Capítulo 181  El día después

Tiempo aproximado de lectura: trece minutos.

«El mundo en vilo a la espera de las represalias de Bush», titulaba El País su edición del día después, pareciera que el mundo temiese más la reacción del gigante herido que otro ataque terrorista. La portada del ABC, muy en su línea, aseguraba: «El terrorismo islámico declara la guerra a Occidente» y apuntaba a Bin Laden, «enemigo público número uno de EEUU», como principal sospechoso. No quise seguir leyendo la prensa y mucho menos ver las noticias, no aportaban nada nuevo, se limitaban a repetir las tremendas imágenes de destrucción que, como se demostró pasado el tiempo, eran tan abrumadoras que ahogaron cualquier atisbo de racionalidad o discrepancia ante lo que el gigante herido se preparaba a responder.

Subí a planta, el médico debía de estar a punto de pasar a ver a Emilio.

…..

Procuré ser puntual, sabía a lo que me enfrentaba. Embutida en un traje de chaqueta negro de entretiempo combinado con una camisa negra y unas sandalias del mismo color, un modelo elegido con toda intención: estilizaba mi figura y me haría destacar sobre el fondo beige claro dominante en el gabinete. Entré, la puerta dio un golpe sordo que atrajo la atención de los que aún no habían reparado en mi presencia. Me deshice de las gafas de sol, un complemento innecesario pero adecuado. Avancé hacia la mesa de Ana, parecía haber visto un fantasma. Moreta, algo más lejos, se volvió y quedó tan sorprendido como ella.

—¡Carmen!, ¿qué haces aquí?

Amelia salió del despacho, todos me miraban como si fuera una aparición. Tomé la iniciativa, sonreí y les pedí calma, a partir de ahí conté lo que había pasado, que en el último momento decidí renunciar al viaje. Ya hablaremos de los gastos, le dije a Amelia. 

—Una decisión que te ha salvado la vida. —apostilló.

—¿Qué te dijo Ángel? —preguntó Moreta.

—¿Sabes algo de él? —intervino Ana. Se había corrido la voz, tanto que se formó un pequeño tumulto, incluso subieron de la planta inferior. Comenzaba a sentirme agobiada con tanto interés.

—Tengo una reunión con Andrés ahora, si me disculpáis.

—¿Y ayer, qué pasó? 

Luis Gea, mi antiguo jefe, dominaba la escena, los demás esperaban una respuesta. Él, consciente del papel protagonista adquirido, me interrogaba con la seguridad de quien tiene una jugada imbatible.

— Supongo que te enteraste del atentado, podías haber llamado para decir que estabas bien.

—Ya.

—Ya. —repitió de mala manera—. No se te pasó por la cabeza. Tampoco se te ocurrió venir por aquí.

—Luis…—trató de hacerle callar alguien, pero fue inútil.

—…porque estuvimos todo el día intentando contactar con vosotros para saber si estabais vivos o muertos, joder, y tú, tan tranquila, sin dar señales de vida.

—La doctora Rojas habló conmigo a primera hora.

La voz de Andrés, por inesperada, sobresaltó a todos incluida a mí. Nadie lo había oído entrar. Aprovechó el desconcierto creado para abrirse paso.

—Debería haberlo comunicado inmediatamente, pero cuando terminamos tuve que atender otros asuntos. Lo lamento, por lo que veo, te he dejado en mal lugar. —terminó dirigiéndose a mí. Dio unos pasos hasta situarse en el centro.

—La doctora Rojas me informó en detalle y acordamos que, hasta que hablase con el doctor Alvarez Atienza, se abstuviera de aparecer por aquí. 

Hubo algunos murmullos y gestos de confusión. Estaba sorprendida por el revés dado a la historia, Andrés me había sacado del foco de las críticas, todo el interés se centró en poner los medios para localizar a Ángel. Lo que ocurrió después fue algo previsible, una retirada en toda regla de los inquisidores sin mediar disculpa, tampoco la quería. Una vez solventado el primer acto, acompañé a Andrés a su despacho.

—No sé cómo darte las gracias.

—No me las des, procura no dar motivos para que tenga que volver a acudir en tu auxilio.

Le sonreí, hubiera querido abrazarle pero no era el lugar ni el momento oportuno.

—¿Llegaste bien anoche a tu casa?

—Ah, sí. Por cierto, espero que no tengas en cuenta…

—Olvídalo.

Hubo un silencio incómodo, podríamos habernos dicho tantas cosas, sin embargo Andrés salió por la vía más fácil, o más cobarde.

—Será mejor que salgamos y nos enteremos si hay noticias.

Medias verdades

Seguíamos sin noticias, las comunicaciones eran difíciles. Amelia había hablado con su hermano en Florida, para ellos también era complicado contactar con el núcleo más próximo al atentado. En diez minutos se trazó un plan de actuación entre todos. «Voy a hacer unas llamadas», fue lo último que dijo Andrés antes de abandonar la improvisada reunión, aproveché para marcharme y perder de vista a los que poco antes me juzgaban y condenaban. Ya en mi despacho cerré la puerta y sentí el peso de la soledad. Salvo unos pocos, no encontraba apoyo en mis compañeros. Puede que la responsabilidad fuera mía pero en momentos como éste resultaba duro.

¿Y Julia, se habría enterado de que estaba en el gabinete?

Tenía cosas más importantes de las que ocuparme, por ejemplo, enterarme si Mario había resuelto su problema con el auto.

—Carmen, te iba a llamar ahora.

El sonido ambiente me alertó.

—¿Dónde estás?

—Verás, es un poco complicado.

No estaba equivocada, el inconfundible ruido de fondo de un hospital en plena actividad era patente. 

—Dónde estás, Mario.

—Escúchame y no te preocupes. Ayer tuvimos un accidente, yo estoy bien, nada importante, pero Emilio…

—Qué le pasa a Emilio.

—Tiene varias fracturas y un desgarro en el hígado, es lo más serio.

—¿Por qué me lo ocultaste?

—No lo sé, no lo sé. Todavía estaba aturdido, pensé en el día tan tremendo que habías tenido, para qué preocuparte.

—Ya hablaremos de eso. Tú cómo estás, dime la verdad.

—Nada, una luxación en el hombro, la peor parte se la ha llevado Emilio, era quien conducía.

Imaginé lo que habría ocurrido si hubiera sido él quien estuviera al volante. A medida que relataba el accidente, tratando de quitarle hierro, yo me iba encendiendo. Mario volvía a repetir la misma conducta de tantas otras veces: ocultar la verdad, demorarla hasta que le estalla en la cara. No hay excusa, somos adultos, alardeamos  de ser ante todo amigos. Me irrita que insista en ese afán protector. Evité los reproches y le escuché: había avisado a la hermana de Emilio y estaba en camino; por otra parte, la empresa de alquiler había dado orden de sustituir el vehículo siniestrado.

—En cuanto llegue, salgo para Madrid.

—Ten cuidado, por favor.

……

La conversación con Carmen me dejó un mal presagio, más por lo que no dijo que por lo que hablamos. Mi estúpida decisión de ocultarle el accidente había provocado un punto de frustración que sin duda volvería a surgir en cuanto nos viéramos.

Emilio se preparaba para una nueva intervención. Yo hice algunas llamadas para informar de lo sucedido y poner en antecedentes al departamento jurídico por las acciones legales derivadas del siniestro. Tomás, entretanto, había intentado ponerse en contacto conmigo varias veces.

—Mario, gracias por llamar, ¿hay novedades?

—Carmen está a salvo, al final desistió del viaje.

—¡Cómo es posible!, ¿está aquí?

—Eso es, cuando se enteró de los atentados me llamó.

—¡Gracias a Dios! Voy a hablar con ella.

—Yo en tu lugar le daría un poco de margen. Ayer casi me mato en la carretera regresando a Madrid y, después de todo por lo que ha pasado, no creo que sea buen momento.

—¿Tú estás bien?

—Nada grave, en una hora salgo para Madrid.

—Si necesitas cualquier cosa, lo que sea, dímelo.

……

—Carmen, tienes una llamada del doctor Huete.

Tardé en decidir, era la última persona con la que me apetecía hablar.

—Pásamelo. Roberto, buenos días, o mejor dicho, buenas noches. ¿Qué ocurre?

—Eso pregunto yo, qué ocurre para que Andrés me saque de la cama a la tres de la madrugada.

—No entiendo.

—Ya sé que estáis muy preocupados por el paradero de Atienza, pero aquí tenemos las mismas dificultades para obtener información de lo que está pasando, se lo he dicho: haré lo posible para comunicar con unos colegas con los que hice amistad cuando estuve allí. Hasta ahí todo bien, el problema vino después, cuando empezó a indagar sobre mi futuro a corto plazo. Pensaba que estaba claro que regreso en Octubre, sin embargo comenzó a tantearme sobre mis intenciones, me ha sugerido la idea de prorrogar la estancia en Boulder, o en otra institución en los Estados Unidos o en Europa, si lo prefiero. ¿Qué sucede, Carmen?

—Nada, que yo sepa.

—Detesto las encerronas. Le he preguntado si todo eso tenía que ver de alguna manera contigo. Ahora te lo pregunto a ti: ¿ese burdo intento de mantenerme alejado es cosa tuya?

—¡Cómo se te ocurre! En absoluto, no tengo ni idea por qué ha podido plantearte algo así.

—Me cuesta creerte, su respuesta no ha sido tan clara ni tan rotunda.

—Piensa lo que quieras, Roberto, a mí no me metas en esta historia. 

—Voy a volver, Carmen, por mucho que te incomode nos vamos a reencontrar, es inútil que trates de evitarme.

—Te estás equivocando, procura quitarte esa idea de la cabeza. Si vuelves mantendremos una relación estrictamente profesional.

Salí  hecha un furia, camino del despacho de Andrés hice un esfuerzo por calmarme.

—Está reunido.

—Avísame en cuanto esté disponible, por favor, es urgente.

De regreso recibí una llamada.

—Tomás, ahora no.

Nada más decirlo, me arrepentí. Debía de haber pasado un infierno imaginándome atrapada entre las ruinas de la torres.

—¿Cómo te has enterado?

—Mario me lo ha contado, estuve haciendo lo imposible para contactar con Nueva York pero fue inútil. Menos mal que desististe de hacer ese viaje.

Qué lástima, con lo fácil que nos había resultado comunicarnos, ahora no encontraba nada que decirle.

—Hablamos en otro momento, ahora no puedo, ya te llamaré.

¿Por qué me sentía tan mal? Sobraban los motivos, aun así había logrado contener la congoja. Hubiera querido acudir a los brazos de alguien, pero estaba sola. Sola. Mario, Ángel, Tomás, Doménico, Irene. No tenía a nadie con quien desahogarme. 

Una hora después, pude reunirme con Andrés.

—¿Querías verme?

—Me ha llamado Roberto, quería saber si he sido yo quien ha movido los hilos para que le hayas pedido que se quede.

—No he hecho tal cosa.

—Es lo que ha entendido y, por mucho que he insistido, no me ha creído. 

—Quería que tratase de obtener información sobre el paradero de Ángel, pensé que desde allí resultaría más fácil. Después le pregunté por sus planes, le dije que, si quiere, por nuestra parte estamos abiertos a prorrogar su estancia en Boulder. Tal vez no fui muy diplomático, ahora mismo Roberto no tiene un encaje definido en el gabinete. No reaccionó bien, se lo tomó por donde no debía.

—¿Qué pasó?

—En pocas palabras: me acusó de estar castigándole.

—¿Hizo alguna mención sobre mí?

—Lo rechacé de plano.

—¿Te das cuenta en qué posición quedo?

—Lo lamento pero no puedo hacer nada, es todo una elucubración de Roberto.

—¿En serio?

—Por supuesto.

Me fui o terminaría por decir algo indebido. Desde la puerta le reproché:

—No debería haberte contado nada.

—¡Carmen, por favor!

Pasé el resto de la mañana organizando la agenda, es decir: reubicando citas y aplazando otras con las que me sentía incómoda. Salí a comer pronto, sentí el impulso de avisar a Julia pero me contuve, estaba dolida. A mitad del almuerzo llamé a Mario.

—Cómo estás.

—Bien, no estés preocupada, apenas me molesta el hombro.

—¿Y Emilio?

—Recuperándose, tendrán que pasar unos días antes de que puedan trasladarlo. De eso quería hablarte: su hermana no llega hasta mañana, no puedo dejarlo solo.

—Claro, quédate, dale un beso de mi parte.

—Tenía que habértelo dicho. Yo…

—Déjalo, ahora intenta descansar.

Itziar

Volví al gabinete y me encontré con toda la tarde por delante sin nada que hacer.  No soy mujer de estar cruzada de brazos y, sin la presión de Ángel, echaba en falta la práctica clínica; incluso con la responsabilidad propia de mi cargo me sobraba tiempo.  No lo pensé más, bajé a mi antiguo despacho.

—¿Tienes un minuto?

—Sí, pasa.

Lancé una mirada teñida de nostalgia a mi alrededor antes de sentarme.

—Verás, llevo tiempo dándole vueltas…

—Echas de menos esto, lo he visto en cuanto has entrado por la puerta.

Itziar y yo éramos amigas. Antes de su incorporación estuve en varias ocasiones en la delegación dando soporte y habíamos congeniado; teníamos  el mismo carácter, un humor parecido y compartíamos ideas en muchos aspectos.

—No imaginas cuánto; me paso horas sin hacer nada, el proyecto no da para tanto, al menos por ahora. Necesito volver a la práctica, es lo que me llena, tengo tiempo suficiente como para llevar un par de casos.

—¿No va a haber impedimento por parte de dirección?

—Yo soy dirección. —Me miró con un toque de escepticismo.

—Me refiero a Andrés, a Atienza… —objetó.

—Yo me ocupo de Andrés y por Ángel…

—Ya, no digas más,

—Tú dime si estás de acuerdo.

—Siempre y cuando no me dejes colgada. Por cierto, ¿sabemos algo de él?

—Todavía nada, quiero pensar que es pronto.

—Seguro. ¿Puedo hacerte una pregunta?

—Claro.

—¿Es cierto lo que se rumorea sobre vosotros?, ya sabes…

—No, no sé.

—Dicen que estabais liados.

—Os referís a él en pasado como si ya lo dieseis por muerto.

—Es una forma de hablar.

—Es cierto, tenemos una relación, y no, no estoy engañando a mi marido.

—Ole tus ovarios. Haces muy bien en vivir tu vida como te da la gana. Hay mucha envidiosa y mucho salido en este gabinete.

—Demasiados.

—¿Lo sabe alguien?

—Nadie salvo Andrés, y desde hace poco, ¿por qué?

—Se cuenta que os pillaron haciéndolo en un despacho.

—¿Quién lo dice?

—Da igual, lo que importa es que está circulando entre la gente.

—Es inútil desmentirlo, no voy a hacer caso, acabará por olvidarse.

—En un despacho, ¿cómo se te ocurre?

—¡Yo qué sé!

—Volviendo a lo que estamos hablando, nos tenemos que sentar y revisar expedientes, algunos han dejado de acudir, sería bueno que les dieras un toque.

Así fue como volví a disfrutar. Porque yo no pedí eso; mi ambición profesional tenía un horizonte claro: formar parte de la sociedad pero no a costa de abandonar la práctica clínica. La dirección de relaciones institucionales no era algo que entrara en mis planes, apostaría a que no fue una exigencia de los socios, parecía más una maniobra de Ángel para tenerme bajo su órbita. Si era así tendría que aclararlo, pero de momento debía seguir cumpliendo mis obligaciones.

La noche

—Cariño.

—Hola, ¿qué haces?

—Acabo de volver de cenar, ¿y tú?

—Tomándome un café. —dije por decir algo.

—¿Café, tú?, ¿a estas horas?

Desabroché la blusa con una mano sin desatender a Mario. Le ofrecí la espalda y me ayudó a librarme de la prenda, luego soltó el sujetador y colaboré para que me lo quitara. Desde atrás, se apoderó de mis pechos y dedicó todo su empeño en torturar mi cuello. Mario me contaba lo bien que se estaba recuperando Emilio, yo me entregaba al hombre que había jurado no le permitiría cruzar las fronteras de lo profesional. Metí tripa para que pudiera desabrochar el botón del vaquero. Mario preguntó por el ambiente en el gabinete, contesté que lo había encontrado mejor de lo esperado. Mi invitado esbozó una sonrisa burlona y asintió varias veces. La cremallera bajó con su característico crepitar. Le conté que me habían recibido con cierta frialdad pero Andrés lo solventó con una jugada maestra. Los vaqueros llegaron a los tobillos y salí mientras él los sujetaba y arrimaba el hocico para olfatearme. Lo siguiente que sentí fue una mano entrando por dentro de la braga y una suave caricia en el vello. Perdí un lamento, ¿habría llegado al otro lado de la línea? No creo, Mario me seguía animando a que no le diera más vueltas, en unos días, según él, se olvidarían de mi viaje frustrado. Las bragas descendieron despacio, como si el autor de tal hazaña se estuviera regodeando. Nos despedimos con un beso y un te quiero mientras calibraba la verga del hombre que se iba a hacer dueño de nuestra alcoba, nuestra cama y de mi cuerpo esa noche, incapaz de estar sola.