.

—Siete, te esperan. —le vino a avisar la mulata.

—Gracias, Deylin.

Me dio un beso, se levantó y se ajustó el vestido, estaba arrebatadora.

—No bebas más.

«Va a trabajar para mí», pensé con una mezcla de placer y temor a engancharme. No le haría ningún bien, Candela tenia una carencia de afecto tan grave que sustituir la explotación de Diego por la mía parecía un premio, hasta ese punto se había degradado su autoestima. Sin familia ni amigos, lo que una vez me confesó se volvía la mayor de las pesadillas y yo representaba el único punto de luz al que agarrarse mientras durase.


«—Qué será de mí dentro de unos años, cuando el cuerpo se resienta y no sirva para puta. Mira a Toni, con cuarenta ya le resulta difícil encontrar clientes y lo que consigue es tan deprimente… ¿Y Patri?, cuando tenga catorce o quince, qué pensará de mí, qué les dirá a las amigas cuando le pregunten por su padre o a qué se dedica su madre. Se avergonzará, Mario, crecerá y me quedaré sola. Eso es lo que me espera, la soledad.»


¿Y nosotros? ¿qué será de nosotros? ¿cuánto tardaré en aceptar que la he perdido sin remisión? ¿la olvidaré algún día? 

Me espera la soledad, como a Candela, y no estoy preparado para soportarlo. 

Lo aparté de mi cabeza, dolía demasiado. Apuré la copa, tracé unos círculos en el aire en dirección a la camarera. Tenía otra preocupación más acuciante. Si Diego se estaba moviendo por ambientes de tanto nivel, me inquietaba quién podía estar interesado en dejarse ver por un tugurio como el Penta y con qué fin. Tenía que decírselo cuanto antes para que estuviera precavida, aunque no quisiera escucharme; quién sabe en manos de qué pervertidos podía estar ahora mismo.

Qué absurdo, lo más que podía pasar es que alguien la reconociera.

¿Me parecía poco? 

No debíamos haber venido a Sevilla, esto era una locura.

Calma, soy consciente de que la percepción se adapta a múltiples variables; reconocemos a las personas no sólo por los rasgos físicos sino por el entorno donde esperamos encontrarlas, por su atuendo habitual o por el grupo con el que se relacionan. La posibilidad de que alguien que hubiera tratado a Carmen durante el seminario la reconociera en el Penta vestida y maquillada como una puta y actuando como una puta era escasa, los que la conocían esperaban a otra persona diferente y mucho menos encontrarla en ese lugar. Los ojos ven lo que esperan ver.

No podía mantener esta actitud de alerta injustificada, me marcharía, ella se quedaría trabajando, Diego se haría cargo de ella, la cuidaría. Debía cambiar de mentalidad.

Además, había roto con ella. ¡Dios, había roto con ella!


«Ellos tienen razón

la felicidad, al menos con mayúscula, no existe

ah, pero si existiera con minúscula

sería semejante a nuestra breve presoledad.


Después de la alegría viene la soledad

después de la plenitud viene la soledad

después del amor viene la soledad»


—Elena, soy Mario.

—Mario, qué sorpresa.

—Estoy en Sevilla, ya sé que es muy tarde y tú tendrás tus planes. Me gustaría verte. Necesito verte.


«Hay diez centímetros de silencio

entre tus manos y mis manos

una frontera de palabras no dichas

entre tus labios y mis labios

y algo que brilla así de triste

entre tus ojos y mis ojos


claro que la soledad no viene sola»


Pedí otra copa.


«…después de la alegría

después de la plenitud

después del amor

viene la soledad


conforme, pero qué vendrá después de la soledad» (12)


Citas


1 Capítulo 162 Puta de barra de bar 2. Abril 2022

2 Capítulo 52 Mudando la piel. Diciembre 2011

3 Capítulo 54 Disociación. Abril 2013

4 Capítulo 117 Walk on the wild side. Enero 2019

5 Capítulo 127 Consumación. Diciembre 2019

6 Capítulo 176 Lo que ocurre en la playa (6) Marzo 2023

7 Canção do mar. Dulce Pontes 1993

8 Bultaco fue una marca de motocicletas española fundada en Barcelona por Paco Bultó en 1958 desaparecida en 1983 con un claro enfoque deportivo.

9 Capítulo 78 Despertar en otra cama. Junio 2014

10 The winner takes it all. Abba 1980

11 Something stupid. Robin Williams Nicole Kidman 2001

12 Soledades. Mario Benedetti 



12 comentarios:

  1. Mario, va a ser el primer capítulo en el que no de mi opinión, porque si escribo lo que este capítulo me ha hecho sentir me echas de aquí.

    La escritura una delicia, la canción de Robie Williams no la hubiera acertado en la vida.

    Un abrazo muy fuerte a todos, yo voy a seguir que todavía me quedan piezas por cortar, menudo calor estoy pasando jajaja.

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  2. Potente se queda corto. Lo del lexatin habría venido bien.
    Como correctora de textos agradezco infinitamente el detalle que has tenido de señalar discretamente los imperativos vulgares, es una idea que suelo aconsejar a los escritores que los usan en los diálogos y no siempre soy bien entendida porque lo interpretan como una forma de estigmatizar a un sector de la población cuando lo que pretendo decirles es que marquen el vulgarismo sin resaltarlo; el que quiera verlo lo verá sin necesidad de comillas o negritas (que si sería un modo de señalamiento), a quien no le importe ni se dará cuenta.
    El capítulo es durísimo, ya lo comentaré porque ahora tengo que seguir trabajando, suponiendo que me pueda concentrar.
    Por favor, dinos cuál fue la escena que te obligó a reescribirla.

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    1. Es justamente lo que pretendía, señalar los imperativos en su forma vulgar sin ofender a nadie. Pensé que la mejor manera era usando la cursiva, me alegro de haber acertado.

      Ya os avisé de que el capítulo venía duro. Id preparando los calmantes porque esto no es nada con lo que se avecina en el próximo.

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    2. Como puedo tener tanta mala suerte, mis botas tienen una lengüeta larga para que las proyecciones de la soldadura no se cuelen dentro de la bota, hace tanto calor que me la he aflojado un poco, porque si no se me cuece el pie, la puta proyección incandescente se a colado por el único huequito que he dejado.

      Me a salido una ampolla de la ostia, joder entre Diego y la ampolla menudo día jajaja.

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  3. Feliz 200 capítulo Mario. No lo he leído aún, pero eso de que viene "duro" me impacienta hasta que no encuentre 84 minutos para leerlo con tranquilidad.
    Enhorabuena y un abrazo.

    Wiru.

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    1. Gracias, wiru, un placer volver a verte por aquí

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  4. Gracias Mario! Da gusto leerte siempre, sabía que mé iba a encontrar un capítulo duro, sabía que Mario “iba a meter la pata” y Carmen tb lo sabía por eso lo prepara …
    Por un lado mé produce intranquilidad y desasosiego esos despechos de Carmen cuando Diego le falla pero veo tb que Carmen lo conoce mejor que nadie y su relación ,a pesar del miedo que muestra Mario en el capítulo, está por encima de todo eso.
    Estaba preparado pra algo peor… y que Carmen saliese tatuada pero de verdad… a ver que pasa con las operaciones…
    Creo que Mario transmite muy bien como el morbo le supera y sobrepasa muchas veces dejando paralizado (Carmen tb es consciente de esta debilidad) pero creo que por encima de todas esas debilidades se quieren

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  5. Yo tengo dos teorías, la primera es que Mario avisa a Tomás viendo que este asunto se les a ido de las manos tanto a él como a Carmen y es Tomás el que manda al policia a vuscar a Carmen.

    La segunda es que uno de los clientes es el que reconoce a Carmen y es este quien avisa a Tomas.

    Si el siguiente capítulo es más duro que este, me estoy planteando dejar en stand by el diario hasta que pase este periodo de Sevilla.

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    1. ¡No huyas, cobarde, fistro, pecadorrrrr!
      Ahora en serio. Temía que pudiera haber bajas, lo sigo temiendo.

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  6. Se que muchos tenemos manía a Gerardo y a Diego pero tal como cuenta Mario a mí me llega a excitar tb poniéndome en el lugar de los protagonistas… no deja de ser un juego pra ellos aunque algunas veces no saben medir consecuencias.
    Lo positivo es que todos esos peligros pasan y ellos siguen amándose, si no el diario no tendria sentido, no se trata de un consentidor que sufre, no es lo que leo, es un consentidor cómplice de su pareja

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  7. Deseando leer el reencuentro de Mario y Carmen después de esta situación

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